A la Rosita y su cocina.
El otro día, ya no sé hace cuántos, leía un texto que hablaba de las ollas comunes con un rostro definido: una mujer, casi siempre con delantal, en algún lugar vulnerado de distintos territorios. Siempre una mujer, siempre desde la pobreza, siempre desde el servicio, siempre de piel morena y con un cucharón que sirve comida caliente a otros.
En este texto, Aline Richards (link: La olla no es tan común), reflexiona en torno a cómo han sido las mujeres quienes han servido a otres y cuánta obligatoriedad y poca reciprocidad hay en ese servicio.
Si bien estoy de acuerdo con esa reflexión, Aline también menciona que “compartir la comida de modo comunitario existe hace miles de años” y me quería detener en eso, en que si bien las mujeres han sido históricamente quienes han servido a otros, principalmente varones cis, y que en esa relación de servicio la comida ha sido una forma diaria y cotidiana de estar a disposición, no creo que este acto esté exento de amor o permita espacios de rebeldías. Hay ejercicios de emancipación, encuentro y memoria que son fundamentales en nuestras historias con las mujeres de nuestro árbol, de nuestras familias o de nuestras vidas. Creo que en ese encontrarse a «cocinar», en ese encontrarse en el espacio de la cocina, se han tejido a su vez cientos de historias de traspasos, alianzas, colaboraciones y rebeldías.
Mi abuela Rosa, porteña, costurera y géminis maravillosa, me enseñó el amor por la comida y la cocina desde pequeña. Y para mí, lunita en tauro, fue fácil aprender cómo dar amor a través de ese acto de cocinar para y con otres. Desde niña la Rosita me invitaba a acompañarla en la cocina, en un principio como juego que involucraba siempre hacer figuras con la masa de las pantrucas, desgranar porotos o cortar algunas hojas. A medida que fui creciendo, alcanzando el mesón de la cocina, y pudiendo manipular algunas herramientas más peligrosas para les niñes, me fue involucrando cada vez más en sus acciones, pidiéndome que probara, revolviera o mezclara. Hasta que llegué a cocinar yo misma secundada por ella y sus «recetas».
Hace poco tiempo comprendí cuánto de aprendizaje hubo en ese mirar junto a ella, justamente porque nunca hubo una «receta» como las conocemos en los libros que tratan de hacer estático un aprendizaje que, como todos, nunca deja de moverse. La cocina tiene mucho de esta práctica «al ojo» de ir aprendiendo de sabores, texturas y formas, a medida que se va haciendo y eso nos ha sido enseñado por otras que compartieron sus saberes al invitarnos a la cocina o al fogón. Quizás incluso desafiando las reglas del «adultocentrismo».
Estar en ese espacio junto a ella fue como más la conocí, los ejercicios de memoria que se sucedían en los horarios de comida son mis recuerdos más bonitos. Mientras la Rosita preparaba sus caldos, arrocitos pegotiados o tallarines, me iba contando su propia historia, cómo ella había aprendido tal o cual cosa, o sus recuerdos de infancia llenos de dolores de pobreza en los cerros de Viña del Mar. Mi abuela no alcanzó a ir a la escuela más que un par de años, no había zapatos para todas las personas de la familia y que ella se educara no era prioridad cuando había hambre. Recuerdo que pocas veces la vi escribir, creo que sólo una vez, y recuerdo claramente la vergüenza que sintió al ver expuesta su letra «de niña» en una hoja. La Rosita no pasó por la escuela, pero sabía matemática de maravilla, no se le escapaba una comprando para la casa, sabía sacar cuentas y administrar un hogar incluso cuando escaseaba la plata y éramos cada vez más quiénes llegábamos a vivir de allegados la pobreza con ella.
Quizás para muches la cocina y la administración de la casa se relacionan sólo con la violencia hacia las mujeres y la discriminación. Pero yo siempre recuerdo a la Rosa bien choriza, “pará en la hilacha” como decía ella, desde esos lugares que eran sus territorios: su casa, su cocina, su familia. Desde ahí tejió redes que traspasaron su propio hogar y se fueron a los hogares cercanos, llegaban vecines a probar su cola de mono, sus famosas pantrucas, sus tallarines con carne mechada. Recuerdo con un poco de nostalgia cuando en sus últimos días, con un cáncer que nos arrebataba sus pasos cortitos y rápidos y su risa mezclada con dureza, se preocupaba medio inconsciente que “las visitas” (que en realidad llegaban a despedirla) tuvieran que comer en la casa o cuando llamó a mi prima Lesla para darle la receta de su famoso cola de mono. Mi prima corrió con un papel y un lápiz, y mi abuela le dijo: aguardiente, ¿cuánto? le pregunto mi prima, ahí va probando le dijo, la Rosa. Leche, ¿Cuánto?, ahí va viendo cómo le va quedando, y así con la lista de ingredientes que nunca tuvo medida y siempre estuvo en su memoria y en sus manos, llenas de los saberes que le dio la vida.
En la cocina nos encontramos siempre, cuando íbamos a visitarla era capaz de tenerle a cada nietx su plato preferido pa regalonear y si, aun cuando una vida de servicio no se compensa con nada, yo la recuerdo como una mujer fuerte, que le dio cara a una vida de miseria, que sirvió a los hombres de su familia y que hizo alianza con las mujeres de su linaje para dejarnos claras en “nunca aguantar” lo que ella había aguantado. Yo todavía puedo escuchar su voz y sentir el olor de sus manos pasadas a comida cuando entro a la cocina o me visita en los sueños. Que siempre viva la valentía de nuestras abuelas.
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