No quisiera abordar el tema de los “feminismos del siglo XXI” en clave programática. El solo hecho de que la palabra “feminismo” esté conjugada (felizmente) en plural nos indica que sería un error dotar a este referente de un contenido homogéneo, como si se tratase de algo prefijado y no de una articulación contingente: móvil y en proceso. El feminismo nunca “es” sino que toma lugar y posición –acontece– bajo la forma colectiva de acciones políticas, de intervenciones teóricas, de prácticas sociales y culturales, todas ellas situadas en un aquí-ahora que tiene como horizonte un final abierto.
Que el feminismo no sea uno sino múltiple; que no exista un solo feminismo sino una variedad de enfoques y tendencias que lo diversifican internamente, es un primer dato de la causa. También lo es saber que el feminismo habla distintos lenguajes según los escenarios a intervenir: la calle, el hogar, la universidad, los medios de comunicación, el estado, el congreso, la vida cotidiana, la cultura popular, la teoría contemporánea, el arte, la literatura o el cine. Estos distintos lenguajes del feminismo atraviesan lo macro-político (denuncian abusos, reclaman derechos, modifican leyes) y lo micro-político (diseñan imaginarios alternativos a los de la masculinidad hegemónica).
¿Cuál es el denominador común que une a los varios feminismos del siglo XXI? Querer transformar el sistema social de relaciones de género concebidas (las relaciones de género) como relaciones de poder ideológico-sexual. Esta es una definición mínima pero útil para que el feminismo no se entienda exclusivamente como un feminismo de las mujeres o para las mujeres. Es cierto que las mujeres son el objeto-sujeto prioritario del feminismo porque, en cualquier combinación de clase, raza o género, lo femenino siempre ocupa el lugar inferior de las escalas de valoración simbólica. Por lo tanto el significante “mujer” actúa como pivote transversal del conjunto de luchas contra las discriminaciones de identidad. Pero que el feminismo haya sido articulado por mujeres, no quiere decir que el feminismo se limite a tratar cuestiones de mujeres. Es más, para que su voluntad de cambios sea abarcadora, el feminismo requiere de coaliciones con otros frentes de cuestionamiento de la política y lo político. De más está decir que ningún proyecto de transformación de la sociedad formulado desde las izquierdas (también conjugadas en plural) puede, a esta altura de los tiempos, prescindir del feminismo para redefinir igualitariamente los contornos de la democracia.
La transición chilena fragmentó y dispersó los movimientos de mujeres que habían desplegado su fuerza contestataria durante la dictadura. La recomposición democrática de los noventa se olvidó rápidamente de ese feminismo de la(s) revuelta(s) cuyas demandas fueron expresamente reconducidas hacia los convenios institucionales y los arreglos partidarios que sujetaron la transición. La creación –en 1991 durante la presidencia de Patricio Aylwin– del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM) pretendió (estoy citando al Decreto que funda el organismo) coordinar “medidas conducentes a que la mujer goce de igualdad de derechos y oportunidades respecto del hombre” pero respetando siempre “la naturaleza y especificidad de la mujer […] incluida su adecuada proyección a las relaciones de familia”. El SERNAM consagró esta ecuación mujer=familia, complaciendo el oficialismo político de la Concertación hegemonizado por la Democracia Cristiana.
Como bien sabemos, el concepto de “género” fue elaborado por el feminismo para separar el cuerpo sexuado de las marcas-de-representación de lo masculino y lo femenino, distinguiendo así el cuerpo como sustrato natural (conformación anatómica, determinación biológica) de lo sobreimpreso en él por los códigos sociales y las normas culturales. La teoría feminista ocupó esta separación entre naturaleza y cultura como una brecha analítica: una brecha que sirve para politizar los signos de la sexualidad que, del lado opuesto, insisten en naturalizar tanto la moral cristiana como la ideología patriarcal. Disociar el sexo de origen de la identificación de género fue posible gracias a la conceptualización feminista del género sexual como “tecnología social… y discurso institucionalizado”, según las palabras de Teresa de Lauretis.
