Quien asegure que el año comienza en enero miente con descaro. El año empieza impajaritablemente en marzo. Así, el verano adquiere su justa dimensión de limbo caldeado. Espejismo de algas. Toalla con arena. Pan de huevo y su nombre en un grano de arroz. Foto con fragata y camarón queso. La mía sin merquén. Se acabó. Oh verano, ¡ay! como odiamos amarte después que pasas. Como sea, este es un buen momento (el último más bien) para observar en perspectiva, y según un criterio personalísimo y arbitrario, las mejores producciones que dejó el 2017 en tres ámbitos: series, TV y música. Dado el carácter poco riguroso de la selección es preciso advertir al viajero del tiempo que se apodere de este Almanaque que no obtendrá beneficio alguno de estas reseñas y, más importante aún, que su lectura no alterará en nada el curso de la historia. Sin mayor preámbulo, desolados habitantes de marzo, les presento lo mejor del año que pasó, dejándolos con el no despreciable consuelo de que el otoño en que a Kast le pegaron unas patás en la raja no puede ser tan malo.
DOS SERIES
GLOW (Gorgeous Ladies of Wrestling)
En Mitologías, Roland Barthes abre fuego sobre el lector a través de un ensayo titulado “El mundo del catch”. En él, prefigura dos aspectos que, conjugados, conformarán el estilo de análisis que sostendrá el texto: la preocupación por objetos de estudio masivos y el examen meticuloso a los discursos latentes que expresan.
El catch es un espectáculo francés de combate cuerpo a cuerpo que equivale al wrestling estadounidense (más que nunca evitamos ocupar la forma “norteamericanos» para decir a los yunaites, porque eso significaría desconocer la tremenda tradición mexicana de lucha libre, con todo y sus asaltos al celuloide que, de tan populares, llegaron a fundar un género –la Lucha film– en el que brillaron figuras como el Santo y Blue Demon). Pero volvamos a la rue Barthes. El Roland dice ahí que se trata del “más inteligible de todos los espectáculos”, y refuerza esa transparencia de los signos indicando que “se trata de una verdadera Comedia humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente el signo más claro que pueda encararlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente a los confines de la sala”.
GLOW, la serie original de Netflix estrenada el año pasado, gira en torno a dos actrices desempleadas que aceptan participar en el piloto de un programa de lucha libre femenina a cargo de un director de cine B. Detrás del proyecto está parte del equipo que realizó Orange is the new black y hay que destacar el nivel que alcanza cada vez que explora temáticas de género en sus producciones. La serie trabaja por medio de la analogía de la saturación de esos “matices más sociales” que son inherentes a la estructura del wrestling según Barthes con los “papeles” que las protagonistas se ven obligadas a enfrentar en su vida cotidiana. Así, la fuerza con la que cada una dota a los personajes de fantasía en el mundo de la lucha libre tiene un correlato en la fortaleza que cada una se ve forzada a adquirir frente a un contexto social tan adverso como indiferente. Al final de la serie el signo de las “luchadoras” desborda el mero significado del espectáculo de tv y pasa a ser una metáfora certera del poderío de las protagonistas fuera del cuadrilátero. Esto no quiere decir que la serie sea una apología plana o predecible. Por el contrario, el argumento trabaja a partir de la contradicción y el conflicto, trasladando un término actual como el de sororidad a los códigos autoritarios y testosterónicos que alcanzó la década del ochenta durante los estertores de la guerra fría.
Tal como Stranger Things, la serie ajusta cuentas con los años conservadores de la administración Reagan poniendo cortapinzas al arrebato nostálgico por el período, sin que por ello se deje de lado el gusto por la estética de la época (incluida una depurada banda sonora). El atronante discurso mediático sobre la guerra fría está parodiado con gracia en el guión, al igual que la tensión racial jamás ausente en la nación más “libre” del mundo. Incluso se alude con maña los recortes del gasto público en los primeros años de instauración del neoliberalismo más duro En esa “línea” la revelación que tiene lugar mientras el director del show de lucha libre jala una raya de coca sobre el marco de un cuadro en que aparece el ex actor y presidente es memorable. Una vez más el viaje en el tiempo parece ser otra clave de lectura de estas producciones.
Por último, GLOW consigue de manera formidable compaginar la referencia a dos estructuras dramáticas que a primera vista parecen disímiles. A saber: la lucha libre y la telenovela (respecto a esta última la cultura latinoamericana tendría el derecho indiscutido a dictar cátedra). Ambos formatos, dirigidos a un público masivo y sin embargo segmentado por género, tienen en común no sólo un enorme impacto popular en las audiencias, sino además aquella “mecánica moral” lograda a través de una “lectura inmediata” de la interioridad de los personajes que observaba Barthes en el catch. Es decir, uno de los puntos de conjunción entre ellos consiste en la polarización extrema a partir de la que se presenta el conflicto entre protagonistas y antagonistas. De este modo la rivalidad medular entre los hells (rudos) y los face (técnicos) en el mundo de la lucha, es consonante con el contraste entre el carácter impoluto e íntegro de los personajes principales y la marcada abyección de los villanos del melodrama televisivo.
