El año pasado se conmemoraron treinta años del triunfo del No y fuimos testigos de cómo la prensa y los programas de TV se colmaron de relatos que intentaron cubrir con dulce el agraz de la pírrica victoria concertacionista del 88’. Este año seguramente nos espera un panorama similar, pero con el foco puesto en la Elección del 89’ y su automática vinculación con la figura de Patricio Aylwin. Un personaje que ha devenido para nuestra clase política en el santo patrono de la democracia chilena contemporánea. De ahí que no sea extraño que la fundación que lleva su nombre ya cuente con un sitio web especial dedicado a la campaña presidencial que lo llevó a La Moneda. Este comienza con el testimonio del ex mandatario donde intenta explicitar la vocación pública y desinteresada con la que debió asumir la encomiable tarea que implicaba el asumir el rol de candidato opositor a la Dictadura 1. A treinta años del 89’ estamos, por lo menos, en condiciones de cuestionar esta idílica imagen.
El 89’, como buen año acontecido, comenzó antes del 1 de enero. Su génesis se remite al 6 de octubre del 88’; a la resaca misma que dejó la llegada de la alegría; con las calles pegoteadas de espumantes y pilsen, con serpentinas y challas pisoteadas por papás con cabros chicos a lapa y mamás con chasquillas fijadas con laca. El año 89’ marca para nuestra historia el punto de llegada y de partida de todo lo que se había cocinado y que se cocinaba durante la dictadura y su tardía retirada. Es algo así como el Aleph de nuestra historia política reciente, ya que al observarlo podemos ver como confluyen, sino todas, muchas de las calamidades y desacoplamientos que afectan la mecánica entre la ciudadanía y el campo político, que nos aquejaron y aquejan hasta hoy. Como diría Don Tomás Moulian el 89’ es un año “matricial”, es el año en que se delimitó bastante de lo que ocurriría, para que ocurriera como ocurrió.
No resulta tan azaroso que la memoria colectiva haya sido sistemáticamente conducida al lapsus, al parpadeo que antes de cerrar los ojos ve como flamean los arcoíris estampados en las banderas y como se pasean los Charade y Opala con las pegatinas del NO en la ventanas (incluso se llegó al punto de convertir a Eugenio Tironi e Ignacio Agüero en Gael García2), retomando así una visión del cambio de mando de Pinochet a Aylwin sintética y definitiva, como si entre el 88’ y el 90’ no hubiera pasado nada. Pero da la casualidad de que pasó mucho3. El filósofo (y youtuber) Slavoj Zizek, en medio de sus incontables and so on, llama permanentemente la atención sobre la poca importancia que se le asigna a la resaca (momento de la organización), en desmedro de la que se le da a la fiesta (momento de derrocamiento del gobierno o la toma de palacio), lo cual coincide con este efecto intencional de realidad, generado por el consenso intra-clase política por un lado y la sensación de enrarecimiento que vuelve constantemente sobre la ciudadanía de no poder explicarse cómo se volvieron tan grises los colores del arcoíris del NO por el otro -y por extensión la abulia generalizada ante la actividad política en general-. A poco andar del 89’, la agenda de la retirada castrense, los plazos constitucionales para las elecciones y la luna de miel de las cúpulas concertacionistas, permearon la aceleración de la actividad política y nos dejaron un caricaturesco año que exhibió sin tapujos cómo sería la cosa de ahora en adelante.