La palabra “género” ingresó semi-clandestinamente al léxico oficial del SERNAM, con motivo de la presentación oficial de Chile en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing en 1995. Hoy el término “género” –que despertó tantas suspicacias en los noventa– es parte del nombre oficial de la institucionalidad que conforma el nuevo Ministerio de la Mujer y de la Equidad de Género. Esto ocurrió gracias a las múltiples batallas culturales del feminismo que avanza modificando las corrientes de subjetividad colectiva. Sin embargo, estas batallas culturales han sido a menudo silenciadas por la misma institucionalidad de la Mujer que sigue haciéndole el quite verbalmente a la palabra “feminismo”, compensando este silencio con la oficialización del vocablo “género”. El vocablo “género” fue ganando terreno en la esfera pública, convirtiéndose con los años en un término de referencia socialmente aceptado como sinónimo de las demandas de igualdad de derechos entre sexos. Pero nada es tan simple. Le corresponde al feminismo seguir desarmando y rearmando críticamente las condiciones de uso del término “género”, para desmarcarse de sus aplicaciones conformistas o restauradoras, es decir, para exigir algo más que su asimilación institucional a neutras políticas de estado y, también, para denunciar la integración del “género” a un modelo liberal de sociedad que aborda la igualdad entre los sexos como simple mejoramiento de las competencias individuales de las mujeres.
Algunos programas académicos –como ocurre en los posgrados de Estudios de Género de la Universidad de Chile– han reformulado el análisis feminista del género, incorporando a su enseñanza módulos sobre teorías queer que usan como bibliografía de rigor los textos de Judith Butler. J. Butler es la inspiradora de una revisión teórico-crítica de la noción de “género” que cuestiona el binarismo masculino-femenino, por cómo esta oposición binaria censura la emergencia de sexualidades diversas. Este cuestionamiento le valió a Butler haber sido violentamente atacada, en noviembre 2017, durante su último viaje a Brasil, por las fuerzas conservadoras de ese país que llamaron a quemar públicamente su esfinge como si se tratara de una bruja. La maquinación pública en contra de Butler (liderada por agrupaciones evangélicas) contó con el patrocinio de CitizenGo: una comunidad de ciudadanos con sede en España cuyo lobby ultraconservador es conocido: 1) por defender el protagonismo de los padres de familia en la educación integral de sus hijos, en contra del intervencionismo del estado en materia de educación sexual, y: 2) por oponerse tajantemente al matrimonio homosexual, al aborto, a la diversidad de opciones sexuales y a la Ley de identidad de género.
En Chile asistimos en julio 2017 al recorrido del Bus de la Libertad cuya iniciativa fue coordinada, junto con Padres Objetores de Chile y el Observatorio Legislativo Cristiano, por la misma organización (CitizenGo) que reclamó contra la presencia de Butler en Brasil. Durante los días en que el Bus de la Libertad circulaba por Chile, su vocera Marcela Aranda reclamó estridentemente en todos los medios contra la “ideología de género”. Según Marcela Aranda, CitizenGo y sus adeptos en el Senado chileno, la “ideología de género” es culpable de defender múltiples orientaciones sexuales y, por lo mismo, de destruir tanto el sexo biológico como la única construcción de pareja aceptable: la familia heterosexual. Según sus detractores, el feminismo usaría la “ideología de género” para revertir el sentido originario del dictamen de la naturaleza que funde la dualidad biológica hombre/mujer en la complementariedad de la pareja como entidad procreadora. El feminismo se serviría de la “ideología de género” para cambiar las pautas morales de la sociedad que le asignan un valor fijo –invariable– a lo femenino-materno.
La derecha conservadora acusa al enfoque de género (¡y para qué decir al feminismo!) de comportarse como una “ideología” (en el sentido de falsa conciencia, manipulación y adoctrinamiento) que distorsiona la naturaleza de lo femenino-materno. Pero esta misma derecha conservadora nunca se percibe a sí misma como “ideológica”, pese a que su visión religiosa de lo humano y su defensa “valórica” de la naturaleza sexual conforman un severo aparato doctrinal.
