Hoy: Pixar
No parece haber duda. Corren tiempos en los que grupos terraplanistas y brotes de células neofascistas (por nombrar secuencias delirantes) se pronuncian en el espacio público. Por si esto no bastara como prueba irrefutable de la decadencia humana está, bueno, casi todo lo demás; lo de siempre y ahora por lo visto algo peor: la novedad ―término paradójico para describir ideas que se alimentan de la tradición, sino de lo abyecto al menos de lo patético― en el caso del grupo que asegura que la tierra es plana con argumentos tan peregrinos como exponer que la mayoría de las imágenes del planeta son representaciones digitales.
Lo claro sería decir, en cualquier caso, que no existe una promesa legítima de progreso que provenga del capital. La explotación se reproduce, se reinventa, se desplaza geográficamente, pero jamás se inmola. Y, dado que las condiciones de esa explotación tampoco parecen haber cambiado todavía sigue siendo importante ―y tremendamente rentable― que la masa permanezca idiota, maleable, moldeable. Es por eso que la cultura continúa siendo un campo de batalla tan relevante como necesario.
Entrando al primer cuarto de siglo no se puede sino admitir cierta ingenuidad en el imaginario hegemónico que durante buena parte del siglo XX fantaseó con un nuevo milenio repleto de autos voladores, replicantes existenciales, apocalipsis robóticos programados por Skynet, o la posibilidad de que alguna potencia implementara un programa espacial que iniciase la era de las odiseas en lo profundo del cosmos. En cambio, el neoliberalismo planetario fue mucho más anodino y menos espectacular en su devenir. Hoy hay redes sociales, teléfonos inteligentes y tarjetas de crédito con chip circulando en medio de crisis migratorias, miseria, racismo, machismo, lesbo y homofobias, entre muchas otras pestes. En ese sentido el porvenir del capitalismo (patriarcal y teológico) se sigue pareciendo mucho más a casi cualquier capítulo de Los Simpsons, la única representación (animada) que desde los noventa viene augurándonos que no debiésemos esperar mucho del futuro, dadas las condiciones actuales. Futurama, del mismo Matt Groening tampoco lo hace mal imaginando un porvenir terciarizado y de vocación mercenaria tanto para terrrícolas como para extraterrestres y mutantes.
Las teorías de fans podrían ser un equivalente de este fenómeno de eterno reflujo histórico dentro del imaginario cultural global (es decir, hegemónico). Diseccionar su dinámica permite echar un vistazo a la interacción actual entre el público global y los productos culturales masivos a través de internet. Estas especulaciones de la ficción, enrevesadas o a veces prolijas y sorprendentemente bien planificadas, proliferan de la mano de la especialización en el consumo de la primera generación neoliberal que hoy cumple entre tres y cuatro décadas. No deja de ser interesante, y ya se verá por qué, que una de las teorías con mayor resonancia del último tiempo postule que todos los personajes de Pixar se encuentran conectados sutilmente en una sola línea cronológica.
Este nuevo nicho creativo, cuya ascendencia directa habría que ubicar en las teorías conspirativas ―que han encontrado en internet un descomunal caldo de cultivo―, practican una curiosa inmersión en los mundos de ficción que analizan. Se trata de una entrega absoluta y hasta cierto punto devota al universo en el que se insertan de forma más o menos parasitaria. De este modo el mundo narrado queda determinado por la peripecia y los posibles desenlaces de las tramas, elidiendo por completo el mundo material en el que las obras se inscriben y a través del cual articulan los planos de significación discursiva que proponen. Según esto las preguntas acerca del contexto de producción no son tan sólo irrelevantes, sino que informulables. La reflexión en torno al imaginario hegemónico, algo que podríamos llamar el valor de uso de la ficción, es desechada y reemplazada por el valor de cambio que adquiere la especulación a partir de los mecanismos de narración dentro de un universo hermético e incontaminado. Además, el proceso de decodificación del objeto discursivo cultural (película, cómic, canción, noticia, etcétera), bajo la lectura de estas teorías de fans, suspende (o se le hace suspender) su valor simbólico de bien cultural, su posibilidad alegórica para la decodificación interpretativa y su, si es que la tiene, manifestación crítica inconsciente. Y, sin embargo, una buena teoría de fan incorpora una lectura pormenorizada de las fórmulas que explota determinada saga. A contrapelo, pero al mismo tiempo usurpando ejercicios similares de interpretación, quisiéramos (jugar a) desentrañar la constelación ficcional de los posibles sentidos políticos de algunos discursos culturales masivos. Tomándonos tan en serio ―como en broma― este signo de los tiempos que corren, nos hemos propuesto pergeñar estas hipótesis críticas: calugas que, casi, podrían leerse como anti-teorías de fans. Teorías de p(A)nx en el mejor de los casos.
