Cuando chico, gasté buena parte de mi tiempo en los videos y arcades de distintos lugares. Por ejemplo, recuerdo los veranos en el Santisan de Las Cruces, en una esquina de la playa Las Cadenas; o el cine club en la Mariano Latorre donde jugábamos con un primo; o los Fliperín, en plena plaza de Puente Alto, donde íbamos después del colegio. De todas formas, la primera vez que jugué Street Fighter II fue en la villa donde crecí. La ficha costaba 50 pesos y había que achorarse para hacerlo. Muchas veces las peleas terminaban afuera a golpes de realidad. El juego siempre se veía amenazado por lo real. En ese mismo territorio sentimental parece estar escrito Peleador callejero II (La Vieja Sapa Cartonera, 2019), de César Rey Marchant.
En el libro, el autor sitúa e interpreta los conflictos mundiales en los márgenes del juego. La guerra se escenifica en los personajes y sus posibles discursividades. Ante sus páginas, se vuelven a repetir esas metáforas bélicas donde se nos ha expuesto continuamente la muerte de los otros. Nuestra labor parece ser sobrevivir para contarlo, leer a contramano el relato militar del Estado y ganarle su pulsada ideológica. Como se apunta en “vidrios rotos tras los ojos de occidente”, primer poema del conjunto: “la estructura colonial de nuestras manos combinando / botones y palancas sobre el último rinconcito de siglo / que nos dejaron las guerras, holocaustos y el / disparo de los misiles al centro de las plazas”.
En líneas generales, el hilo conductor de la publicación no sólo es el juego en versos, sino también imágenes de sus dinámicas, del contexto cultural del periodo y algunas escenas políticas clave de finales del siglo XX. En resumidas cuentas, un collage de postales sombrías sobre el fin de una época, vivida en las periferias de la capital chilena. Señala el autor: “revientan dos atómicas y la escena / termina con un plano medio al quinceañero // que juega frente a la consola e intenta / doblegar arquetipos griegos inmortales, / […] que nunca escuchó de Hiroshima y Nagasaki / y asesina rivales en su pantalla en maipú”. Entonces, el combate se escenifica en esos confines. La lucha se libra en pantallas que son extensiones simuladas e interactivas de la guerra que nos circunda.
Por otro lado, en la propuesta del libro, al igual que en el juego, podemos seleccionar personajes. Por ejemplo, sobre Zangief se dice: “estaban por ladrar los muertos cuando / me enviaron a pelear con los osos a Siberia: // el mismo lugar donde Bakunin / y Trotsky resistieron el exilio // adivinando la dirección del viento / la perestroika me fue a buscar”. También se apuntan versos tácticos sobre el territorio de la escritura, como en el poema “quieres escribir pero te sale espuma”, donde se advierte, a propósito de Dhalsim: “quieres escribir el mejor poema posible / pero te cierras a su posibilidad porque / te convencieron que los clásicos ya lo dijeron / todo antes que tú, así que te largas / a conseguir más droga en los blocks / de la otra cuadra y renuncias a la potencia lírica”.
De todos modos, conviene aclarar que ningún personaje es nombrado, sólo se suman sus iniciales. En lo personal, los reconozco porque se adjuntan imágenes de sus caracterizaciones en el Street Fighter II y porque lo he jugado antes. Sólo se nombra a Chun Li, la única mujer en un juego, un territorio y una estética en constante masculinización. El autor lo sabe, lo asume y escribe: “[…] me elegías y te rompía la cara con mis largas piernas hermosas, me daba vueltas por la pantalla y tú intentabas verme los calzones, eras un niño amorfo que recibía los restos de una dictadura feroz sin saberlo, te pasabas toda la tarde en los videos mientras afueras los árboles desaparecían junto a tus vecinos”.
Como se puede apreciar, durante las páginas de Peleador callejero II se realizan distintas variaciones y revisitas a tres conceptos eje: vida, juego y guerra. Se bordean sus límites borrosos en territorios donde dichas nociones se encuentran en estrecha y permanente relación. El libro sube y baja de intensidad, a veces se extravía en sus propias referencias, incluso derrapa entre la nostalgia paralizante y las herramientas precisas a la hora de interpretar el presente o advertir mejor el futuro, aunque siempre funciona. Arma una estructura semántica donde todo se vincula con una naturalidad tan dulce como agraz, pues nuestra niñez se vivió en una década apuntalada por la paz de los cementerios, el machismo incuestionado y la falsa transición a la democracia. Bajo esa lógica, en toda guerra nuestra derrota estaba signada desde antes. Incluso cuando creíamos ganarla estábamos perdiendo. Por suerte, hoy podemos notarlo con mayor claridad y escribirlo, como tanteando una victoria posible entre un sinfín de fracasos.
Peleador callejero II, de César Rey Marchant
Editorial La Vieja Sapa Cartonera
Poesía / 67 páginas
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