Antes de la demorada (y largamente bloqueada) aprobación constitucional –el lunes 21 de agosto 2017– del proyecto de despenalización del aborto en Chile en tres causales, asistimos televisivamente a interminables sesiones parlamentarias. En la discusión pública sobre el aborto, solemos escuchar una y otra vez que resulta criminal matar a aquel ser indefenso que, a diferencia de las mujeres que pueden clamar por la “libertad de decidir”, no tiene voz para reclamar su derecho irrenunciable a la vida. Pero no es cierto que el feto no tenga a quién lo defienda, que carece de voz y representación por no haber nacido aún. Hablan autoritariamente en nombre del feto –además de las Iglesias, la Pontificia Universidad Católica; la Fundación Jaime Guzmán; el diario El Mercurio, etc.– el integrismo del derecho natural y el conservadurismo moral. Hablan a favor del feto lo “explícito” (doctrinas, instituciones) y lo “implícito” (lo sedimentado en valores y creencias), habla a favor del feto el dogmatismo religioso que un estado laico no tiene por qué obedecer. Habla a favor del feto el patriarcado que le exige a la mujer sacrificarse siempre a favor de un Otro (comenzando por el feto) como muestra de su eterna abnegación. Sin el feminismo (¡y ahí sí que no basta con hablar de género!), no tendríamos cómo romper estas inflexibles cadenas de la ideología sexual dominante.
Que algunas figuras de la derecha liberal se muestren hoy dispuestas a pronunciarse a favor del matrimonio homosexual no hace sino reconfirmar lo que ya sabemos: el reclamo gay por el derecho a casarse habla un lenguaje pro-familia que reconfirma a la pareja como eje normalizador de la vida en sociedad. Por lo mismo, el matrimonio homosexual suena mucho menos amenazante que la despenalización del aborto que tiene como radical trasfondo la rebeldía feminista: una rebeldía contra aquella “ideología de género” (patriarcal) que priva a las mujeres de toda autonomía, conciencia y opinión sobre los devenires de su cuerpo.
Hace exactamente un año atrás, en la conmemoración del Día Internacional de la Mujer del 8 de marzo 2017, causó revuelo en las redes sociales un video del diputado de Evópoli, Felipe Kast: un video en el que aparecía travestido de mujer (maquillaje y peluca) para decirnos “La equidad de género es mi compromiso”[i]. ¿Por qué Kast necesitaría disfrazarse de lo que no es (una mujer) para expresarles a las mujeres su adhesión al lema de la “equidad de género”?
El discurso prestado del diputado Kast lo muestra como un representante de la derecha liberal (que no tiene problemas aparentes en defender la “equidad de género”) siendo que, como diputado, se opuso al proyecto de interrupción del embarazo como bien lo recordó la diputada Camila Vallejo, que le replicó vía Twitter al diputado: “¿Sabes qué sienten las niñas violadas por padres o tíos que no pueden abortar porque tú dices estas cosas?”, adjuntándole el registro de la sesión parlamentaria en la que había intervenido para objetar el proyecto de despenalización del aborto enviado por el gobierno de la Nueva Mayoría. El travestismo sexual y político del diputado Kast le permitió solidarizar con las demandas de “equidad de género” robándole todo su protagonismo a las mujeres cuya representación fue eliminada del espectáculo narcisista montado en su video. El diputado Kast usurpó lo femenino de una imagen de mujer y se apoderó de la voz (colectiva) de las mujeres (“La equidad de género es mi compromiso”) mediante una maniobra de suplantación de género que, en el video, les niega la condición de sujetos de enunciación pública que les otorga el feminismo a las mujeres. Al llevar el lema de la “equidad de género” a ser hablado por la vía interpuesta de un hombre travestido burdamente de mujer y de una derecha travestida hábilmente de liberal, el video de Felipe Kast se dio el lujo de ignorar que es el feminismo el que dota a las mujeres de una autonomía de voz para hacer valer sus propios reclamos y exigencias en materia de sexualidad, democracia y ciudadanía.
Quise recordar hoy exactamente a un año plazo ese video de Felipe Kast porque lo considero un síntoma (si bien exhibicionista) de ciertas declinaciones del “género” que deben causarnos alarma. Aquella derecha liberal que expresa ciertos deseos de apertura valórica va a fingir hablar de “equidad de género”, pero lo va a hacer denegando sistemáticamente el proyecto feminista a sabiendas que el feminismo es el único proyecto crítico capaz de llamar al patriarcado por su nombre.