Caluga de Natre: Monsters Inc. (2001, Pixar) es un vuelco desde la «seriedad del terror» hacia la «explotación de la risa».
Nadie dudaría que Pixar supone un cambio de paradigma desde su primer corto animado (Luxo Jr., 1986). Sin embargo, sólo porque es interesante mosquear, comentaré, muy brevemente, una mirada.
En Monsters Inc., el mundo social de los monstruos se nutre de energía producida mediante la explotación de los gritos de terror de las/os infantes del mundo social humano; esa explotación industrial está en déficit, dada la invulnerabilidad «actual» de la infancia respecto del terror generado por la monstruosidad «infantilizada» que implican las corporalidades monstruosas del mundo social de los monstruos y, sobre todo, porque el mundo «actual» humano está atravesado de otros tipos de terror más inmediatos y escalofriantes, a los que el señor Waternoose no alude directamente: ¿se referirá a las dictaduras, a las guerras bacteriológicas, a la bomba H, a las violaciones cotidianas o sólo a Internet?
Frente al déficit, Randall diseña una maquinaria «extractora de gritos de terror», secundado por el presidente de la junta de la compañía (Inc.), el señor Waternoose, cuya posición tambalea en la Monsters Incorporated (“sustos que dan gusto”, señala en el doblaje latino el lema de la compañía); esta máquina causa el pavor incluso entre monstruos como Mike Wazowski que, demás está decir, es en todo momento la monstruosidad cómica.
Descubierto el plan y echado por tierra, las vicisitudes que viven James Sullivan, Mike y Boo (la niña humana, que conmueve hasta el tuétano por su participación contaminante en el mundo social de los monstruos) permiten evidenciar que la risa infantil produce muchísima más energía que el terror. Una energía que deja perplejos a los monstruos, alienados en su modo de vida, arrastrado de generación en generación 1.
Así, secundados por la CDA (Child Detection Agency; agencia secreta de policía que por una letra no es la CIA) del mundo social de los monstruos, se pasa de la explotación violenta y atemorizante de los gritos a la explotación «buena onda», simpática y amena de la risa.
¿Hacia dónde quiere llevar Pixar, ya en el 2001, nuestra reflexión como latinoamericanas/os? Acaso, ¿la globalización y el liberalismo son la explotación en buena onda, respecto del esclavismo extraccionista del capitalismo temprano (mediados del s. XIX hasta fines del s. XX)?
Tarea para la casa: sonríe o ríe a carcajadas, junto con hacer bien para la salud, alguien lucra con ello.
Caluga de Maggi’s: Toy Story (1995, Pixar)
Uno de los fenómenos culturales masivos que redimió la cinematografía de la década de los noventa fue el auge de la animación digital que propuso Pixar de la mano de Toy Story, su aplaudido debut en las salas de cine globales. Ese mismo año el dominio de Disney exhibía sus primeros síntomas de agotamiento. Prueba de ello fue el estreno de Pocahontas (1995) con todo y su exotismo nativista fallido.
Que el gigante de la animación tradicional haya adquirido hace relativamente poco lo que para esa fecha era un estudio en ciernes (que buscaba distanciarse del legado del imperio del ratón Mickey), regresando con insistencia a la fórmula del musical y las princesas, parece apoyar la hipótesis de un nuevo jirón en la sinuosa espiral por la que nos despeñamos. Dentro de este reciente periodo de fusión entre ambas compañías se pueden destacar películas como Frozen (2013) que fue la que más notoriamente se ciñó a la fórmula clásica y obtuvo un éxito rotundo junto a otras producciones que ensayan una suerte de género híbrido incorporando el musical (después de todo Disney también es una emisora de radio global) pero en narrativas con cierto enfoque multicultural como Moana (2016); y Coco (2017) ―una película que se ha convertido en un ícono anti Trump― junto a otros títulos desarrollados exclusivamente por Disney como La bella y la bestia (2017) un live action de soft porn zoofílico como fue descrita con acierto por una fuente anónima ―y protegida― a estos traficantes de calugas.
Sin embargo, un examen a la ópera prima del estudio de animación, Toy Story, puede mostrar algo así como una “estructura de sentimiento” que prepara el ascenso de los supremacistas blancos al poder. Este concepto que acuña el teórico neo marxista Raymond Williams, se refiere a la articulación discursiva que expresa una posición, muchas veces determinada por la clase, al interior de la cultura en un contexto. Una de las claves de su posición teórica consiste en trascender la concepción abstracta de la cultura que propone la noción de superestructura de la tradición marxiana ortodoxa, por considerarla un remanente del idealismo hegeliano. De este modo, para el autor, lo estético y lo político están tramados de manera inexpugnable bajo este término cuyo dinamismo invita a analizar las formas en que el sentimiento es pensado y el pensamiento es sentido a través de la cultura.
