El 1 de septiembre de 1968 el presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, rindió su Cuarto Informe de Gobierno ante el Congreso de la Unión, en el cual hizo alusión a los disturbios y manifestaciones encabezadas por estudiantes universitarios en diferentes instituciones de la República. Su postura fue contundente al decir que:
Se ha llegado al libertinaje en el uso de todos los medios de expresión y difusión: se ha disfrutado de amplísimas libertades y garantías para hacer manifestaciones, ordenadas en ciertos aspectos, pero contrarias al texto expreso del artículo 9º constitucional; hemos sido tolerantes hasta excesos criticados; pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico, como a los ojos de todo mundo ha venido sucediendo; tenemos la ineludible obligación de impedir la destrucción de las fórmulas esenciales, a cuyo amparo convivimos y progresamos.
En otro comunicado Díaz Ordaz afirmó que los estudiantes universitarios eran “jóvenes privilegiados”, y que por su condición no tenían nada que cuestionar a las instituciones gubernamentales. Por el contrario, al pertenecer a un grupo social acomodado sus deudas con la nación eran mayores, así que debían ejercer su libertad con responsabilidad en beneficio de la Patria (Mensaje del presidente Díaz Ordaz a los jóvenes de México, 17 de junio de 1968).
A partir de estas referencias se vislumbran dos aspectos que me gustaría discutir y que estuvieron presentes en toda América Latina. El primer tema a destacar es que los estudiantes de los movimientos de 1968 efectivamente pertenecieron a la clase media, la cual emergió mayoritariamente en el auge económico de la Posguerra. Su acción social, además de descalificar los gobiernos de turno, puso a discusión la legitimidad del quehacer político concentrado exclusivamente en las manos de la oligarquía. El segundo aspecto tiene que ver con la postura de la clase política la cual no toleró la idea de que el status quo se viera afectado. Es así como se observa en Latinoamérica la imposición de regímenes autoritarios que actuaron con toda libertad para obtener el orden público, principalmente a través del uso de la violencia.
Sobre lo que se ha escrito de los movimientos estudiantiles en América Latina, quiero decir lo siguiente. Grosso modo, en los años sesenta y setenta hubo una tendencia por estigmatizar a los jóvenes como criminales, comunistas o imitadores de las modas en Estados Unidos y Europa, lo cual minimizó la importancia de su movilización. Ésta fue la visión oficial de los regímenes oligárquicos cuyo principal respaldo fue la prensa nacional e internacional. Por otro lado, en los años ochenta, con un limitado acceso a las fuentes primarias que constataran las acciones autoritarias, la visión sobre los estudiantes cambió. Según el trabajo de Eugenia Allier Montaño (Memory and History of Mexico ‘68), de criminales pasaron a héroes, a seres incorruptibles por la ambición del poder y como agentes activos de un posible cambio ideológico y de régimen.
Existe otra postura que toma como punto clave las actividades económicas de América Latina, las cuales tuvieron influencia directa en el modus operandi del Estado (se destaca en esta línea el trabajo de Soledad Loaeza, México 1968: los orígenes de la transición). El autoritarismo, juzgado por aquellos universitarios, no se puede entender si no se hace una revisión al proceso económico de la Posguerra y al reconocimiento de los agentes que se beneficiaron. A partir de ello, me surge la siguiente conjetura: el movimiento estudiantil de 1968 fue una lucha de clases, donde los jóvenes aprovecharon la coyuntura política nacional e internacional para desestabilizar el poder de la oligarquía y adquirir mayor intervención en el quehacer político.
Ante esto, es ineludible aplicar el concepto de lucha de clases, el cual tiene sus orígenes en la teoría marxista. Adaptaré esta categoría en el contexto latinoamericano, por lo que es menester revisar el sistema económico que se gestó a partir de la Guerra Fría (1949). Ésta brotó de la polarización internacional entre las potencias de los Estados Unidos y la Unión Soviética, en cuyo esquema Latinoamérica fue clasificada como tercer mundo al no pertenecer a ninguna de estos bloques. A pesar de ello, adoptó el modelo hegemónico de EE.UU. debido a su posición geográfica y al capital que recibió durante su proceso de industrialización a finales del siglo XIX. Asimismo, cuando culminó la Segunda Guerra Mundial, nuevamente recibió inversiones norteamericanas en los sectores de agricultura, ganadería, minería, manufactura y en la extracción de petróleo (este tema lo desarrolla, entre otros, Celso Furtado en La economía latinoamericana). Esta ampliación industrial generó más empleos sobre todo en las metrópolis, lo cual ocasionó migraciones del campo a la ciudad.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos consolidó su presencia en las actividades económicas latinoamericanas. Por mencionar algunos ejemplos, la empresa estadounidense United Fruit Company intervino en la producción agrícola de toda Centroamérica. Otra empresa estadounidense, clave en el manejo de los recursos de países como Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Uruguay y Venezuela fue la Standard Oil, cuya función fue extraer, refinar, transportar y comercializar el petróleo, por lo cual también se invirtió en tecnología e infraestructura para su proceso y transportación.
