El pasado domingo 12 de mayo se celebró la sexta entrega de los premios Platino, que reconoce lo mejor del cine iberoamericano y que en sus ediciones anteriores a premiado trabajos tan variados como Gloria, Relatos Salvajes o El abrazo de la serpiente. La premiación, cuyo trofeo es una figura femenina que propone un contraste radical con el Óscar de la otra América, comenzó el 2014 con ocho categorías y este año tiene casi el doble. Entre ellas están: “mejor ópera prima de ficción iberoamericana” y “mejor miniserie o teleserie cinematográfica iberoamericana” (galardón que este año se llevó Arde Madrid, una serie que narra las escandalosas visitas de Ava Gardner a la capital española durante franquismo desde la perspectiva de los empleados que el régimen fascista infiltra para espiarla, creada y co-dirigida por Paco León, quien interpretó a María José/ José María en la igual de impresionante La casa de las flores nominada a la misma categoría).
Realizado en versiones anteriores en Panamá, Uruguay y España, este es el segundo año consecutivo que la Riviera Maya se adjudica para México la organización del evento. Es en esa locación donde Roma volvió, tal vez por última vez, a adquirir relevancia en una premiación internacional, ganando cinco platinos de los nueve a los que fue nominada: fotografía, sonido, guión, dirección y película. Es probable que también sea la última oportunidad en que Yalitza compita y pierda por su papel protagónico. Solo ha sido premiada una vez por su rol, y en cada nominación continúan surgiendo cuestionamientos que restan mérito a su trabajo argumentando, entre otras cosas, que no es actriz profesional. Por debajo de estas críticas corre una mal disimulada inquina que se horroriza ante la idea de que una docente india esté representando a México alrededor del mundo. Pataleta que olvida que Pedro Infante, máximo referente de la época dorada del cine mexicano, tampoco tuvo estudios de actuación. Sin embargo, la abismal diferencia que existe en términos de validación social entre la figura cinematográfica del mariachi y la de la india doméstica, a lo largo de los más de cincuenta años que separan sus iconografías, consigue evidenciar algunos miserables trazos del espíritu de nuestra época. Ahí precisamente está el detalle, como diría Mario Moreno.
Roma, la octava película dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón (1961), se convirtió en uno de los eventos cinematográficos significativos del año pasado. Nada raro si se considera el amplio radio que cubrió su estreno, cuya onda expansiva desbordó el ámbito fílmico y se tradujo en un cúmulo de efectos que no por tangenciales fueron menos relevantes en su consolidación como fenómeno cultural. De un lado, produjo un remezón a la industria tradicional del cine masivo al posicionar a Netflix en un puesto de avanzada en su aspiración por validar el catálogo de producciones que ofrece su plataforma de streaming en un circuito dominado por los grandes estudios. De otro, propició interesantes derivas críticas que iban desde el análisis de la historia detrás del metraje, a saber: la de la empleada doméstica de la familia Cuarón; hasta ambos polos de la fetichización en torno a Yalitza Aparicio, la joven actriz que encarna a Cleo, la protagonista de la cinta: ya sea aprovechando su imagen para promover una estética del consumo y la diversidad a través de multimillonarias campañas publicitarias; ya convirtiéndola en el foco de todo tipo de comentario racistas que de alguna u otra forma aludían a su origen indígena.
Es por esto, por lo otro, y por más que decidimos preparar este asedio a Roma, y salir a flanquear sus planos desde distintos ángulos de análisis y perspectivas críticas para así observar sus principales virtudes y defectos. Pero, por, sobre todo, para discutir los cruces entre cultura y política latinoamericana que permite desarrollar sus múltiples interpretaciones.
*Los dos textos que abren este ejercicio fueron compartidos por sus autores desde alguna de sus redes sociales. De ahí que no solo su tono, sino también su extensión, y sobre todo su posición en el tiempo respecto al estreno de Roma, difiera de los dos últimos que se encuentran redactados para la revista y fueron escritos en un periodo relativamente reciente.
