Por estos días termino de escribir mi tesis sobre la cultura política de quienes fueron parte de la resistencia armada chilena, en base a los testimonios que algunos se han dado el trabajo de escribir. Entre todas las obras que he consultado sin duda la más autoconsciente de sí y comprometida con el ejercicio escritural es Una larga Cola de Acero (Lom, 2001) de Ricardo Palma Salamanca, quien solicitó su ingreso a la Sech (Sociedad de Escritores de Chile) y fue aceptado. Este gesto no fue azaroso; aunque hoy sea un organismo desacreditado, sabemos que la filiación a la Sech sirvió durante la dictadura como protección frente a los órganos represivos. Es claro que la sociedad chilena juzga diferente a un escritor que a un guerrillero, y aunque al escritor no se le tome tampoco tan en cuenta, Palma busca ser leído como un escritor que pasó por la guerrilla. Este juego de símbolos y categorías desdibuja el estereotipo de un miembro del FPMR, tomando distancia a través de la escritura de una militancia ortodoxa, lo cual exige un nuevo lector que esté dispuesto a ignorar el juicio espontáneo y quiera observar la singularidad en los detalles de la historia, las anotaciones de una memoria subjetiva que desequilibra cualquier interpretación estandarizada, un lector de testimonio. La realidad no podría ser más opuesta: su novela ha pasado desapercibida o vista como “panfleto”, mera propaganda, fenómeno que ha dejado a la sombra todos los testimonios de lucha armada en Chile.
Incluso con todo el boom de la autoficción que el canon ha establecido desde los noventa hasta aquí, si esa autoficción habla de una experiencia política, al parecer deja de ser literatura. Lo que a mi juicio da cuenta de nuestra incapacidad como sociedad de darle un lugar a quienes se resistieron a ser asesinados por el Estado, tanto así, que no somos capaces de leer como literatura esta novela que a mi juicio tiene mucha más escritura que textos como La ciudad Anterior, Santiago Cero o los primeros libros de Fuguet, presentes en la mayoría de los cursos sobre literatura chilena contemporánea que se dictan en las universidades del país. Ni siquiera estoy hablando de estar o no de acuerdo con las acciones de los frentistas, sino sólo de que tengan una representación en el escenario actual en el que incluso violadores de los derechos humanos hablan con su propia voz todos los días en los noticieros. No podemos negar que sin el conocimiento de la identidad de la izquierda armada, el Chile de hoy está truncado, no se puede explicar. ¿Qué hace a un testimonio literatura? ¿Cuáles son las características del testimonio de resistencia? No nos hemos problematizado estas cuestiones para el caso chileno. Cuando le demos un lugar en la sociedad a esos discursos podremos intentar comprenderlos desde la narrativa. O quizá, hay que abrir un espacio apuntalado con imágenes. Ambos procesos dialogan en este trabajo colectivo.
En Una Larga Cola de Acero se narra en 400 páginas la experiencia vivida por “el Vasco”, alter ego de Palma Salamanca siendo parte del FPMR entre 1984 y 1988. El narrador se sitúa recordando en un bar y luego como nochero en el cementerio general, donde se detiene frente a la tumba de diferentes personajes de la historia reciente como Raúl Pellegrin o Jaime Guzmán Errázuriz:
Me detengo delante de uno de los nichos que fue marcando nuestro camino. Con grandes letras se lee: Jaime Guzmán Errázuriz. Ustedes me preguntarán: ¿Y siempre les importó un cuesco el valor de la vida? Yo con mis precarios e infames argumentos respondería algo como esto: La de algunos sí y también diría que el valor de la vida hoy por hoy es una construcción social. Pongan por ejemplo mi caso, yo valgo un cuesco para muchos o tal vez menos que un cuesco, al fin un cuesco tiene el valor de ser, aquello nadie se lo cuestiona. Yo permanezco aún en las sombras, pero que quede claro que por ello no desestimo el valor de todos sino solo de algunos, además no necesito de la instauración de la ley para ejercer aquel impopular principio, al fin la ley también es como los semáforos, se sustenta en la fuerza de un Estado (100).
Desde este lugar comienza a recordar sus primeros pasos en la política universitaria mientras era estudiante de literatura, lector de Kerouac y Debord, atraído por un fuerte vitalismo y nihilismo que sobrevive a toda su vida en el Frente y que aún podemos ver en sus declaraciones: 22 años saboreando el dulce caramelo de la inexistencia y el silencio hasta que las mecánicas ruedas del destino me empujaron hacia una historia enterrada. Luego viene el periodo de instrucción, algunas acciones en Santiago, el servicio militar en Cuba, su participación en la guerrilla nicaragüense y salvadoreña junto al Chele. Su vuelta a Chile (donde cuenta en primera persona la matanza de Corpus Christi o también llamada Operación Albania), su trabajo como agitador en Villa Francia y el intento de basificación en el sur para crear las condiciones para la Guerra Patriótica Nacional que el FPMR quería desatar a comienzos de los noventa. El inventario de estas experiencias no serían nada, además de impresionantes, si no fuera por el estilo y la singularidad de las reflexiones que constantemente deconstruyen la visión hegemónica que tenemos del guerrillero chileno como un marxista-leninista, construyendo un sujeto sin ambición por el poder que frente a los horrores insalvables de la historia se arroja al abismo de la lucha armada y sobrevive para contar lo que vio en ese torbellino de experiencias. En términos ideológicos es mucho más un anarquista, y es en gran medida el ejemplo de Manuel Rodríguez, quien buscaba que luego de la guerra de independencia el poder recayera sobre la gente y no sobre la élite gobernante. Así, el FPMR quería crear un «clima» de caos para que se rearticularan las jerarquías de la sociedad chilena en base a la voluntad de la mayoría y de esa manera se fundara un país democrático. Observemos, por ejemplo, una de las arengas de Raúl Pellegrin que Palma Salamanca reproduce en la novela:
Sólo si conjugamos el instinto con el deseo, veremos cosas que jamás nadie ha imaginado y al ver aquello haremos cosas inauditas; porque nuestra acción es sólo el reflejo nítido de lo que fuimos capaces de ver, la mejor poesía no es la que se escribe sino la que se vive desarmando los días en forma de versos. (121)
La teoría del testimonio se ha ocupado de dos grandes discursos. El de los sobrevivientes al horror, donde a partir de sus relatos sobre los campos de concentración se han creado reflexiones y categorías que han servido luego para pensar las dictaduras latinoamericanas. Y los testimonios de quienes el pensamiento académico ha denominado como “subalternos”, que en este caso escriben para resistir a la homogeneización que impone la globalización del capitalismo. Sin embargo, los teóricos de ambos sujetos que dan testimonio –en este caso pienso en Agamben y Beverly respectivamente– concluyen por diferentes razones que el testimonio está muy lejos de querer disputar la verdad histórica. Parece ser un «nuevo» género literario, o sub género; un procedimiento narrativo, lo cual conlleva una experiencia de escritura singular y por consecuencia nuevas exigencias para el lector.
John Beverly, quien es muy crítico de la militancia, afirma la importancia del testimonio pero no deja de dudar en ningún momento sobre su relación con la verdad. Para él, el testimonio siempre responde a una disputa ideológica por el espacio discursivo; así pueden haber diferentes visiones de una misma experiencia. Esta idea suena obvia, pero tiene su giro cuando plantea que la única forma para aceptar que disfrutamos algo que se nos presenta como verdad, aunque no lo sea, es una revolución cultural. Es decir, para ser capaces de gozar con la subjetividad de un otro debemos quebrar las jerarquías imperantes. Esta idea del juicio es importante. Para Agamben, si vamos a usar el testimonio sólo para emitir un juicio nos estamos perdiendo la reflexión sobre lo humano; el juicio cierra, es un fin en sí mismo. En el caso del horror, a través de la escritura el testigo se hace cargo de una “pasividad inasumible”; es decir, elabora la experiencia en donde la historia lo transformó en un espectador de su propia deshumanización. Escribir la propia historia sería algo así como volver a ser activo nuevamente en la propia vida; el objetivo para Agamben sería no constatar los hechos, sino más bien intentar comprenderlos. El testimonio del horror es la divisa entre lo humano y lo inhumano. Es aquella parte de lo humano que sobrevive al fin de lo humano: Mi florecer se da en la hora marchita/ y reservo una resina para un pájaro tardío:/ lleva el copo de nieve en su pluma rojo-vida/ el grano de nieve en el pico, atraviesa el verano. (P. Celan)
¿Qué sucede con aquellos que se resistieron a ver si algo de su humanidad sobrevivía al fin de lo humano, aquellos que no quisieron vivir el holocausto «a la chilena»? Se ha hablado respecto a la dictadura como un “campo de concentración desterritorializado”. Es decir, la vida cotidiana controlada biopolíticamente. Aunque los sujetos que estuvieron en una dinámica de resistencia logren subvertir esa vida castrada, la disputa es la misma. Cómo conservar mi humanidad tratando de combatir la inhumanidad institucionalizada, burocratizada que imponía la dictadura de Pinochet. Sin duda, aquí la manera de desubjetivación-subjetivación es diferente a los que fueron sólo víctimas. La sensación es otra; por un lado se precariza la relación con la normalidad, pero por otro lado las posibilidades de sobrevivir aumentan al beber de la voluntad colectiva, una experiencia que Palma Salamanca describe a momentos como una especie de panteísmo revolucionario. Desarrolla esta idea luego de dejar de escuchar los tiros provenientes de la casa de la que acaba de escapar, y concluye que sus amigos están muertos:
La patria, el pueblo, la lucha, la dignidad, toda esa ruma de palabras amparadas en las sombras del abecedario ya no sonaban más en mi cabeza, éramos los verdaderos valientes hombres absolutos, y de pronto recordé las teorías del Huevo y en alguna forma éramos una especie de reencarnación colectiva de un solo espíritu que no sabía dónde posarse y que jamás calaría en alguna edad contemporánea. Subí a un microbús hacia el centro (358).
Con este texto simplemente he querido abrir la discusión y dejar el juicio de lado. No es casualidad que aquellos que resistieron a través de la vía armada insistan en dar testimonio y aquellos que efectuaron crímenes desde el Estado insistan en un pacto de silencio financiado por nuestros impuestos hasta el día de hoy. Si hay algo que uno puede decir sobre Una Larga Cola de Acero, es que no es una novela dogmática o adoctrinante. Logra crear un clima de caos en la cabeza del lector, llena de contradicciones, dudas. El testimonio atrapa porque nos gusta creer que una experiencia extrema es verdad, una especie de morbo en el que delegamos nuestras propias frustraciones existenciales.
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