Al día siguiente del triunfo del NO ya se “cocinaba” la cuestión del candidato, y a poco más de un mes, ya teníamos a la primera víctima de esta tragicomedia encarnada en “el conde” Gabriel Valdés. El líder del chasconerío democratacristiano rodó colina abajo luego de haber sido empujado fuera del auto que lo conducía a La Moneda por el guatonaje DC (pro-Aylwin), y su “maquinaria” comandada por Juan Hamilton y Gutenberg Martínez. El “Carmengate”, uno de los más memorables actos de “truchismo” electoral en el Chile actual, desató tal nivel de dimes y diretes vía medios de comunicación (opositores y oficialistas), que el Sacerdote Percivall Cowley tuvo que calmar las aguas mandando cartas a los respectivos contrincantes para apaciguarlos en nombre de la “unidad de la oposición”. Y acá hay un punto importantísimo, porque en nombre de la no fractura de la mentada oposición, las cúpulas concertacionistas tuvieron la excusa perfecta para hacer y deshacer a su antojo. El mismo Gutenberg Martínez, en medio del conflicto provocado por él mismo, había intentado minimizar el debate público en pos de la unidad argumentando que “Las informaciones sobre los líos de la DC le hacen un favor a Pinochet”4. Así también, la necesidad de establecer la unidad como un imperativo, había sido recalcada con anterioridad por líderes como Ricardo Lagos o Clodomiro Almeyda. El episodio del “Carmengate” y la cola mediática que dejó, más allá del fraude electoral, es un asunto de suma relevancia para el futuro ya que marcará el tono de la política de la coalición opositora al enviar un mensaje claro, que daba a entender que las facciones menos progresistas de las cúpulas concertacionistas se harían con el poder por cualquier medio, exigiendo a los grupos afectados una incuestionable y silente postura hacia los procedimientos realizados para así evitar fracturar la unidad. Una consecuencia de esta lógica autoritaria será demandar una postura acrítica de la oposición no conglomerada. Esta mecánica se heredaría como base de funcionamiento político hasta nuestra más cercana contemporaneidad. Cuando el 2013 el humorista Pedro Ruminot encaró a Francisco Vidal la mantención y continuidad de los resabios dictatoriales y la profundización neoliberal llevada a cabo por la Concertación, el ex vocero del Gobierno de Lagos le regañó airosamente que su postura “anarquista” era improductiva y que le “servía a la derecha”5: Es posible que Gutenberg Martínez sonreía complacido en el sofá de su casa con el control remoto en la mano.
Luego de apaciguado el “Carmengate” y con Aylwin como candidato oficial de la DC, esta mecánica prendió las alarmas en algunos personeros de los partidos opositores, y las facciones más pequeñas se encontraron con un panorama que les ofrecía dos alternativas: intentar orbitar de manera cada vez más cercana en torno a las cúpulas de los grandes partidos de la Concertación, sabiendo que su identidad y programas se verían enormemente mermados, o bien, quedar en la orfandad de una quijotesca lucha que no les garantizaba más que el derecho a réplica, acción que a esas alturas toda organización con acceso a una imprenta tenía. Es por esto que Fernando Ávila como dirigente del MAPU Obrero Campesino, le envió a Aylwin una carta con minuta adjunta, en donde solicitaba al inminente candidato presidencial formar una Comisión para dotar de cierta “objetividad” la nominación de los cargos en las comisiones de la venidera Campaña6, a modo de evitar el “cuoteo”; ya que a la postre la formación de estos equipos sería conducente a los futuros cargos gubernamentales. Pero, como era de esperar, esta misiva fue un dedo que intentó cubrir el sol. Un ejemplo es la carta que con anterioridad el defenestrado Gabriel Valdés había remitido a Aylwin “recomendando” – tal y como había sido acordado en una reunión previa- la formación de un equipo “internacional” donde adjuntó 11 nombres7. ¿El resultado de esta gestión? 10 de los 11 aludidos ocuparon cargos designados en el gobierno de Aylwin; ocho en Relaciones Exteriores, uno en el Banco Central y uno fungió como Ministro de Defensa. El que no fue designado optó por la vía electoral para ser Concejal el año 92’.
Así también, y continuando con el itinerario pactado con anterioridad al Plebiscito del 5 de octubre del 88’, las cúpulas de la concertación, las de la derecha y el ministro Carlos Cáceres, se reunieron a delimitar las reformas a la constitución del 80’ de manera absolutamente hermética, dejando sólo asomarse a la luz pública que el totalitario Artículo 8° (que prohibía y condenaba todo lo que se considerara contrario a la “familia”, “la sociedad” o que incitara la «lucha de clases”8), probablemente sería derogado. Pero este hermetismo sirvió para terminar de ajustar, a favor de la continuidad institucional de la dictadura, una serie de artículos de los cuales una gran mayoría del 85,7% que votó “apruebo”, en un nuevo plebiscito el 30 de julio del 89’, no tenía claro que validaba con su voto. La documentación respecto de esta desinformación es extensa9, y la campaña unidireccional generada desde la secretaría general de gobierno a favor de la aprobación se puede ver en Youtube10. El mensaje acá era mucho menos críptico que el “imperativo de la unidad” y estaría a cargo de lo que un grupo ínfimo de tecnócratas decidiría, de ahora en adelante, sobre qué hacer con la institucionalidad nacional. La ciudadanía, por su parte, debía limitarse sólo a aprobar lo acordado sin información, sin participación, sin cuestionamientos ni retroalimentación.