Roma
Por Claudia Zapata
Hoy son los Oscare y como aficionada al cine que soy, me sentaré a observar con mis papitas fritas qué factores van a influir en las elecciones de este año, porque ya lo sabemos, el cine es contextual y de eso depende lo que pude tener mayor valor en un momento determinado: la calidad, la pertinencia, la necesidad de evadirse o la necesidad de posicionarse, etc. Por calidad prácticamente no hay competencia este año: Roma es con mucha distancia la mejor película, pues las que le podían hacer sombra quedaron fuera de carrera en las categorías principales (“Si Bale Street pudiera hablar”, “¿Podrás perdonarme alguna vez?” y “First Man”). Harta tinta ha corrido sobre Roma, harta crítica radical pobre también, de esa que pierde el norte al pedir a una cinta lo que no es (la voz de la mujer indígena en este caso), o exigir que la crítica social tiene que ser frontal cuando a veces es en lo oblicuo donde habita la riqueza (el resultado de eso es la trampa de leer literalmente un guión donde la complejidad radica en la forma, no en el contenido, por ejemplo, la cuestionada frase “te queremos Cleo”). Una pena que hasta ahora no se haya dado un debate más elevado en torno a sus limitaciones, que las tiene y que son complejas porque radican en factores externos de los que no se sacude ni la película ni nuestras sociedades en general. Como sea, no será nada de eso lo que defina hoy estos premios. Aquí todo el cuento es si la industria le va a dar o no la pasada a Netflix, cuyas películas han sido excluidas de las grandes ligas. Poner allí una pieza de arte como Roma es una movida audaz que hizo imposible replicar la indiferencia y queda esperar si concluye con éxito. En todo caso, más allá de Netflix, Roma merece todos los reconocimientos que puedan entregársele. (Dedos cruzados).
Roma
Por Lucho Villegas
Una de las películas del 2018 que más dio que hablar fue el séptimo largometraje del mexicano Alfonso Cuarón. No sólo por sus nominaciones y premios en los distintos festivales, sino que principalmente debido a la producción realizada por Netflix que detonó nuevamente el debate respecto al purismo de los festivales de clase A que sólo permiten películas que se estrenen en salas de cine. Ya se había encendido la mecha con “Okja” (2017, Bong Joon-ho) al no ser aceptada en Cannes por ser estrenada en Netflix, pero ahora la crítica ovacionó tanto a Roma que fue difícil evadir y no cuestionar los criterios para definir el Cine en base a su distribución y exhibición.
Además de lo interesante de la polémica la película en sí genera otras controversias y temas a discutir.
Fotografiada en blanco y negro por el mismo Cuarón, «Roma» es una compilación de recuerdos de la infancia del director, recuerdos ligados a su familia en Ciudad de México, aunque el rol protagónico lo toma Cleo, la nana de origen mixteca que silenciosamente es uno de los soportes familiares. Así presenciamos la separación de los padres y la vida que lleva el servicio de aseo del hogar.
Estos recuerdos son expuestos de manera sublimada y con parsimonia en esta obra de corte naturalista, con un trabajo de evocación sonora a inicio de los años 70s y que posee extensos planos secuencia (como en muchos momentos de la filmografía del director), que van reencuadrando la mirada estilizada del mexicano.
Debo mencionar que mi favorita de Cuarón es Children of men, el tipo es un experto en diseñar ideas audiovisuales, y aunque Roma no es una película a la que tengo mucha devoción, se merece mi respeto al recordar que el director venía de grabar una superproducción hollywoodense como Gravity, por lo tanto, atreverse a viajar a lo íntimo con un film muchas veces contemplativo, en blanco y negro y además hablado en mexicano, es una decisión valiente.
Son los dichos por fuera de la película lo que le han dado a Roma un carácter de denuncia, más que la película en sí misma. De hecho, existen críticas respecto a una mirada poco comprometida en lo social e histórico, considerando que se exponen algunos temas como el machismo, el clasismo y el racismo de una sociedad, en los cuáles no se profundiza. Es la mirada conscientemente distante en la poética de Cuarón lo que provoca que sólo muestre una condición de esa realidad sin querer alterarla.