Ciertamente el feminismo debe apoyar cualquier esfuerzo destinado a reparar las injusticias entre hombres y mujeres y el discurso de la “equidad de género” (como un discurso socialmente aceptado) es uno de los instrumentos legalmente disponibles para avanzar en ello. En este sentido son altamente meritorios los esfuerzos institucionales que llevan la Universidad de Chile para mejorar “las brechas de género”. Pero el feminismo debe también advertir lo siguiente: el hecho de que la sociedad estandarice las oportunidades existentes para repartirlas con mayor justicia entre hombres y mujeres, no desajusta nada del sistema capitalista. Sólo les ofrece a las mujeres nuevas fórmulas de transacción de sus intereses de género ajustadas al pacto liberal: fórmulas hechas para desmantelar la identidad colectiva del feminismo reemplazando –como bien lo señaló Alejandra Castillo– el concepto de autonomía del sujeto-mujeres por el éxito de la autorrealización individual en términos de capacitación y mejoramiento de oportunidades. Insistiría en que el feminismo (los feminismos) deben seguir incluyendo y sosteniendo políticamente el discurso del género (para no caer en el éxtasis del “más allá del género” con el que sueñan utópicamente ciertas ficciones queer) pero que deben a la vez desbordar teóricamente la categoría “género”: excederla, darla vuelta, agitar sus significados para impedir su neutralización y disciplinamiento institucional.
Los desafíos de los “feminismos del siglo XXI” implican apelar nuevamente a la capacidad táctica ya demostrada por el feminismo histórico que supo combinar simultáneamente lenguajes dobles, desdoblados, como el de la identidad y de la diferencia: unos lenguajes que juegan con el “sí” y el “no” manteniendo ambas posturas en una tensión siempre activa. Por un lado, está la utilidad política de ocupar el lenguaje de la “equidad de género” como un lenguaje admitido que permite avanzar –mediante la ley, las políticas públicas y los mejoramientos institucionales– en corregir las “brechas de género” que acusan la desigualdad entre los sexos. Por otro lado, está la necesidad teórica del feminismo de desestabilizar la comprensión normativa del género (abriendo “brechas” en su sistema de significación) para infiltrar las políticas de la conformidad y la adecuación a las que siempre les conviene amortiguar los conflictos de discurso político-culturales. Le corresponde al feminismo atender y entender las “brechas de género” en este pliegue de ambivalencia crítica para refinar nuestra comprensión de cuán variadas son las mascaradas de la dominación feminista, partiendo por la “mascarada postfeminista” denunciada por Angela McRobee.
La palabra “género” fue primeramente resistida durante la transición por la institucionalidad de la Mujer que sospechaba de su marca feminista. Esta misma palabra “género” está siendo hoy incorporada al discurso ministerial de la “equidad”, pero sin que esto haya tenido como correlato un reconocimiento declarado al proyecto feminista. La derecha conservadora denuncia la “ideología del género” como la culpable de haber pervertido el mandato divino de lo femenino-materno. La derecha liberal concede hablar de “género” para avanzar en igualar oportunidades entre los sexos, pero negando el trazado del feminismo como horizonte emancipador.
Sólo es posible contrarrestar estos usos conservadores y liberales del género, haciendo que se multipliquen las vías de enunciación de la palabra “feminismo”: unas palabras que deben circular en plural y, sobre todo, reactivar una y otra vez su potencial disruptivo para sacudir la normalización –social e institucional– del “género”.
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[i] El texto del video hablado por una voz de mujer en off decía: “¿Sabes qué se siente cuando llegas a tu casa después del trabajo y todos te están esperando para que empieces a cocinar? ¿Sabes qué se siente cuando tu sueldo es menor que el de los hombres que hacen el mismo trabajo que tú? ¿Sabes qué se siente cuando vas caminando por la calle y te hacen sentir como si estuvieras desnuda? No, no lo sé, no soy mujer pero esta realidad me indigna. La equidad de género es mi compromiso.”
[Portada] Extracto de la serie fotográfica «Monster in a Dress Shop», de Christine Stoddard, 2017.
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