Señalar la escasa visibilidad de la obra de Guadalupe Santa Cruz en nuestro medio cultural sería insistir en lo que, para algunes, resulta una obviedad. Quienes conocemos esa obra nos aproximamos a ella desde su extrañeza literaria, desde su carácter tangencial respecto de las tendencias dominantes de la narrativa chilena reciente y, a la vez, por su irrecusable vocación por escudriñar lo contemporáneo. Bajo tales condiciones, su estatuto insistentemente alternativo –una suerte de “pista dos” de la literatura– no es una sorpresa, sino la consecuencia directa de una opción escritural que adquiere formulaciones diversas.
¿Por qué hablar hoy de la obra de Santa Cruz[1], una obra majadera en su opacidad y oblicuidad, cuando todo lo que en Chile se agita parece un clamor por la transparencia o lo simple? El grado de las transformaciones que ha experimentado el ánimo colectivo puede medirse en el hecho de que ya no basta con señalar, por ejemplo, que el 25 de enero de 2020 se cumplieron cinco años de su fallecimiento. Tampoco que, recientemente, Editorial Sangría haya publicado una antología de su obra narrativa. Ni las novedades ni las efemérides son suficientes para que tal reflexión tenga lugar sin miedo a las impugnaciones.
Precisamente ahí se anuda una de las razones que, por el contrario, verifican con más fuerza la actualidad de esa escritura: su disposición a impugnar e impugnarse. Como en otras manifestaciones de la cultura de nuestro continente –Clarice Lispector la principal de ellas–, Santa Cruz se lanza a una interrogación de lo contemporáneo que nunca termina por adoptar la forma del calco o de la verosimilitud imitativa de lo real. Su narrativa construye personajes de un habla improbable y, a la vez, arraigada en lo plausible. Realiza una labor informada por la experiencia del trabajo en terreno, por la tierra apegada al cuerpo que luego se vierte en escritura verbal o visual. Al unísono, su ensayística experimenta con la tonalidad de un despertar y mientras que su quehacer narrativo se juega con el distanciamiento de las convenciones.
Lupe escribe como mira, habla como escribe y mira desde el habla. Marca en superficies distintas su lenguajeo apegado al ras de suelo: descree y se lanza contra las dicotomías fuertes del adentro/afuera o lo profundo/lo superficial. De tal suerte la política no adquiere el perfil de la inmediatez ni se transmuta en el desarraigo teorizante. A causa de estar tan pegada a las cosas, su obra se deshilvana de forma extraña y nos devuelve a la oscilación entre el aquí y el allá. Écart, el concepto que designa este movimiento es, a un tiempo, un lapso, un salto, una brecha o una distancia. Ecartamiento, le gustaba decir, una manera de introducir el retardo, el vacío para lanzarnos a lo que acontece.
El cifrado de la escritura de Lupe podría llevarnos a pensar que sólo en su obra ensayística encontramos el posicionamiento sobre la contingencia. Así, los textos reunidos en Lo que vibra por las superficies serían la evidencia incontestable de su interés crítico por el acontecer social. Negar ese carácter a textos como “No toda velocidad” –reflexión sobre los ritmos voraces de nuestro neoliberalismo realmente existente– o “Empacho y silencio” –denuncia temprana de la violencia redoblada de la política transicional– es, en breve, negarse a leer. Se trata de ensayos arrojados a su circunstancia con las herramientas desmenuzadoras de la realidad. El tratamiento del lenguaje no nos confunde: la lengua pronuncia con convicción, pero sin sentencia, lejana del miedo a incomodar y apertrechada de las provisiones para defender la trinchera. Sin embargo, al entrar en contacto con Quebrada. Las cordilleras en andas, Ojo líquido o Plasmapercibimos una frecuencia familiar. Con otros mecanismos, Lupe escudriña las costuras de una sociedad descoyuntada por la contrarrevolución de la dictadura que se prolonga bajo los gobiernos civiles.
Aun cuando las biografías no son los textos, la trayectoria de Lupe me ayuda a situar esa insistencia y entenderla desde otra disposición. Exiliada en 1973 y retornada en 1985 tras su paso por Lieja, formó parte de una diáspora vinculada al experimento de la Unidad Popular que, tras la derrota, se volcó hacia la urgencia de combatir la desarticulación del aparato represivo y, luego, a denunciar en cada ocasión los horrores dictatoriales, sus continuidades y su razón de ser: borrar toda huella de esa utopía concreta del socialismo meridional. Bajo esas condiciones, la inserción simultánea en el feminismo territorial del último lustro de los ochenta y en los medios intelectuales que dieron forma al ARCIS expresan un mismo ímpetu. Son las condiciones políticas actuales (el tipo actual de vida universitaria) las que hacen perfectamente posible dedicar la carrera al estudio de Deleuze, Derrida o Kristeva y no pertenecer al campo de la izquierda, no compartir una esfera de preocupaciones políticas con quienes se sitúan como opositores al orden. Dicho de otro modo, la doble operación de copamiento del Estado y proscripción práctica de la izquierda por parte de la Concertación produjo una cercanía entre el Partido Comunista, los fragmentos del MIR y otras organizaciones armadas de los ochenta, los marxistas heterodoxos, los lectores del post-estructuralismo y los practicantes de los estudios culturales. De seguro todos ellos sabían que sólo tenían en común su oposición al régimen antes y después del plebiscito de 1988. Aunque algunos después se desperdigaran, se reconciliaran con los administradores del consenso neoliberal o se distanciaran de los círculos militantes, lo cierto es que compartieron una escena que fue el clima en el que se configuró la escritura de Lupe.
Releerla en los ecos de la revuelta de octubre me lleva a pensar en las pulsiones que hoy guían nuestras reflexiones como colectividad reunida por el hecho de compartir una época, un período histórico. Si, con Lupe, podemos tener algo de seguridad respecto de la porosidad de una obra, de un pensamiento, frente a sus alrededores –no hay adentro o afuera de los textos, sino las hendiduras que cada inscripción realiza de un lado hacia otro–, ¿cuáles son nuestras sintonías ahora que hemos visto oportunidades de ruptura radical con un orden previo? Me atrevo a pensar que, ahí donde mantenemos viva la imposibilidad de un transcurrir puro, ahí donde las dudas y las ambigüedades se encuentran acompañadas de un inquebrantable posicionamiento respecto de la violencia, ahí donde el lenguaje trabaja en contra de sus propios límites por medio de su exploración decidida, pues en esos lugares hay una obra que mantiene su contemporaneidad. Esa actualización no es la cita directa, la emulación generalizada de un estilo o, incluso, de los temas. Ni la forma ni el contenido son los parámetros que verifican la pertenencia a un presente. Para una obra como la de Lupe, sobrevivir en el tiempo es incitar a otras obras a mantener la disposición urgente que ella manifestó de forma apasionada. Tal sería la condición política de provocadora que tiene su escritura: una actitud de desafío que es, en paralelo, incitación a unir otros deseos.
[1] No me atrevo a dar el salto coloquial y usar el término frecuente de mi trato con ella y para referirme a ella con otres: Lupe.
Perfil del autor/a: