Henri Lefebvre ―nacido en Hagetmau, Francia, en 1901 y fallecido en 1991― fue un intelectual que en la mejor tradición de Rousseau, de Marx, de Luxemburgo, de Bourdieu, de Mariátegui y Revueltas, buscó ante todo comprender para transformar la realidad. No perteneció a la camada de filósofos contemplativos, sino que como muchos otros, se inclinó por cultivar la filosofía de la praxis.
En la academia, sus conceptos han sido fecundos en varios campos disciplinarios: en la sociología, principalmente por el análisis de la vida cotidiana y en general de la vida urbana; en la geografía, por su propuesta de conceptualizar al espacio no como un dato accesorio sino a partir de su producción, y por su amplia reflexión sobre la ciudad y la posible revolución urbana, sobre la centralidad y la segregación; y en la filosofía destaca su teoría de la dialéctica y de las representaciones.
Empero, no podemos ignorar que, en ocasiones, la lectura de Lefebvre ha sido simplista: no pocas veces el pensamiento lefebvriano ha sido ―lamentablemente― reducido a una metodología principalmente por sociólogos y geógrafos. Abundan los trabajos que retoman la famosa tríada espacial (prácticas espaciales, representaciones del espacio y espacios de representación), sin reflexionar en profundidad qué significan estos conceptos y cuál es el marco en que se propusieron.
Aún más, aunque sabemos que Henri Lefebvre visitó el continente americano y se conoce también de su estrecha conexión y diálogo con algunos escritores locales, hay un vacío respecto al ascendente que América Latina y los intelectuales del sub-continente ejercieron sobre el francés.
Quizás esta ausencia se explique por el acentuado eurocentrismo que sigue dominando en el plano intelectual latinoamericano: no nos cuesta mucho reconocer la influencia que los europeos tienen en los latinoamericanos pero, ¿y qué de la que los segundos ejercen sobre los primeros? No hay verdadero diálogo si este no fluye en ambos sentidos, y en el caso de Lefebvre se le ha preferido tomar como un gurú metodológico, más que como lo que fue: un sagaz interrogador.
Es por ello que en esa misma línea este escrito pretende interrogarnos sobre cuál fue la influencia del escritor y activista José Revueltas en el autor francés, y en particular conocer qué conceptos del mexicano nutren la obra de Lefebvre: algunas veces de forma explícita, otras velada, pero que como veremos, de manera fundamental para una comprensión cabal de su pensamiento.
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José Revueltas nació en 1914 en el norteño estado de Durango. Formó parte de una familia importante para la historia cultural y política mexicana del siglo pasado: su hermana Rosaura fue una actriz recordada por su participación como protagonista del filme “La sal de la Tierra” (EEUU, H. Biberman, 1954) que aborda la participación de las mujeres en las luchas sindicales y censurada en Estados Unidos y México durante muchos años. Su hermano Silvestre fue un compositor y director de orquesta que formó parte de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, y su hermano Fermín fue un pintor prolífico.
José Revueltas fue activista político comunista desde su adolescencia, enfrentando al régimen autoritario mexicano desde los 15 años, apresado en el penal de Las Islas Marías. Desde entonces la cárcel política fue algo recurrente, desde donde escribió prosa, teatro, poesía, así como ensayos políticos y filosóficos. Fue perseguido y encarcelado al ser considerado por el régimen de Díaz Ordaz como autor intelectual del movimiento estudiantil mexicano de 1968.
La deriva política de José Revueltas y Henri Lefebvre tiene semejanzas notables. Ambos son pensadores marxistas no dogmáticos. Ambos critican, desde el marxismo, las posiciones estructuralistas, razón por la que fueron expulsados del Partido Comunista de sus respectivos países. Los dos fueron influyentes en los movimientos de su época (el ‘68 francés y mexicano) y se puede afirmar que ninguno subordinó su pensamiento al poder, ya fuera al del Estado o al del Partido.
Consideremos el contexto histórico posterior a la II Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. El mundo se debatía entre el modelo socialista encabezado por la URSS y el capitalismo imperialista con Estados Unidos y Gran Bretaña a la cabeza. La emancipación de las clases subalternas y de los países menos desarrollados fue la principal preocupación de muchos intelectuales y el motivo de discusiones a partir de cuestionamientos como: ¿quién o quiénes son el sujeto revolucionario?, ¿los obreros, los estudiantes, las minorías oprimidas? ¿Es válido el modelo de socialismo en un solo país? ¿Cuál es el papel del individuo en la revolución? ¿Cuál el de la ideología, la cultura o la subjetividad en el cambio social? ¿Se puede plantear una liberación sexual en paralelo a la emancipación política o económica?, además de muchas otras interrogantes que levantaron personajes como Sartre, Reich y varios más: una generación marcada por el marxismo y también por el existencialismo, los descubrimientos de Freud y la escuela psicoanalítica, entre otras influencias.
En este contexto, Lefebvre ―oponiéndose a lo que consideraba un freudianismo mecanicista― quiso marcar distancia con la idea del “inconsciente” y también con lo que consideraba un estrepitoso fracaso del marxismo en su crítica a las ideologías y al empobrecer y simplificar los símbolos, imágenes y signos de lo representativo (La presencia y la ausencia, 1983). Para el francés, el mundo de las representaciones no tiene nada de inconsciente; es en cambio, el dominio de lo subjetivo y también el de la acción, de la vida cotidiana, de la praxis. Todo tiene una historia y una racionalidad: es susceptible de entendimiento y transformación. El francés se cuestionaba si hay leyes de la representación o más bien se puede hablar de “tendencias de la conciencia individual y social, no del inconsciente”.