Esa afiebrada estructura en que espectáculo y escena se trabajan cuadro a cuadro basados en este rígido esquema, es reformulada de modo notable a través del antagonismo entre protagonistas que propone la serie. El resultado de esta reestructuración de los elementos que componen los sistemas de signos referidos altera y subvierte la sintaxis y la semántica de la forma tradicional. De ahí que el yerro, la traición y la culpa, características anti viriles y anti heroicas dentro del imaginario masculino del wrestling, atributos que el “rudo” encarna en la nomenclatura teatral que instaura el espectáculo, en tanto irredimible villano, se torna empático. Del mismo modo el “técnico”, cuyo rol consiste en ser escrupulosamente correcto con las reglas que el sistema le impone, le debe a la crisis moral que le plantean las acciones en que incurre el rudo, la posibilidad de cuestionar o subvertir el peso normativo que carga a cuestas.
En resumen, GLOW no es tan sólo una serie que sostiene con inteligencia una perspectiva feminista, sino que avanza hacia una forma femenina de entender y representar las relaciones sociales. En ella se deconstruyen y reconstruyen los rasgos viriles y estereotipados del conflicto individual, orientándolos hacia un espacio colectivo de lucha en contra de las contricciones, exigencias y expectativas que el discurso de género androcéntrico dicta.
Dura alrededor de 35 minutos, tiene 10 capítulos y va en la primera temporada (con una segunda en camino). Disponible en Netflix (si no tiene una cuenta consígase una, que es el equivalente a colgarse al cable en los tiempos que corren) y en todos los puertos piratas de la web.
Historia del crimen americano, O. J. 1
El 3 de marzo de 1991 cinco policías blancos derribaron y apalearon en el suelo a Rodney King ¿el delito? Huir de un control policial. Una cámara casera registró la ferocidad con que se ejecutó la agresión. La indignación de la comunidad negra ante el abuso policial desató lo que en su momento la prensa denominó como el peor disturbio del siglo. Son esas imágenes de archivo las que sirven de prólogo para el primer capítulo de esta serie que recientemente estrenó su segunda temporada centrada en la muerte del diseñador de modas italiano Gianni Versace.
Dos años después, en 1993, el juicio a O. J, Simpson por la muerte de Nicole Brown (su ex esposa) y Ronald Godman, un hombre al que estaba conociendo, acaparó una atención mediática y una tensión racial aguda.
La serie, transmitida durante el 2017 por el canal 13, está filmada con una cámara que se desliza suave y veloz por las escenas y con un elenco de estrellas de Hollywood que incluye a Cuba Gooding Jr, John Travolta y David Schwimmer. Pero es la actuación de Sarah Paulson en el papel de la abogada de la fiscalía la que sobresale en su rol.
La producción dramática plantea en primera instancia la problemática racial que atizó la reacción de la opinión pública estadounidense durante el proceso. Sobre este punto hay que detenerse un momento, pues la complejidad con que se aborda uno de los mayores atractivos que puede ofrecer la serie en términos de contenido.
En primer lugar, tenemos a O. J., figura pública: leyenda deportiva, actor de cine y publicidad, es decir una celebridad afroamericana con todas las credenciales, acusado del asesinato de su ex mujer blanca y su acompañante. La cercanía de este hecho con el estallido popular que se desató a raíz del registro de la golpiza que recibió Rodney King es un antecedente que, como se dijo, la narrativa del capítulo piloto no pasa por alto. Y si aquella asonada fue bautizada por la prensa con todo e ínfula secular, pronto el proceso se transformó en su homólogo judicial, conociéndose hasta el día de hoy como el juicio del siglo.
En segundo lugar, está el énfasis social que la serie le da al entorno de O. J. Mientras el conflicto racial crece de forma exponencial, recibiendo el apoyo de organizaciones negras y multitudinarias manifestantes fuera de los tribunales, la defensa duda entre seguir con la estrategia de un caso que creían ganado y la posibilidad de discutir la racialización del proceso. Sin embargo, el ambiente que rodea al procesado está lejos de ser el de la comunidad negra designada a guetos y sometida al abuso cotidiano de las instituciones de control y vigilancia. Inmerso en una zona lujosa de la ciudad, O. J. vive una vida de blancos en un barrio de blancos. Basta observar la relación de amistad que tiene con Robert Kardashian (el papá biológico de las hoy famosas socialités), para entender el grado de blanqueamiento que permite el nivel socioeconómico en la cultura capitalista. Síntesis de esta arista de clase que superpone la serie al conflicto racial es la desafortunada y al mismo tiempo icónica frase que habría pronunciado el célebre deportista: “Yo no soy negro, yo soy O. J.”.
