4. Un viejo nuevo lector
Es terrible —pero no tanto— constatar un hecho uniforme entre la mayoría de los lectores que pasan por el local de Balderas y entre los lectores en general: no se ríen ni cuando leen a Ibargüengoitia. ¿Qué será? La gente anda encabronada, eso es indudable, como también es indudable que mientras más suben los niveles de encabronamiento en la ciudad (véase el metro o la fila de las tortillas) el ambiente se espesa, se rehúye cualquier contacto humano y la risa, incluso la risa amarga, se nos borra de la cara. El otro, hoy (por decir algo) nos es francamente insoportable. A este respecto, el vendedor de libros no tiene nada para objetar toda vez que no se trata de un carácter ajeno ni mucho menos por encima de las circunstancias, sino, al contrario, de un contribuyente puntual a la hora de pagar su cuota de biliosidad, una palabra fea entre las feas y que a más de alguno encabronará. Pero vamos: que alguien sea incapaz de reírse leyendo a Ibargüengoitia es preocupante y hasta cierto punto indicador de una desnutrición psíquica (si se nos permite tal expresión, y esperamos que no) sólo posible de remediar (parcialmente) a través de la violencia, hecho que nos traslada nuevamente al punto de partida.
¿Qué será? Quizá el problema para dar con una respuesta satisfactoria estribe precisamente en la desgracia de buscar respuestas: estamos hasta el cogote de explicaciones, los análisis sociológicos de quienes muy campantes se complacen en fórmulas evidentes como las de “situación de calle”, “sector vulnerable”, “descontento social”, “violencia de género” o “frustración de expectativas” no sirven más que para aumentar los niveles de crispación y, como se ve, de rencor, de modo que cualquier examen de la situación, empezando por el presente, puede devenir no ya en una broma inofensiva, sino en un sarcástico y teledirigido ataque personal. Con esta perspectiva se entendería el hecho de que el marginado-vulnerable-descontento-frustrado, al leer o escuchar, por ejemplo, un cuento como “El episodio cinematográfico” o “La ley de Herodes”, no consiga más que añadirlas sombríamente a la larga lista de vituperios recibidos, sin más alternativa que la de responder con otro vituperio más: hecho que nos traslada nuevamente al punto de partida.
En todo caso, lejos estamos de querer herir susceptibilidades, como si ya no nos bastara con las mentadas provenientes de la calle, la prensa, los empresarios, el narcotráfico, la publicidad y los tres o cuatro o cinco poderes del Estado. Aquí, más modestamente, sólo hablamos de un fenómeno concerniente a la vieja y totalmente inútil práctica de la lectura, y es por tal motivo que nos atrevemos a sugerirle a los secuaces de la estética de la recepción, si aún existen, sumar a su lista de lectores ideales, co-productores e ingenuos, al lector encabronado, aquel lector único, nihilista si se quiere, porque no admite retruécanos ingeniosos ni avizora horizonte de expectativas alguno. ¿Qué tal? “Nosotros los de aquí arriba no tenemos frío”, le dice Hans Castorp a su tío en La montaña mágica; pero nosotros, los de aquí abajo, tampoco: estamos lisa y llanamente congelados.
5. ¿En la palma de la mano?
Práctica común entre los vendedores de libros viejos: hojear periódicos atrasados. Ahí a veces se hallan notas curiosas que al vendedor le causan primero indiferencia y luego escozor porque a medida que las va masticando se van convirtiendo en un ataque solapado, o no tan solapado, contra su ya de por sí precarizada actividad. En La Jornada del 4 de diciembre de algún año, por ejemplo, se da cuenta de las “nuevas tendencias de lectura” posibilitadas por las famosas plataformas digitales. La nota, por cierto, no viene firmada, aunque es dudoso que quien la haya redactado fuera plenamente consciente de lo que publicaba como para esconderse tras el indeterminismo propio de “la redacción”; esto es: la nota destila demasiado cándido optimismo ojete como para pensar en la anonimia o seudonimia voluntarias.
En resumidas cuentas, luego de las cifras de rigor (de las cuales se desprende que en México, vaya novedad, poco o nada de ficción se lee), se nos notifica que ahora podemos llevar la “biblioteca en la palma de la mano”. Un tal señor Vissotto, “director general de Rakuten Kobo Latinoamérica”, declara: “En atención a las preferencias que hemos descubierto en México, cada día trabajamos para construir la plataforma de lectura digital en español más completa y novedosa enfocada en los amantes de los libros”. No quiero ni imaginar la concepción de “amante” que carga este buen Vissotto, pero el vendedor de libros viejos debería tener mucho cuidado con este tipo de gente, no tanto por la amenaza obvia que tales declaraciones suponen contra su integridad (es una manera de decir), sino más bien por ese “cada día trabajamos” contra el cual no se puede competir. Pues esta gente no sólo tiene una idea del libro completamente aséptica, no sólo piensa en “los amantes de los libros” para luego privarlos de su objeto material de deseo, sino que trabaja “cada día” como hormiga a fin de imponerse como se impone. “Y por otro lado ―nos anuncia el pletórico Vissotto― tendremos lanzamientos importantes de manera constante, como la tan aclamada saga de Harry Potter para este fin de año”, novedad que, en el balance, trae consigo un gran alivio para el vendedor de libros viejos.