Una discusión similar ocurrió en Chile con La nana (2009, Sebastián Silva), ya que en ambas el retrato es desde el punto de vista del patrón. Valoro la honestidad de la perspectiva, tal vez sería más perjudicial dárselas de acusador obviando el privilegio de la mirada (y el privilegio mayor aún de poder filmar algo así), sobre todo porque en los dos trabajos existe, de distinta manera, una autocrítica a las formas de relación y una escapatoria al dilema por medio del cambio interno de la protagonista.
Cuarón es un autor y Roma se emparenta a otros trabajos personales y de añoranza como Amarcord de Fellini o El espejo de Tarkovski, mundos donde se puede apreciar la pulsión de ideas e imágenes de su obra completa. Podemos hallar en Roma el origen de la crudeza en el parto de Children of men, o ese seguimiento a la chica del aseo en Y tu mamá también, o el mar como elemento de provocación, verdad y renacimiento, como ocurre en muchas de sus películas. Todo su imaginario donde se ha dedicado a escarbar es revelado ahora en grises.
Menciono también la presencia del director Renoir por su uso en la profundidad de campo, como en las escenas más rurales. Y también cierta reminiscencia a directores como Ozu, en el uso de planos de objetos que cristalizan el tiempo y nos permiten sentir su paso y su impresión en la memoria en aquella casa.
SPOILER!
Destaco, tanto por la pericia técnica y dramática, la secuencia de la manifestación estudiantil reprimida violentamente por paramilitares (el Halconazo) en que entran a disparar a la tienda provocando el adelantamiento del parto de Cleo, generando una impotencia terrible cuando van en el taco.
FIN DE SPOILER!!
Roma muestra la cotidianidad del tercer mundo puertas adentro. Lo bello y lo triste, el porrazo y la ternura. Nos ayuda a recordar que el cine es siempre un registro, y este registro ficcional es una manera de hacer justicia a las experiencias, sueños y traumas de la humanidad. Roma es una memoria personal que se hace colectiva para sanarla en conjunto.
Roma; porque el género, porque la raza, porque la clase.
Por Chico Jarpo.
Esta ilustración hecha por Mareoflores describe de manera cómica y muy elocuente la polémica que por lejos me parece más interesante en torno a la última película de Alfonso Cuarón. En ella, el director y su biografía pasan a primer plano y la película -en tanto objeto estético- pierde de manera inexorable su función representativa. Ese foco cenital que ilumina al director y su niñez privilegiada adquiere una referencialidad que encandila y termina por transformarla en una cínica oda al trabajo doméstico. Es cierto que en nada ayuda para sostener esta interpretación el afiche promocional que resalta una escena que es imposible no leer desde un imaginario de la reconciliación de clases, en donde Cleo, la protagonista, permanece unida al núcleo familiar a pesar de las brutales diferencias que existen entre ella y la familia para la que trabaja.
Una querella similar tuvo lugar en la literatura latinoamericana durante la segunda mitad del siglo pasado, cuando el agudo crítico peruano Antonio Cornejo Polar reparó en que la corriente indigenista no estaba escrita por los indígenas sino por la voz mestiza y mesocrática de una generación que reivindicaba la postergación de los pueblos originarios dentro de un discurso más amplio, cuyo principal objetivo consistía en disputar los valores europeizantes que la oligarquía dominante encarnaba.
Más allá de este antecedente, podemos decir que la tensión entre familia y trabajo que supone el servicio doméstico en Latinoamérica es un tópico fundamental para entender fenómenos constitutivos de nuestra “modernidad tullida”, para utilizar un término del mismo Cornejo Polar. Entre estos están no solo las consecuencias sociales que produjo la migración campo-ciudad en la configuración urbana de las grandes capitales sudakas durante el siglo XX, sino que, en un aspecto mucho más profundo y atingente, la compleja imbricación entre trabajo, raza y género que entraña la relación entre patrones y empleadas. Es ahí donde una película como Roma logra traspasar con verdadero oficio cinematográfico algunos de los rasgos más elementales de este complejo vínculo, al tiempo que participa en una “estructura de sentimiento” (feat Raymond Williams) que abarca un horizonte crítico en donde las preocupaciones y problemáticas derivadas de la perniciosa articulación entre patriarcado, racismo y clasismo son desarrolladas desde las más diversas expresiones estéticas.
Si bien es cierto, las comparaciones con La Nana de Sebastián Silva, filmada casi diez años antes, resultan inevitables, un análisis a la producción mexicana hace que su cotejo sea tan torpe como si se tratase de homologar Blade runner con Robocop. Esto porque la película dirigida por Cometín/Cuarón conjuga una puesta en escena extraordinaria con una calculada yuxtaposición narrativa que contrasta las crudas contradicciones de género, raza y clase, que se establecen entre Cleo, la sirvienta, y Sofía, su patrona. Desde los créditos, en que Yalitza Aparicio y Marina de Tavira aparecen contrapuestas en polos diagonales, la cinta avanza pespunteando las hebras que ambos personajes representan. La progresión de la principal línea del relato, en la que Cleo queda embarazada y es abandonada -en la penumbra de la sala de cine- por el padre de la guagua, avanza en paralelo a la crisis familiar que concluirá con la fuga del patriarca de la casa en que trabaja.
Esta escisión del nudo dramático es presentada por medio de planos secuencia suaves que lo mismo filman una sangrienta asonada callejera que a la protagonista avanzando por un campo que le recuerda su tierra, porque huele y suena igual. Todo el segmento de la casa de verano ejemplifica bien este recurso en el que forma y fondo convergen en el plano estético. La fiesta de fin de año, en la que Sofía se traslada a la hacienda de su hermano para huir del inminente quiebre familiar, transcurre en dos espacios esencialmente antagónicos. Por un lado, está la casa de los patrones, atiborrada de trofeos de caza y animales disecados (una fascinación por la muerte y las armas de fuego reforzada por encuadres en que vemos a la parentela política gringa de la familia practicando tiro a orillas del lago). Por otro, el subsuelo donde se reúne la peonada del latifundio rebosa de animales vivos: perros, gallinas y hasta una pareja de gansos apareándose a un costado de la escalera por donde Cleo desciende a la fiesta de los trabajadores.
De pronto, el espacio simbólico asignado en occidente a la dualidad vida/muerte invierte su tradicional orientación de arriba/abajo, superior/inferior, para así hacer descender la esfera abstracta de la cultura dominante hacia la tierra, entendida como el reino de lo primigenio y germinal, donde todo fallece y renace en un tiempo cósmico y trepidante de un modo similar a lo que el teórico ruso Mijail Bajtin observa en la representación de la cultura popular en el realismo grotesco. Sin embargo, esa disposición alegórica que distingue con nitidez un lugar destinado a patrones y empleados se halla sólidamente circunscrita al universo doméstico que rige al interior de la propiedad. Más allá de su perímetro, la película vislumbra la desesperada lucha de los campesinos por la tierra a través del incendio que consume los predios de los hacendados y que llega a deflagrar de golpe la celebración de la casa patronal.
Esa misma intrusión violenta de sucesos históricos en el curso del desarrollo de la no menos violenta y normalizada historia de Cleo, posee otra sugerente y poderosa secuencia. Para cuando ambas líneas dramáticas estén a punto de alcanzar su clímax, la protagonista perderá su guagua cuando se cruce con las sangrientas escaramuzas que estallan entre los manifestantes estudiantiles y los grupos paramilitares en las calles del D.F. Este episodio, que intercala La masacre de corpus christi, ocurrida el diez de junio de 1971, dentro de las circunstancias que conducirán a Cleo “a la noche más oscura del alma” durante su ingreso al hospital, posee, más allá de toda especulación biográfica en torno a la cinta, el trazo de una conciencia estructurante incisiva y perspicaz.
Es, por cierto, a través de la participación de Fermín en los halcones, el grupo paramilitar formado bajo el gobierno de Luis Echeverría Álvarez para reprimir al movimiento estudiantil mexicano, donde rezuma unos de las más importantes aristas argumentales, si es que no la principal, que propone la película. Esto porque el encuentro en la mueblería con el funesto proyecto de novio de Cleo, que termina con la ejecución de un manifestante, es una escena clave para reforzar la idea de una cultura patriarcal irredimible.
