Espacios, tiempos y cuerpos de mujeres coexisten en los disparos de la fotógrafa feminista 1. Su propuesta está situada en aión antes que en chronos. Un tiempo cíclico, un tiempo que circula en revueltas de mujeres. Un tiempo que dura, perdura, se lía en formas circulares, en espiral, tal vez. Una duración conforma la lucha de las mujeres en contextos nuestroamericanos. Antes/ después/ ahora. Pero no es lineal lo que se nos dona en las imágenes, es una provocación para que percibamos ese continuum luchador, batallador que no se detiene, que no se da respiro. ¿Bregar feminista inacabable, incansable? El tempo en color. Cuerpo de muchacha saltando vallas policiales, entre lentes de máquinas, paso volador de una mujer joven resiste las prohibiciones citadinas; el enunciado que alude los dichos del ministro, ridícula autoridad vergonzante de turno en manos de una jovencita radical: “las pequeñas humillaciones”; una y otra vez los cuerpos marchantes y sus potencias afirmativas en franca, abierta exposición para lo político: entrepiernas sangrantes, gestos para la deconstrucción de lo normado, lo regulado en prácticas heterosexuales asfixiantes, maternidad obligatoria, violación en patota, la vida en su frágil línea roja; los rostros mirando de frente, ojos pintados de carmesí, a la manera de un antifaz, o de pétalos que cubren la visión dolorosa, mano teñida de rojo sangre, la visión y el tacto manchados en esa conciencia de la violencia estructural allí, aquí; una bofetada en pleno rostro, marca del golpe en granate, mancha indeleble. Hacer frente a la condensación de la violencia patriarcal desplegada en el tiempo interminable, por ello el ímpetu político quiere la transformación de lo que nos rodea, acabar con el patriarcado capitalista, racista, colonial, acosador, maltratador, abusador, expoliador de las mujeres. Utopía deseante encarnada, incardinada hoy. En blanco y negro. Las imágenes que duelen porque la memoria no ceja de pulsar en su latido de respiración sonora, agitada. Mujeres de rostros tristes, graves que se aglutinan en piños pequeños, brazos que portan las fotos de los detenidos desaparecidos y la pregunta deviene eco sostenido: “¿Dónde están?” No es la masividad juvenil, es la reunión veloz, instantánea, oprimida por la llegada de la represión policial secreta o pública, la que se mimetizaba y estaba allí para torturar, asesinar, desaparecer. Tempo de sangre tirana, de clandestinidad, de lo público mujeril en pantallazos, en escenas rápidas, nerviosas, urgentes. Rostros de mujeres con determinación feraz: esta lucha no se detendrá. Duración, continuidad, permanencia. Las mujeres en sus visos proletarios, curtidos por la pobreza a mansalva, sus bocas desdentadas, sus risas robadas a la pelea cotidiana: “pan, trabajo, libertad ahora” y la cacerola sonando en su hambre. En las calles céntricas mujeres por la vida porque la muerte acechaba con su pesado paso. La joven mujer, que oculta su rostro, frente a la barricada en alguna pobla periférica, en actitud decidida, armada con palos, el respaldo de una cama, un catre del cual pende la espoliada bandera chilena. La imagino artífice de esa materia para el fuego. Todo es para arder, arder, arder. Quemarlo todo para manifestar el rechazo radical a la dictadura milica, neoliberal, patriarcal, su violencia arremetedora. Kena Lorenzini nos arroja estas imágenes desde su lente feminista, para hermanar con inusitada fuerza política ―en tiempos y espacios de este frágil país―, la interminable labor luchadora de las mujeres, las feministas, las de izquierdas múltiples, las de mayo-junio del 2018, las del febril Chile dictatorial.
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