Estamos ante un concepto particularmente importante para el pensamiento lefebvriano: la doble conciencia ligada a la acción, que es a la vez individual y colectiva. Es muy probable que esta idea haya sido retomada de una de las obras más importantes de José Revueltas, específicamente de un libro que el mismo Lefebvre prologó: La Dialéctica de la Conciencia (1982). Apuntemos brevemente que Revueltas escribió este libro desde las crujías del palacio negro de Lecumberri (1969 a 1971), donde fue encarcelado por su participación en el movimiento estudiantil mexicano de 1968, que culminó con la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco.
En el prólogo de Lefebvre a La Dialéctica de la Conciencia, el francés reconoce que la propuesta de Revueltas es innovadora, controversial y audaz dentro del marxismo y “merece la misma reputación que los trabajos de la escuela de Frankfurt y de las demás escuelas marxistas europeas”. Según Lefebvre, Revueltas encuentra el fundamento de la dialéctica, ya no en la naturaleza como lo había propuesto Engels, o en la lucha de clases como lo hiciera cierto marxismo de corte estructuralista. Tal fundamento se encuentra en la subjetividad, entendida como conciencia social y colectiva. Una esfera, la individual, se relaciona dialécticamente con la otra, la social. ¿La revolución “comienza por uno mismo” o por la “lucha de las clases”? Para Revueltas, ésta se produce en la praxis de los dos ámbitos, y simultáneamente en tres ejes: alteridad, alteración y enajenación.
Lefebvre sintetiza así la importancia de esta reflexión: “Revueltas muestra «en acto» las contradicciones, las muestra actuando en la conciencia. Para él, el sujeto y el objeto se enfrentan, se conducen de manera conflictual es decir, dialéctica. Y ello en todos los ámbitos, lo económico, lo político, lo cotidiano, etcétera, así como en todos los niveles. En todas partes hay relación conflictual entre el Mismo y el Otro. En cada sujeto van juntos, inseparablemente: la alteridad (la relación con el Otro), la alteración (que lo modifica, que lo pone en contacto consigo mismo, con su propia idealidad); la enajenación (¡que debe padecer o combatir, aceptar o rechazar!)”.
La dialéctica de la conciencia, que para Lefebvre es la “dialéctica de las representaciones”, es en Revueltas un movimiento individual y colectivo que implica el reconocimiento de la posición y la toma de posición ante un contenido, un referente; no es la conciencia en abstracto, sino que es la conciencia que nace a propósito de algo o alguien: “las representaciones nacen a partir de un fondo sin fundamento asegurado (…) se engendra el proceso que va de la energía elemental y burda de las pulsiones, a las proposiciones sutiles, de los afectos a las representaciones sofisticadas”. La subjetividad es, ante todo, la praxis de la otredad y de la diferencia.
Por su parte, José Revueltas reconoció explícitamente la importancia de la alternativa lefebvriana a la “crítica de las ideologías” que hace el marxismo clásico. Dice Revueltas en Dialéctica de la Conciencia: “Lefebvre ―más penetrante (que Althusserl)― asume premisas que contienen una comprensión más diáfana de esta problemática, aunque a mi parecer aún intimidado por la tarea. Empero ya no hay nada de esta timidez en Le Manifieste Diferentialiste, aparecido en 1970, después de escrita esta nota”.
Una de las ideas de Lefebvre que a José Revueltas le parece central es la importancia de avanzar en una metafilosofía del espacio. La revolución de la conciencia pasa por transformar las coordenadas y referentes que hacen posible la dominación del Estado (capitalista o socialista) en el espacio y en el tiempo. Esta filosofía del espacio incluye el análisis del espacio carcelario y el urbano como “geometría enajenada”.
Otro ejemplo: la conquista de la luna por parte de soviéticos y norteamericanos a Revueltas le parece la manifestación de como el Hiper-Estado de control mundial impone el tiempo sobre el espacio, la ilusión de la infinitud espacial y temporal como ideologización del poder alotrópico supra-sistémico.
También es destacable la crítica al urbanismo que hace Revueltas, en la cual reivindica el “derecho a la calle” como una forma de concebir a los urbanitas distinta a la de “objetos regimentados” como lo hace el Estado. Dice Revueltas: “El derecho a la calle y el derecho a la ciudad todavía no resuelven por sí mismos la complicada problemática de la ciudad, pero ya son un comienzo en que se principia por asumir la problemática de la libertad (…) esencia real del hombre”.
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Es así como tenemos a dos autores que se retroalimentaron, que se enriquecieron uno al otro y cuyas reflexiones son una invitación a la puesta en marcha de una praxis individual y colectiva transformadora, que supere el pensamiento sistemático y esquematizado; son filósofos esperanzados que proponen una filosofía desesperanzada. Que no cultivaron el dogmatismo sino el pensamiento libre; que supieron criticar al marxismo sin dejar de ser auténticamente revolucionarios.
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