Pero entonces, queda esto: en la palma de la mano ahora tendremos la solución, pues, como remata nuestro ejecutivo director, “ya pasaron los días cuando se debía decidir qué libros llevarse de vacaciones o en el transporte diario”. El problema, creo, es que también a los lectores de Harry Potter tal vez les agrade decidir llevarse consigo un tomo de la saga en detrimento de otro de Dan Brown o de Bukowski, ¿no? La decisión de llevarse este libro y no aquel otro es a fin de cuentas un acto importante de microsoberanía personal (vaya charlatanería, pero esto es contagioso), pues elegir un libro, o dos, o tres, o cinco, para el resto del día, implica elegirlo a costa de los demás para llevarlo, tan campante, en el metro o en el trole o en el baño.
Así, la tan manida preocupación por el “futuro del libro” ante el avance de las plataformas digitales importa muy poco, o nada, si se toma en cuenta hacia dónde apuntan estas políticas empresariales que “solucionan” el problema de la elección, es decir, de la búsqueda y el deseo por leer o por no leer. ¿Bibliotecas en la palma de la mano? ¡Pero si a veces es mucho mejor no llevar libro alguno en la palma de la mano! Porque la palma de nuestra mano (¿qué sería de nosotros sin ella?), tiene escondidos por ahí varios relatos de ficción (y no-ficción) para contar, mientras Vissotto sigue trabajando.
6. El precio de la fama
De pronto me di cuenta que ya estaba viejo para el oficio. Apenas entré a la librería ya tenía a cinco guardias con los ojos puestos sobre mí y me sentí muy cansado y así no se puede trabajar en esto. Ya estuvo suave, me dije, soy famoso. Hay que saber perder pero más que nada hay que saber ganar. Los libros me han dado bastante, una casa en la colonia Nápoles, farras continuas, un par de hembritas que hoy me desprecian pero que, aunque ellas lo nieguen, también abrevaron del asunto. Lo único que me queda ahora, pensé al sentir los ojos de los guardias sobre mí, es rezar y pedir por mis compañeros de oficio y por los libreros de buena voluntad de aquí del corredor Balderas y del Callejón de la Condesa y de Ciudad Universitaria. Hemos tenido disputas, es cierto, no falta el librero tacaño que no se aviene a pagar un libro de Atalanta o de Trotta por sólo el tercio de su valor en librerías, su precio de lista, como se dice, pero al final, con algunas concesiones y cervezas mediante, siempre se llega a un acuerdo beneficioso para ambas partes. A veces creo que esa buena gente piensa en términos de inversión, en el lenguaje del costo-beneficio, pero no saben o no quieren saber cuán equivocados están. Piensan: este conejo, este fardero, este rata, no invierte nada y aun así me ofrece un libro, un libro para peor difícil de vender, a un tercio de su precio. Bien. Es cierto que esos libros de mil o mil quinientos pesos, en la calle o donde sea, son cada día más invendibles, de eso me doy cuenta incluso mejor que ellos porque no por nada recorro de punta a cabo las librerías de esta ciudad y a veces hasta me doy una vuelta por la FIL de Guadalajara, bueno, no importa, la cosa es que cada día más seguido veo exactamente los mismos ejemplares que había visto en la misma librería hace seis meses o más. Eso es verdad, la gente anda jodida y ya no hay para tales lujos. Pero, ¿existe acaso alguna más costosa inversión, algún mayor riesgo que exponer el cuerpo de uno mismo? ¿Eh? Si yo realmente le tomara el peso a tal aventura, si solamente considerara por un minuto el sudor, la temblorina, los sustos y la violencia de este oficio, entonces no vendería los libros sino a la mitad o más de la mitad de su precio. Es cierto que en este país (o en este continente, porque yo he llegado a conocer excelentes colegas de Perú, de Chile, de Colombia) no hago tampoco nada del otro mundo, aquí todos en cierto modo nacemos con el oficio o quizá el oficio viene ya incluido en la leche de nuestras madres, qué se yo, pero lo que tal vez sí es del otro mundo es que yo no le ando robando a la gente sino que por el contrario al final hago como quien dice una labor de difusión cultural. Sé que suena pretencioso y falso, pero ahí están las cifras, que son frías, lo sé, pero si uno les echa un ojo al final termina por convencerse y gratificarse. Tampoco presumo ni me duermo en mis laureles (eso es lo peor que uno puede hacer dedicándose a este oficio), porque tampoco voy a andar por ahí diciendo que me dediqué durante treinta años a esto por amor al arte (aunque cuánto amor les tuve a esos libros de arte, tan caros y tan provechosos). Fue, primero, para sobrevivir, y después, cuando aprendí más trucos, las mezquindades y terminé por asentarme, para darme mis lujitos de casa en la colonia Nápoles, ropa elegante y whisky de primera. Pero no todo fue tan fácil como suena. También estuve preso y lo pasé mal. En el bote aprendí, es verdad, pero lo pasé muy mal. Y para no volver jamás a pasarlo mal, en adelante, al entrar a cualquier librería, procuré ir bien vestido y cargar sumas de dinero por si se terciaba algún problema, mocharse con algún guardia si el asunto se ponía pesado, mocharse con el encargado si se ponía más grueso, y si se ponía peor, meterse al despacho del gerente y negociar en serio. Bueno, de todo eso y de tantas otras cosas, como dije al principio, ya me cansé. Después de todo tengo una casa en un buen barrio y dinero para envejecer con tranquilidad. Y lo mejor: tengo la conciencia tranquila para rezar y pedir cada noche por mis compañeros de oficio y por los libreros de buena voluntad.
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[Portada] Ekaterina Panikanova, parte de la serie»Errata», 2013.
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