Un cementerio nunca consigue agotar todas las posibles interpretaciones que establece con la ciudad, su anverso absoluto y paradójico. La necrópolis, expulsada de los grandes centros urbanos, de sus relatos asépticos y triunfalistas, casi siempre crece rodeada de hospitales, psiquiátricos y el trajín de los barrios populares. La locura, la enfermedad, las clases bajas y la muerte circundan el nacimiento del cementerio decimonónico que, en la medida de que la ciudad crece, se incorpora de pleno derecho al centro histórico de la ciudad.
En Morir en occidente el historiador francés Philippe Ariés investiga el devenir de las actitudes que una parte significativa de la cultura europea desarrolla ante la muerte. Uno de los puntos que ilumina su obra consiste en recordarnos que a pesar de que morir parecería ser el más atávico e inmemorial de los fenómenos culturales algunos de los ritos fúnebres que practicamos hoy son relativamente recientes: “El culto moderno de los muertos es un culto del recuerdo relacionado con el cuerpo, la apariencia corporal. Hemos visto cómo surgió en el siglo XVIII y cómo se extendió al XIX. Su sencillez sin dogma ni revelación, sin el elemento sobrenatural y casi sin misterio, hace pensar en el culto chino a los antepasados. Asimilado tanto por las iglesias cristianas como por los materialismos ateos, el culto a los muertos se ha convertido hoy en la única manifestación religiosa común a incrédulos y creyentes de todas las confecciones”.
Mucho más al sur de los planteamientos de Aries la cultura funeraria latinoamericana tiene una tradición propia, compleja y fascinante. La intrincada madeja que conforma la mortaja sudaka posee elementos indígenas, rurales y modernos que podrían tener a la fiesta mexicana de los muertos como principal referente ―elevado no hace mucho a fenómeno cinematográfico mundial por la película “Coco” de Pixar.
Hoy, a punto de trasponer las dos primeras décadas del siglo XXI, la relación popular de los deudos con sus difuntos permanece más viva que nunca. En este nuevo panorama conviven animitas de concreto y cibernéticas, familias que celebran los cumpleaños de sus muertos adornando con globos y serpentinas las sepulturas, técnicas de impresión que graban la imagen a color del fallecido en lustrosas lápidas y conjuntos de músicos que entonan las canciones favoritas del difunto/a.
Esto y más capta Tito Mariátegui a través de esta hermosa serie fotográfica tomada en el cementerio de Nueva Esperanza, un recinto ubicado en el distrito de “Villa María del triunfo” en Lima. Fundado en 1961 para ser ocupado por los migrantes de otras provincias el reciento cuenta con más de un millón de nichos. Es curioso que esa misma década la idea de un Macondo peninsular rondara la cabeza de José Arcadio Buendía en el primer capítulo de Cien años de soledad y que ante la negativa de Úrsula le argumentase aún con la idea fija de mudar el pueblo a la costa una verdad del porte de un galeón: «-Todavía no tenemos un muerto (…) uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra». La matriarca no demoró en doblar la apuesta y respondió tajante: «-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí. Me muero». Pero mucho antes del pelotón y la pelotera la propia fundación de Macondo está ligada a la muerte de Prudencio Aguilar y su sediento fantasma. Esa muerte, la del trashumante latinoamericano empujado por las hojarascas del capital es de algún modo la que el obturador de Tito captura con oficio en esta muestra. Mirar cada uno de los encuadres que propone el fotógrafo nos permite penetrar la belleza abrasiva de los ritos fúnebres actuales además de pensar en el vínculo imperecedero y siempre fluctuante que establecemos con el antiquísimo, inquietante y cotidiano hábito de perecer.
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