Nada es hombre, nada es tierra, primer libro de Emiliana Pereira Zalazar, se publicó a finales de 2017, bajo el cuidado de Ediciones Overol. Por ende, es una obra de bella factura, que inicia y se cierra con trabajos visuales del litógrafo inglés William Sharp (1803-1875), en específico, dos cromolitografías de lirios acuáticos en blanco y negro. Por lo demás, una entrada y salida bastante adecuada para un conjunto de poemas que integra en sí enigmáticas preguntas sobre la flora, la fauna y lo humano.
En esa línea, su primer poema me parece revelador. La autora apunta en dicha apertura: “Ella se soltó de la / corteza y nació. // El Árbol tuvo una niña de pelo naranjo y ojos grises y la llamó Abedul como a sí” (9). Aquí ya encontramos algunas pistas de lo que vendrá: una niña que es hija de un árbol y toma su nombre; una relación indistinta entre la humanidad, la naturaleza y la vida animal; un exuberante despliegue de colores y formas.
El libro se ve marcado de principio a fin por dicha propuesta estética, es decir, por su tono propio de los cuentos de hadas o de las fábulas infantiles, aunque lo erótico y lo salvaje no tarda en aparecer. En uno de los poemas siguientes, la autora cuenta: “La dama blanca predecía que / las bestias se lanzarían como humanos sobre la carne fresca / de él, // y así fue, // Dimitri llevaba en sus brazos a la dama blanca / y feroces bestias grises atentaron contra su cuello, / el cuello de él. / Le rasguñaron la cara y lo dejaron difuso” (11). O más adelante: “El murciélago enterró sus dientes / en la canilla de ella, la niña clara. / La herida abrió como una boca / y como lengua subió por su pierna, / por su muslo, por su sexo” (14).
De todas maneras, resulta necesario destacar que Pereira Zalazar, de una forma u otra, reniega de esta lectura centrada en el erotismo. En una entrevista dada a Rafael Cuevas, aclara sobre el libro: “Yo nunca lo vi ni lo pensé erótico, salvo dos o tres poemas”. Para luego agregar: “Quiero creer que todos mis personajes son ingenuos, pero también tengo que hacerme cargo y asumir que sí, lo erótico existe y no sé por qué o cuál es su lugar”1. Entonces, la pregunta abierta es: ¿En qué medida persiste dicho eros y cuál sería su lugar?
Me gustaría dejar en suspenso lo anterior para hacerme cargo de otro punto señalado por la autora: la edición de su manuscrito. Si bien el trabajo de Overol, en cuanto a la corrección de los textos y el diseño de la obra, me parece impecable, creo que se cometió un error al mezclar en el mismo libro dos proyectos disímiles en cuanto a propuesta estética, a pesar de que sus tópicos, sus intenciones y sus inquietudes se vinculen.
Pereira Zalazar también es consciente de ello, pues en otra entrevista, esta vez concedida a Nicolás Campos, revela: “Comencé a escribir un libro que titulé Especiario. Era un grupo de 60 poemas cortos, cada uno describía una especie, teniendo la intención de replicar un insectario, pero que tuviera espacio para elefantes, jirafas, picaflores”. Y agrega: “Pasado el tiempo, comencé otro proyecto titulado Camino al altar las aves tienen el pecho color rosa, contenido por poemas de mayor extensión y en el que había más interacción entre animales, plantas y personas”2.
Como se puede apreciar, la autora sabe que se mezclaron dos registros diferentes, dos formas distintas de concebir un conjunto de poemas, problema fácil de advertir en el libro, pues a mitad del mismo los textos más largos llegan a su fin y comienzan otros más breves, con una propuesta dispar de escritura. No hay división ni mediación ni ninguna marca que los separe, enfrente o relacione, salvo su tema y sus debidas pretensiones. Pereira Zalazar, en la entrevista antes señalada, confirma: “Ambos textos tenían un hilo conductor, pero sin duda también se diferenciaban por muchas cosas. Forzosamente junté ambos libros, separados en dos partes, cada uno con el título correspondiente, nombrando el conjunto Nada es hombre, nada es tierra”. Se puede percibir que antes hubo una separación, pero luego: “Cuando Overol recibió mi texto, comenzamos a trabajar y se hizo un proceso de edición que finalmente le dio estructura y forma, que dejó como resultado este libro”.
En lo personal, creo que cada conjunto tenía la autonomía y las cualidades suficientes como para publicarse por separado, o con una mínima división entre ambos. Por suerte, esto último no afecta el valor literario de los textos o del libro en sí. Por mi parte, lo apunto más bien como una crítica editorial al margen.