Mientras las figuras femeninas avanzan en un permanente estado de fricción y desencuentros, los personajes masculinos despuntan desde una dimensión alterna, blindados por una actitud indiferente. Ambos, apostados en clases sociales radicalmente distintas, coinciden en aquella zona en donde la matriz androcéntrica les permite desentenderse de sus respectivos compromisos. Queda todo por ver, pensar e interpretar en esos retratos. En estas imágenes, que Cuarón filma con ojo penetrante y cáustico, se pueden leer pequeños poemas malditos. Como esa en la que la metonimia de la virilidad burguesa de la época es transmitida por medio de un Ford Galaxie (made in USA); y un montaje de tomas de las complejas maniobras que debe hacer el conductor para entrar las galácticas dimensiones del auto por el patio de la casa revelan sin necesidad de diálogo (y hay quienes opinan que esa sería la quintaesencia del séptimo arte -y a lo mejor también la los cuentos del curado de Carver-) toda la desidia del personaje de formar parte de ese hogar. Tan separados y tan juntos; sólo como la vibración estética que propone el movimiento dialéctico puede significar, ese hombre-máquina se asemeja contradictoriamente al hombre-palo, que no tiene más que su cuerpo para surgir desde la polvareda de las canchas barriales. En esos yermos marcados con cal entrena al mando de instructores gringos y coreanos que dispuso el gobierno del Partido Revolucionario Institucional para reprimir los movimientos populares.
Para cuando la tragedia detone y la tensa, y a ratos reveladora relación entre empleada y patrona se espejee opacamente una vez más en el transcurso de la película, Sofía pronunciará una sentencia desgarradora, pero profundamente ambigua si se considera su posición de poder frente a Cleo: –“no importa lo que te digan, siempre estamos solas”. Es en el silencio de la protagonista, en la dimensión absoluta del despojo del que es objeto dentro de su contexto social, en donde la brecha de clase/raza que las separa, vuelve a socavar una profunda e infranqueable zanja entre ellas; el pozo sin fondo de una soledad densa, arraigada, dolorosa.
Durante el desenlace, aún podemos ver la persistencia del contrapunto narrativo entre ambos personajes. Sofía organiza un viaje familiar en el que planea contarles a sus hijos que su padre no fue a comprar cigarros a Quebec y se lleva a Cleo con la intención de que se distraiga de la dramática pérdida de su guagua -habría que decir que sólo con la escena del parto, rodada en un plano fijo intenso, tremendo y desolador, Yalitza debiese haber ganado todos los premios a los que fue nominada-. Es en ese escenario, en el que Sofía asume toda la carga que supone la reconfiguración familiar, e intenta tranquilizar a los niños, donde Cleo cierra el arco dramático que recorre la película. La vemos avanzar contra las rompientes de un oleaje picado, y una vez en la orilla, abrazada con la familia con la que vive y para la que trabaja, oímos su catarsis: -Yo no quería que naciera. Pobrecita…. solloza Cleo, diciendo sin decir, que deseó la muerte de su hija porque tuvo la certeza de que su destino sería idéntico al suyo. Todo porque nada arrastra con más fuerza que el género, la raza y la clase. Ya sea en los setenta del siglo pasado que representa Cuarón en su película; ya a punto de trasponer las dos primeras décadas del siglo XXI.
Roma: La Apología a la Servidumbre
Por: Francisca Palma y Nahuel Valenzuela
Cuenta la historiografía que la noche del 18 al 19 de Julio del año 64, se produjo un incendio descomunal que hizo arder a Roma. Mientras ello ocurría, Nerón, el emperador romano, tocaba la Lira ante semejante espectáculo. Espectáculo similar al que podemos apreciar en la película “Roma”, del director Alfonso Cuarón. No solo por el guiño pirómano que realiza, sino por la serie de contradicciones -muchas de ellas normalizadas- que nos hacen a ratos empatizar con el filme, en otros momentos confrontarnos, emocionarnos o derechamente rechazarlo. Es decir, no es un material que pueda ser indiferente a nadie, en una polifonía de sentidos e interpretaciones de esta película que hemos podido vivir -y padecer- en carne propia.