¿Qué le quedaba, entonces, a una ciudadanía ya mermada por más de 15 años de represión política, si bajo el imperativo de la unidad y el control cupular de los mecanismos de participación se habían establecido procedimientos de control sobre la elección de los candidatos y los futuros cargos gubernamentales; se había disuelto el accionar de las facciones y partidos más pequeños en torno a los grandes conglomerados; y más aún, la cúpula concertacionista había terminado de legitimarse frente a los representantes de la dictadura, y los grupos afines a ésta, mediante la homologación que implicó el sentarse a negociar un paquete de reformas que eran más necesarias para el grupo cívico-militar en retirada que para la oposición? A la ciudadanía no le quedaba (queda) nada más que el rol mínimo para el funcionamiento de una democracia representativa: el de operar como un “público-electoral”.
Fue así también que estos nuevos estrechamientos del margen de acción ciudadana hicieron necesario un respectivo cambio de nombre, pues si el negocio había cambiado de giro, había que rebautizarlo. El viejo y querido “pueblo” que cargaba consigo un enorme lastre de historicidad movimentista, la cual comenzó a ser identificada como “marginal” y “anómica” por la sociología filo-concertacionista, a partir de la Campaña Presidencial adoptaría el genérico y vacío nombre de “la gente”: palabra vacua y a-histórica, que significa nada más que un grupo de personas; una referenciación ad hoc al nuevo status histórico de una ciudadanía mermada, sin más peso que el de observar cómo la política se maneja sola y cada cierto tiempo debe ser validada en las urnas. El slogan “Gana la Gente, Aylwin Presidente” se nos aparece hoy como un mensaje que arrojaba a la cara de la ciudadanía una nueva consumación, esta vez a nivel subjetivo, en donde el triunfo electoral de Aylwin se debía asumir al unísono, como una victoria de este nuevo (no)sujeto insípido. En cualquier caso al «pueblo” no le quedó ni el nombre.
Es por esto que, antes de la colorida y triunfalista tormenta semiótica que se avecina desde la televisión y la prensa, plagada de imágenes sonrientes de Patricio Aylwin expandiendo el evangelio de “la medida de lo posible” a “la gente”, debemos recordar el 89’ como aquel mal despertar donde comenzó esta treintañera resaca, para la cual no encontramos aún sal de fruta ni analgésico que pueda calmarla.
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Notas:
- Link de la página: http://fundacionaylwin.cl/campana-89/
- Se hace alusión a la película “NO” de Pablo Larraín.
- Sofía Correa, su esposo Alfredo Jocelyn-Holt, & Co. llamaron la atención sobre este lapsus, de manera sumamente inteligente, en su Historia del Siglo XX Chileno. Balance Paradojal. (Santiago, Editorial Sudamericana, 2005).
- Fortín Mapocho. 7 de diciembre de 1988.
- El altercado se puede visualizar en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=jGn7x00qffY
- La carta se puede consultar en el siguiente link: http://www.archivospublicos.cl/index.php/carta-del-mapu-dirigida-patricio-aylwin
- Link de la carta: http://www.ahgv.cl/documento/carta-de-gabriel-valdes-a-patricioaylwin-carta-4/
- “Todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundado en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”. en: Carlos Andrade Geywitz. Reforma de la Constitución Política de la República de Chile. (Santiago: Editorial Jurídica de Chile, 1991), 203.
- Véase a modo de ejemplo el artículo de Andrés Asenjo, “Terapia Política. El plebiscito incomprendido”, en APSI. Semana del 17 al 23 de julio de 1989.
- Los spot se pueden consultar en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=E7xP0vMC1sU&index=12&list=PLfZjZ4qHJzydAnZzN2GJURzoZXlvFY-Fi