Más allá de lo anterior, me gustaría retomar la pregunta antes formulada: ¿En qué medida persiste su eros y cuál sería su lugar? Para indagar en ello, sumo una acotación clave dada por Soledad Fariña, quien presentó la publicación: “Todo es eros sin jerarquía de reinos. Un eros femenino se despliega desde un lugar oscuro, claro, sangrante, dulce, violento, sin juicio, sin culpa, donde la mirada adulta parece quedar fuera”3. Un ejemplo, en relación con todo lo ya expuesto: “Como ninfas o hadas / paseaban solas por aquel jardín. / Desde lejos los gladiolos, con el filamento erecto / observaban / el ir y venir del cabello suave y la piel” (20).
Esta erótica de la naturaleza, esta sensual comunión entre lo humano, lo natural y lo animal, donde las jerarquías se disuelven y todo se erotiza de manera salvaje, sin llegar a un punto de dominación definitivo o cristalizado, lleva su signo femenino, en palabras de Fariña. Lo anterior se ve respaldado por la atenta lectura de Emilia Pequeño, quizá de las mejores publicadas en torno al poemario: “El polo femenino se delineará desde la figura de la mujer, que se relaciona con la naturaleza –valor masculino– de manera alterna; tal como Eva sale de la costilla de Adán, la mujer sale de la corteza del árbol; se aparea con lobos; las crías de las arañas le rajan el vientre. Es el poder de la tierra lo que la captura, se apropia de ella”. Para luego rematar: “Nada más patriarcal que la necesidad de retener a la sujeto, de absorberla y disolverla en la preponderancia de ese todo”4.
Si bien es evidente esa tensión de género, Soledad Fariña sigue en lo cierto. En dichas relaciones de poder no hay jerarquías entre reinos o, en palabras simples, persiste una inquietante horizontalidad entre lo animal, lo natural y lo humano, algo que me parece notable y fundamental a la hora de comprender y valorar la obra. Además, a fin de cuentas, todo intento de dominación acaba erosionado por el eros femenino advertido por Fariña, tal como se sugiere en estos versos que dan título al libro: “El hombre llega a las entrañas de las flores, / se convierte en polen, / en camanchaca, / se mezclan todas las cosas posibles / y así pasa, / nada es hombre y nada es tierra” (33). O cumplen su afán cuestionador en poemas más explícitos como el siguiente, parte de la segunda mitad de la publicación: “El lobo tenía más derechos / a aullarle a la luna llena. // El lobo tenía más derechos que la multitud” (54).
Este marcado posicionamiento abre posibilidades interesantes en nuestra ensimismada poesía nacional, donde las presentes propuestas de lectura y escritura no pueblan necesariamente nuestra tradición literaria, sino que tantean una confluencia latinoamericana cuya fuente mana de otro sitio. Como bien señala Cristóbal Gaete: “Nos encontramos con algo distinto, ajeno a la tradición poética chilena. Nada es hombre, nada es tierra se vincula a otras escritoras americanas muy importantes y no tan conocidas (Marosa de Giorgio, Delmira Agostini, etc.), anclando un ámbito de referencialidad específico y poco asible desde el encierro cordillerano”5. Lo que también destaca Soledad Fariña en su presentación, cuya poética quizá sea el mayor precedente de dichas indagaciones en las letras del país, al advertir: “El imaginario de Emiliana tiene una afinidad ineludible con el imaginario de Marosa di Giorgio, poeta uruguaya que nos visitó en los años noventa y que con sus libros, sus recitaciones y performances nos abrió a una extraña voz que venía de sus juegos en la granja, sus animales, plantas, bichos, de todo su volcán sexuado sin inhibiciones”.
En resumidas cuentas, este primer libro de Emiliana Pereira Zalazar, si bien bebe de vertientes reconocibles que a veces ciñen demasiado lo escrito, me sigue pareciendo una terra ignota donde, paradójicamente, nada es hombre y nada es tierra. Es decir, una zona incógnita no en el sentido que le daba el conquistador, sino que se descubre fuera de su mirada vigilante, su disposición política y su dominación. Porque en los territorios de la literatura, ese lugar indómito donde todo puede descubrirse otra vez, la relación entre las palabras y las cosas borronea sus límites, los mantiene en tensión y hace que prevalezcan en estado salvaje. Allí, este eros femenino abre nuevos cauces para que otras poéticas expandan ese estrecho margen de acción, entre mar y cordillera, que llamamos poesía chilena.
Nada es hombre, nada es tierra
Emiliana Pereira Zalazar
Ediciones Overol
Poesía / 66 páginas
Perfil del autor/a: