La oscura tarde de un sábado de mayo llegó a mis manos Cuando hablábamos con los muertos (Montacerdos, 2013) de Mariana Enríquez, un volumen que en sus poco más de cien páginas recopila tres relatos distintos, pero que fácilmente podrían leerse como novela. Recomendado y entregado por mi querida amiga Javiera Manzi, socióloga y por estos días asistente en la editorial Montacerdos, la escritura de Enríquez entró lentamente como por un callejón desolado en este repentinamente frío otoño santiaguino. Y es que hay en los tres relatos presentados una línea que recorre el libro completo y que pone en evidencia los más lóbregos domicilios de una historia latinoamericana compartida que no ha dejado ni deja aún hoy de volver: son los muertos, nuestros muertos, los desaparecidos, nuestros desaparecidos, que siguen recorriendo las calles de las ciudades que los dejaron.
En la escritura de Mariana Enríquez, en cada una de estas tres historias, los cuerpos (los que están y los que no) son una pieza medular en su arquitectura. Ya como presencia, ya como ausencia, casi de manera espectral (en el sentido que Derrida le daba al hablar de Marx), los cuerpos que recorren un Buenos Aires que muchas veces se parece poco a Buenos Aires son parte de una marca que, como historia cíclica, aparecen y reaparecen para volver a desaparecer. Ya sean cinco niñas reunidas en una habitación en secreto para jugar a contactar espíritus, los archivos de un Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, o el rostro desfigurado por el fuego de una mujer que mendiga en los vagones del metro de la ciudad ―“no estaba juntando para cirugías plásticas, no tenía sentido, nunca volvería a tener una cara normal, lo sabía” (28)―, los cuerpos desaparecidos, desfigurados, maltratados, deformados, acribillados o violados reaparecen como marcas de una sociedad que pareciera poco a poco perder el asombro (pero nunca la indignación) ante la falta de alguno de los suyos.
Quizás la más patente de las formas que reaparece en un evidente trazo que nos lleva a la historia reciente de Argentina ―y cuando digo Argentina debiese quizás decir América Latina―, es en el relato homónimo al libro y el que abre la lectura. En él, cinco amigas deciden jugar a la ouija para contactarse con los espíritus. Pero ese juego, que en un comienzo parece completamente ingenuo, toma un tinte diferente con la petición de Julita, una de las chicas, para contactar a sus padres desaparecidos. “Todos sabíamos que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido” (15-16) nos dice la voz de la narradora, y es quizás esa primera confesión el punto desde el cual la urdimbre que Enríquez traza toma un aire que inunda rápidamente no sólo su escritura, si no nuestra también situada lectura. “Estaban desaparecidos. Eran desaparecidos. Nosotros no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así hablaban sus abuelos” (16). Y es que la falta de palabras para nombrar lo que nos acontece pareciera ser parte del sino de nosotros los latinoamericanos: obligados a pensar estas marcas-cicatrices que nos componen, nos rebelamos como el Calibán de Shakespeare y maldecimos con una lengua que no es nuestra. Pero, aunque se crea, no hay ingenuidad en el relato de Mariana Enríquez. Aunque no se sepa nombrar de manera correcta (como si hubiera algo así como una manera correcta de nombrar), la realidad a la que se apunta es para todos los personajes clara: la ausencia de los padres no es producto de su escape ni de su huida. “Se los llevaron”, dicen los abuelos, y las niñas saben perfectamente que el sujeto ausente ahí no son los padres, sino sus captores. Una ausencia que sólo la búsqueda de otros espíritus ausentes puede ayudar a saldar.
Las ausencias de los cuerpos reaparecen en Chicos que vuelven, el relato que cierra el libro y también el más largo de los que lo componen (abarca casi la mitad del volumen). Ambientado en los archivos de una repartición estatal en la cual se organiza la información sobre los niños, niñas y adolescentes desaparecidos (y donde sus familiares se acercan para entregar y buscar nuevas informaciones), la historia sigue a Mechi, funcionaria de dicha repartición, y su amigo y ocasionalmente amante Pedro, un periodista investigador que los vericuetos de la vida llevan a trabajar casos de desapariciones. Debiese aquí, y en adelante, hablar en realidad de desaparecidas, “porque la mayoría de los chicos que faltaban eran en realidad chicas adolescentes” (48). Y si bien gran parte del relato trata sobre las desapariciones y la imposibilidad o dificultad de sus encuentros, quizás lo más significativo ocurre cuando, a partir de un inesperado encuentro de Mechi, una de las desaparecidas vuelve, y lo que ese regreso anuncia no es más que la aparición, poco a poco y en los parques de la ciudad, de todos los chicos y chicas desaparecidas y desaparecidos. Grupos de niños y niñas que comienzan a poblar dichos lugares como presencias indeseadas, espectrales, como marcas de un pasado que es quizás ineludiblemente presente. Estas apariciones, vistas en principio como una bendición, poco a poco nos van retrayendo a la misma realidad que, quizás meses o años antes, expulsó a esas chicas fuera de sus hogares. “Yo no sé quién es esta, pero no es mi hija” (82) es una frase que se repite en distintas bocas, pero que evidencia la amenaza que la recuperación de estas desaparecidas representa. Vaciadas de contenido (en una probable metáfora de lo que son en efecto las desapariciones forzosas), las chicas que regresan lo hacen tal como se fueron, pero diferentes. No ha pasado el tiempo por sus cuerpos, pero el regreso de esa presencia ya no es nunca lo que fue. Y nuevamente leemos “eso no es nuestra hija” (98), “te fui a ver pero no sos vos” (99). Es esa indiferencia, quizás, lo que hace a las desaparecidas aparecidas nuevamente desaparecer. Esta vez, eso sí, en grupo, en manada: “Mechi sintió entonces que no eran chicos, que formaban un organismo, un ser completo que se movía en manada” (106-107). Y es quizás esa manada su única posibilidad de volver.
Dejo para el final Las cosas que perdimos en el fuego, el segundo relato del libro pero el que me parece más pertinente para leer el momento actual. En él se nos muestra, a partir de la historia de Silvina, una realidad que, desde casos de violencia machista muy cercanos a los que cada vez más conocemos en este movilizado otoño chileno de 2018, un movimiento de mujeres que con aires sacrificiales transforma poco a poco el rostro de la sociedad que las ataca. Una sociedad en la cual el grito desesperado de “BASTA DE QUEMARNOS” (33) deviene rápidamente en organización y en acción. El caso que desencadena la historia es el de Lucila, una modelo asesinada por su novio, el futbolista Mario Ponte, quien, luego de una pelea, “le había vaciado una botella de alcohol sobre el cuerpo ―ella estaba en la cama― y, después, echó un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo” (31). Es esta historia terrible de violencia lo que da pie a la organización de Mujeres Ardientes y el comienzo de las hogueras. Son mujeres que, voluntariamente y de manera clandestina, deciden quemar sus cuerpos y desfigurar sus rostros con el fuego. Eso es Mujeres Ardientes, mujeres que deciden tomar su destino y su cuerpo en sus manos y hacer con él lo que la violencia de los hombres ha hecho con ellas por siglos: quemarlo, desfigurarlo, alejarlo de cualquier interés, de cualquier mirada de deseo masculina. “Les cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos quemaron durante cuatro siglos!” (40), y es en ese arder propio y decidido que, como una marea imparable, las mujeres de la ciudad apuestan por una belleza que no es apología del dolor, sino quizás la única decisión posible ante tanta violencia y crueldad: “sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” (41).
Las cicatrices, los cuerpos, las apariciones y desapariciones tienen un largo trayecto en nuestra historia y nuestra biografía en América Latina. Pero también, como ellas, largo recorrido tienen las manifestaciones que, desde distintos ángulos, han buscado recomponer, reunir, suturar las separaciones forzadas de nuestra historia; no como armonía ni como limpieza, sino como cicatriz que se luce todos los días. Ya fuere en los Siluetazos argentinos que comienzan en 1983, o en los carteles chilenos de “No me olvides” de Mujeres por la vida de 1988, pareciera que esas ausencias se marcan en la historia con las manos y la acción de organizaciones que ahora y desde siempre mantienen vivo el grito que no se rinde ni silencia ni enmudece, sino que mantiene, cobija, resuena. Basta quizás callar un momento y escuchar.
La tarde que este libro llegó a mis manos, franqueados por el té y el jengibre, hablamos de los viajes y del tiempo, de cómo cambia la gente, del amor y los proyectos, de la perpetua capacidad de experimentar y transformar, de la necesidad eterna del recuerdo para poder construir. Quizás la escritura de Mariana Enríquez nos permita también, en el marco de nuestras ausencias y nuestras presencias, ayudar a construir el encuentro que los muertos, nuestros muertos, esperan.
«Cuando hablábamos con los muertos»
Mariana Enríquez
Montacerdos ediciones
2013
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[Portada] Fotografía de Vito Rivelli.
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