Cristopher Durde, el fiscal adjunto que se incorpora a la causa para equilibrar el equipo del ministerio público en tanto abogado de color (interpretado también de manera sobresaliente por el actor Sterling K. Brown) es otro de los personajes mejor logrados de la serie. En una escena comenta a sus vecinos del barrio negro donde vive su familia que: “O. J. nunca ha sido un «hermano» y que su compromiso con la comunidad negra no existe”. Lo hace mientras presencian la transmisión en directo de la persecución policial del, en ese instante prófugo ex deportista por una de las principales autopistas de la ciudad de Los Ángeles (un hito televisivo que bien podría catalogarse con la acostumbrada grandilocuencia mediática como la “persecución del siglo”, si es que ya no se ha hecho). La respuesta que le dan expresa con algo de sarcasmo la magnitud de la crisis racial que domina a la sociedad estadounidense de manera elocuente. Entre risas retrucan: “¿no estay viendo? lo están persiguiendo patrullas llenas de policías blancos, ahora es un hermano más”.
En tercer lugar, un poco más latente en la exposición de la historia, pero mucho más evidente a los ojos del espectador actual, está la violencia de género. Es cierto que la serie evita inducir un deliberado acento en la acusación de asesinato de una mujer a manos de su ex pareja, pues busca ceñirse a los códigos sociales de la época. Pero eso no quita que la completa ausencia de esta agravante en la causa penal provoca como una náusea histórica. Esto porque, de algún modo, la serie también se trata de un caso de femicidio antes que existiese tal tipificación, o incluso la conciencia o, si quiera, la visibilización necesaria para relevar la figura en el marco de la justicia ordinaria.
Otra cosa muy distinta ocurre con el personaje de Marcia Clark, la fiscal a cargo de la acusación. A través de ella el guión carga las tintas acerca de la desigual condición de la mujer dentro de la esfera judicial y mediática que provoca el caso. En efecto, la exposición que alcanza el juicio hace que la abogada querellante sufra el hostigamiento permanente por parte de los medios de comunicación. La percepción de su labor como fiscal, la rigidez de su figura, o incluso la forma en que viste durante el juicio, se convierten en blancos de un sector de la prensa que consigue formar una impresión adversa de su desempeño en parte de la opinión pública. La intensidad de este asedio es tal que Marcia modifica su apariencia física dentro de un proceso que devino espectáculo. La serie en tanto, se preocupa de no dejar dudas respecto al papel determinante que juega el género en este concertado acoso mediático. De este modo, resulta evidente que el sometimiento a este grado de exposición y escrutinio no hubiese alcanzado el nivel exorbitante que alcanzó si un hombre hubiese ocupado el mismo cargo.
Historia del crimen americano, el caso O. J es, en resumidas cuentas, una serie fascinante para abordar el cruce de género, raza y clase, pero con la dificultad (y el interés) de observar estas problemáticas desde el punto de vista caótico, enrevesado e impredecible en que se manifiestan en, aquello a lo que los entendidos denominan sin mayor ambages: la realidad (o la “reality” en jerga televisiva). Pero sobre todo puede ser vista como una fábula estridente, que de tan pretérita se torna distópica. Su moraleja amarga, que está reforzada por la locuacidad de la documentación de los hechos, muestra de manera magnífica la amplificación multiforme y monstruosa que provoca la imagen (y hoy por hoy su reproductibilidad digital) en la sensibilidad y en la reacción pública de las personas. Esta “imagen”, a la que me refiero quizás de manera desmedidamente abstracta, es una condición histórica y material de la revolución tecnológica, que en los noventa era un fenómeno aún en estado larvario en comparación al grado de penetración social que provocó la explosión de internet y los aparatos móviles en la vida cotidiana actual. Esta dimensión fisiológica de la cultura global que ningún sujeto o colectivo político de izquierda debiese descuidar, ni mucho menos ignorar, tiene en esta serie un capítulo imprescindible del Maquiavelo de los tiempos que corren.
Por último, es difícil mirar esta producción sin pensar en el caso de Nabila, o más recientemente en el revuelo que suscitó la horrenda muerte de Sophia en una reacción pública que se manifestó en buena parte del territorio nacional. Ni qué decir del debate visceral en torno la restitución de la pena de muerte que no demoró en ser capitalizado por la derecha conservadora. Se puede ver en streaming, en el repositorio en línea del 13 (si aún no lo han sacado), o mejor aún, navegando bajo bandera proscrita en los sargazos de la red. Dura alrededor de una hora.
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Sin tener mayor conexión con la serie, pera esta vez sí del 2017, está este trabajo de animación creado para la canción de Jay Z que lleva por nombre “La historia de O. J.” (gracias a Macarena Cruz en Quillota por mostrárnoslo). Compartido por inspirado y tremendo.
Perfil del autor/a:
Notas:
- Mientras consultaba los datos más técnicos de la serie, es decir, hacia el final de la redacción, descubrí que es una producción del 2016. Para todo efecto, zafaremos de las tiranías del calendario diciendo que el estreno en la TV pública fue el 2017, valga ese como año de referencia sudaka y desfasado.