Un caso que debo matizar es el mexicano, pues aparentemente no tuvo una intervención norteamericana tan evidente en las políticas económicas como en el resto de Latinoamérica. La clave está en la culminación de la Revolución Mexicana (1910-1920) que, con una insignia proteccionista disfrazada de valores revolucionarios, permitió al Estado impulsar y velar por los sectores agrario e industrial. Asimismo, durante las décadas de los cuarenta a los setenta, se apostó por la producción y el mercado interno lo cual generó crecimiento económico, sin embargo, las empresas nacionales no apuntaban hacia el exterior debido a la monopolización del mercado en manos de los Estados Unidos.
Todas estas actividades mencionadas trajeron una serie de contradicciones. Sólo por mencionar algunas, los países de América Latina no pudieron desarrollar un mecanismo autónomo de acumulación ya que su producción estaba monopolizada. Otra paradoja del sistema capitalista en América Latina fue la desigualdad económica entre el campo y la ciudad. Los campesinos siempre estuvieron en desventaja ya que se vieron obligados a abandonar sus pequeñas parcelas y trabajar en las grandes plantaciones por sueldos paupérrimos. Ahora bien, el sector de servicios como el comercio, comunicaciones, transporte y banca, entre otros, se encargaron de administrar lo que se producía en la campiña, por lo tanto, el beneficio económico se concentró en la ciudad, trayendo consigo la consolidación de la clase media, a la cual pertenecieron los jóvenes universitarios del 68.
Dichas vicisitudes propias de la tensión hegemónica no tardaron en provocar conflictos sociales que influyeron de manera directa en las movilizaciones estudiantiles, como lo fue la Revolución Cubana (1953-1959), cuya explosión significó un aliciente para que las naciones hermanas se unieran al socialismo.
Asimismo, se tienen dos eventos que fueron emblemáticos a nivel global en los movimientos estudiantiles. Tal es el caso de la Guerra de Corea (1950-1953), la cual consistió en una disputa entre capitalistas y socialistas. Por un lado, Corea del Sur recibió apoyo de las fuerzas armadas norteamericanas, y por otro, Corea del Norte tuvo el amparo de China y la Unión Soviética. También la Guerra de Vietnam (1955-1975) fue impulsada por el gobierno norteamericano con el fin de impedir la inserción de un régimen socialista. Este enfrentamiento se convirtió por antonomasia en el símbolo de la lucha por la libertad y el anticolonialismo.
Ante estos conflictos bélicos, producto de las contradicciones producto de la pugna de ambos bloques, se desató una crítica en la comunidad internacional. Los universitarios norteamericanos, por ejemplo, controvirtieron los valores de los dirigentes del status quo y la legitimidad del Estado. Varios jóvenes se rehusaron a combatir en Vietnam e hicieron del movimiento Hippie un mecanismo de repudio a la guerra. Asimismo se cuestionó la dinámica ideológica generada entre la URSS y los Estados Unidos, llegando a la perspectiva de que ambos ejes caían en un totalitarismo o un imperialismo, es decir, los dos bandos eran regímenes autoritarios (este tema puede profundizarse en varios trabajos; entre ellos, Ricardo Pozas, El quiebre del siglo: los años sesenta, y Herbet Marcuse, Soviet Marxism. A Critical Analysis).
Ante este contexto de crítica global al paradigma bipolar y el padecimiento en las naciones latinoamericanas, fue como los estudiantes emprendieron su movilización social. En un comienzo sus demandas parecerían tener una dimensión política limitada. Por ejemplo, en La Paz, Bolivia, alumnos, profesores y trabajadores realizaron marchas para reclamar la autonomía universitaria y denunciar la intervención militar. En Guayaquil, Ecuador, varios grupos estudiantiles apedrearon y quemaron autobuses debido a las altas tarifas del transporte público. En Argentina se exigió respetar las Reformas de Córdoba (1918) en las que se legitimaba la autonomía universitaria. Del mismo modo, en México se denunció la violación a la autonomía y se pidió la destitución de aquellos funcionarios responsables de las represiones. En Caracas, Venezuela, los estudiantes de la Universidad Central marcharon en contra de los recortes presupuestales. En Brasil, estudiantes de la Universidad de Río de Janeiro junto con el rector se manifestaron contra las reformas universitarias (Jeffrey L. Gould, Solidarity under Siege: The Latin American Left, 1968).