Estrenada en plena expansión del modelo neoliberal, Toy Story presenta una actitud contraria al auge de este modelo económico en el que percibe ―y no se equivoca― una amenaza a la estabilidad que entraña la promesa de seguridad del american way ―un dispositivo cultural de probada eficacia―. Lo hace a partir de la figura de los juguetes que padecen la acelerada obsolescencia del mundo posmoderno y la consiguiente instauración de un régimen económico especular y fluctuante. Esa es la razón por la que el miedo al reemplazo por un modelo más reciente sea una clave temática de la película. Incluso una vez resuelta esa premisa persiste el mismo temor al abandono representado mediante el camión de mudanza presentado como un nuevo obstáculo que los protagonistas deben resolver.
Es dentro de este universo vertiginoso e indolente dominado por máquinas expendedoras de juguetes repletas de marcianitos de tres ojos, uniformes, indistintos, obedientes súbditos de la «garra» ―ya no tan invisible― del mercado y legítimos predecesores de los Minions, desde donde surge una muy sintomática representación del antagonista en el capitalismo global. Sid Philips, el vecino, es un antagonista que conjuga con cierta nitidez algo que podría denominarse el terror al vecino endógeno (el pistolero que cada tanto dispara contra la multitud, pero también la amenaza que supone un sujeto sencillamente «no caucásico» para un sector de la población) con el miedo al enemigo exógeno, que introduce algunos elementos semánticos como la tortura y el uso casi voluptuoso de explosivos como un alcance al estereotipo del terrorista de oriente medio, es decir, al enemigo exterior más importante del imperio estadounidense durante esa década.
Frente a este panorama en descomposición, el film recurre a dos mitologías épicas, iconográficas y globales del nacionalismo ―e imperialismo― gringo representadas por el vaquero del salvaje oeste que es Woody y el astronauta futurista que leemos en Buzz Lightyear en alusión al triunfo de la carrera espacial en los ochenta de la Guerra Fría. No está demás decir que ambos personajes son al mismo tiempo mitos cinematográficos del siglo XX que encarnan el proceso de conquista y ascensión del imperio yanki. El primero, el cowboy (cuyo paradigmático western está enquistado en los modos de ser, pensar y sentir de múltiples humanos, pistola en mano), sobre los pueblos indígenas y el segundo, el astronauta ―funcionario del Comando Estelar: policía intergaláctica del expasionismo colonialista «triunfal» del neoliberalismo gringo (“To infinity and beyond!”), sobre los enemigos políticos externos en la fase de consolidación global. Imagos dilectos de la cultura hegemónica y al mismo tiempo figuras favoritas del nacionalismo estadounidense, Woody y Buzz son los líderes de un universo en inminente decadencia.
Los juguetes antiguos, los que se acumulan de la primera infancia como la pizarra, o aquellos efímeros a la moda ―aunque hoy sean consumidos bajo la laca entrañable del «clásico»― como el dinosaurio (Rex) o el señor Cara de Papa, son rescatados de su monótono e irreversible declive por estos héroes de un mito estadounidense de grandeza que hay que recuperar a como dé lugar.
Hoy, una lectura de una estructura de sentimiento nostálgica podría explicar en parte el auge del supremacismo blanco en el poder bajo la consigna de “make America (sic) great again”. Esto no quiere decir que exista una causalidad mecánica que vincule la película con el Ku Klux Klan, por decir algo exorbitado. Sucede que el dinamismo y la complejidad de los fenómenos culturales escapa por completo a estas ecuaciones lineales. De hecho, parece posible que la campaña del demócrata Bernie Sanders llegase a una conclusión propagandistamente similar desde el ala más progresista del espectro político gringo. Sin embargo, se puede elucubrar (eso es lo que se propone esta caluga al menos) que la capitalización política del profundo malestar con el proceso de tercerización que padeció el grueso de la población estadounidense ―y el resto del mundo sometido a la economía de mercado― está arraigado mucho antes de la nefasta aparición de Donald Trump en el mapa electoral yanki.
Perfil del autor/a:
Notas:
- En Monsters University [2013, Pixar; precuela de factura posterior], se observa claramente la larga raigambre de la empresa del terror que ha llevado a cabo la sociedad de monstruos, explotando el mundo humano. También, es evidente el modelo de american way, dado que frente a la expulsión de la universidad, James y Mike ingresan a Monsters Inc. como estafetas, para ascender, mediante el principio de la «meritocracia», hasta asustador e ingeniero, respectivamente. El camino está apenas trazado, porque, el vuelco «revolucionario» que se da en Monsters Inc. ya ha sido puesto en el tablero de las recepciones