Esta provocación, nos ha invitado a abrir fuego cruzado comenzando por el director. ¿Se puede escindir al autor de su obra? Creemos que no. En un contexto donde enfrentamos una abierta crítica al patriarcado como sistema estructurante y a la heteronorma como su instrumento, debería al menos llamar la atención que sea un varón, blanco, burgués heteronormado, privilegiado desde todo punto de vista por la sociedad capitalista (Alfonso Cuarón es un perfecto ejemplo de BBVH), sea quien tenga la potestad de representar la vida de una mujer, pobre e indígena, desplazada de su territorio, obligada a trabajar en la ciudad para subsistir.
Pero Cuarón va aún más allá, su pretensión es introducirnos hacia la intimidad de Cleo, la protagonista. Pretensión que, leída en clave fanoniana de colonizador-colonizado, no sólo se conforma con las relaciones de dominación, sino que las extrema al punto de determinar, cuáles son los valores del “colonizado”, cómo se piensa colonizadamente y cómo es el sentir colonizado.
En este sentido, si bien nos parece sensible y muy importante visibilizar este tipo de relatos, nos queda la pregunta desde el dónde: ¿quién los está visibilizando? ¿Quién hasta hoy es portador de la palabra pública? ¿Son acaso los 200 líderes indígenas de América Latina asesinados durante el año 2018, quiénes tienen derecho a voz?
No es que nos cerremos a la posibilidad de representar otros mundos e imaginarios distintos a los que nos constituyen. No. En este caso la condición estructurante de desigualdad, la que al menos debería llamar la atención a la hora de representar se trata. En otros términos, ¿Es aceptable, desde una ética revolucionaria del arte, que la persona más privilegiada de una sociedad represente a la persona más vulnerada?
Cuarón explica que parte de su interés es mostrar la vida de su infancia a partir de Libo (Cleo en la película), la nana que los cuidó. Si se trata de un relato autobiográfico podría haberse situado desde él o desde un miembro de su propia familia. Probablemente, su vida burguesa sea poco atractiva desde el punto de vista de la tragedia, por ello es mucho más interesante en el contexto actual “echar mano” a conflictos de interseccionalidad, pero abordados desde el punto de vista del privilegiado, es decir, eliminar cualquier tipo de radicalidad o de disputa por parte de la protagonista. Echar por tierra la posibilidad de un conflicto que, en este caso, está delimitado por una emotividad autobiográfica.
Es así como de la mano de la industria (nada más y nada menos que Netflix como gigante de la representación y la difusión masiva en occidente) recurre a la “espectacularidad” para mostrar la tragedia en la pobreza, los traumas y privaciones por los que se transita al ser empobrecido por la sociedad capitalista. Como contrapunto, la vida burguesa se muestra siempre con mucho cuidado, siempre desde la discreción, un relato que solo insinúa. Todo esto, digámoslo, desde una construcción y propuesta artística que es innegablemente bella, a partir de la fotografía y el blanco y negro.
En definitiva, pensamos, Cuarón copia el formato de “agarrar pueblo”, le coloca un poco de masacre de Tlatelolco, un poco de desplazamiento campesino de los Égidos, un poco de régimen militar y lo mixea con una historia de una familia acomodada y su nana (nótese que es un objeto-cuerpo que les pertenece).
El corolario: alfombras rojas, premiaciones, discursos en las lenguas hegemónicas del mercado capitalista y una serie de reconocimientos que confirman la desactivación del conflicto, la desviación hacia el microrrelato, la servidumbre, como relación necesaria y humana, siendo de conocimiento general que se trata de una forma de expoliación. Roma termina siendo una hija pródiga de los que se espera del cine como industria.
El Imperio Romano tomó al menos tres siglos más para comenzar a desmoronarse. Esperemos pase menos tiempo para que sean otros los que puedan también hablar. El día que nos indignemos ante este tipo de relatos habremos dado un buen paso.
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