Mientras el Estado usaba la fuerza para desarticular los disturbios, las exigencias estudiantiles se complejizaron hasta convertirse en una piedra incómoda para el Estado. Por ejemplo, en Argentina y Brasil se revelaron en contra de las dictaduras militares y su fuerza represora. Del mismo modo, la izquierda comunista empezó a tener mayor presencia y aceptación en Chile, Uruguay y, en menor medida, en Perú, Colombia y Venezuela. La tendencia en América Latina fue denunciar el autoritarismo de la oligarquía, se exigió la libertad de los presos políticos, se criticó la ineficiencia de las reformas educativas, la falta de oportunidades laborales, la desigualdad social entre el campo y la ciudad, el uso de la fuerza policiaca y militar en defensa de su permanencia en el poder.
A través de brigadas, paros, uso de pancartas, repartimiento de volantes y folletos, reuniones en las plazas públicas y numerosas marchas, la clase media estudiantil se organizó paulatinamente al grado de generar la aceptación entre la clase obrera, ferrocarrileros, médicos, amas de casa, entre otros. La coalición de estos sectores sociales desafió la autonomía de la oligarquía en el quehacer político y en el control social.
Por otro lado, existen casos extremos en los que se buscó el cambio de la estructura de las relaciones sociales, como por ejemplo las guerrillas rurales emprendidas en Centroamérica y las guerrillas urbanas en Uruguay y Brasil; países donde las políticas económicas intervencionistas de los Estados Unidos estaban enfatizadas. Con todos estos actos se vislumbra un conflicto generalizado en América Latina: la lucha entre la clase media y la oligarquía.
Como mencioné en líneas anteriores, una de las características esenciales de la clase dominante es que posee el control de las estructuras económica, ideológica y política. La intervención de los trabajadores en estos menesteres es limitada o nula. Si trasladamos este elemento teórico en el caso latinoamericano, se aprecia que desde el inicio de su industrialización hasta los años sesenta del siglo XX, todas las decisiones políticas siempre se tomaron desde las altas esferas del poder y en ningún momento intervino el pueblo. Sin embargo, cuando los jóvenes de la clase media se organizaron para cuestionar a su gobierno y exigir instituciones más democráticas, tácitamente pidieron más espacio en los quehaceres políticos.
No obstante, la inclusión de la clase media pondría en entredicho la autoridad y la legitimidad de la oligarquía. “Al César lo que es del César” parece ser el adagio que resume todos estos actos de violencia sobre los universitarios. El Estado no iba a limitar su autoridad y a poner en juego los intereses económicos extranjeros que se cimentaron en regímenes como los de América Latina, por lo tanto, los jóvenes no tenían oportunidad para intervenir en las decisiones del Estado.
Los voceros de Estados Unidos advirtieron a la élite latinoamericana sobre el peligro que corría la seguridad nacional ante todas las movilizaciones sociales; debía de haber una respuesta firme. Si se atendían las peticiones de los jóvenes, era una muestra de debilidad por parte del régimen y daba pauta a que la sociedad impusiera sus condiciones.
Entre las medidas más comunes para mantener el status quo durante las décadas de los sesenta y setenta fueron los golpes de estado y dictaduras como en Argentina (1966-1973), Brasil (1964-1985), Chile (1973-1990), Uruguay (1973-1985), y un acto bastante polémico fue la masacre en Tlatelolco en la Ciudad de México, acaecida el 2 de octubre de 1968.
El caso mexicano es excepcional en el sentido de que la élite política, consolidada a partir de la Revolución Mexicana tuvo como respaldo la Constitución de 1917 para intervenir holgadamente en la vida social. La retórica de dicha élite consistió en que todos sus actos eran en pro de los intereses populares, como el progreso económico y la democratización. Lo cierto es que la oligarquía mexicana acaparó todo el poder político, limitó la participación social e hizo a un lado las peticiones de aquella clase media que emergió gracias a las políticas económicas impulsadas por el mismo Estado.
Después de la matanza en Tlatelolco, durante los años setenta surgió la Guerra Sucia, donde los militares y la policía actuaron para disolver cualquier movimiento de oposición política contra la oligarquía.
La reacción y violencia del sistema político latinoamericano fue una muestra de fragilidad y también de rigidez. Desde su perspectiva, todo cambio político debía surgir a partir del Estado, no del pueblo. A la oligarquía latinoamericana no se le podía exigir ni cuestionar pues solamente su iniciativa era válida. Es así como, las peticiones de la clase media, desde la lógica del presidente mexicano Díaz Ordaz, fueron excesivas e intolerables.
Perfil del autor/a:
Maestra en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Especialista en temas de evangelización en zonas de frontera durante el virreinato.