Hay palabras que al momento de ser escritas llevan en ellas la carga de un cuerpo que debe decirlas. Dramaturgas y dramaturgos saben de ese oficio al igual que un obrero textil conoce las máquinas y materiales con los que trabaja. Si eres ambos, eres Juan Radrigán. Escritor de tomo y lomo, el reconocido dramaturgo comenzó publicando cuentos, Los vencidos no creen en Dios (1962), y una novela, El vino de la cobardía (1968). Y entre la narrativa y la dramaturgia, también dejó dos breves pero contundentes libros de poesía, El día de los muros, de 1975, y Poesía intranquila, de 1983, ambos reunidos en una bella edición recientemente publicada por Libros del Pez Espiral. Edición a cargo de Rodrigo Hidalgo, con prólogo de Flavia Radrigán, heredera del oficio dramatúrgico.
El primero de los libros tiene como contexto la prisión. La relación del preso con su soledad, con el gendarme, con la precariedad y el encierro. Pero también consigo mismo y con la convicción de una idea. No creo inocente la decisión de publicar este libro mientras estamos exigiendo un indulto para los presos y presas de la Revuelta de octubre. “Porque pueden encerrar / mis ojos y mis pasos, / mi secular tristeza y mis cigarros, / pero no esta fe suicida / que tengo en los orígenes” (p.17). Lo único que queda arrebatada la libertad, es la dignidad de seguir ahí, en pie y con dignidad. La lengua siempre ácida puede ser una forma de responder a los golpes de cada día en aislamiento. Así lo entendió Juan en toda su obra escritural. Cada uno de sus personajes, y aquí en su poesía él mismo, utilizan las palabras para enfrentar, para denunciar, para tomarse revancha.
Durante toda la semana,
un condenado estuvo pidiendo ver el sol.
La muerte lo tenía cogido de la vida,
le daba con todo su hielo en los ojos;
con toda su inmensidad en los harapos.
(…)
Pero esa boca horriblemente abierta,
tan horriblemente muda,
solo hizo pensar al guardia
que un preso que pide ver el sol
no es motivo suficiente para molestar al alcaide.
En este primer libro, Radrigán construye una poética de la claustrofobia, que bien puede tener un correlato con la realidad fuera de la cárcel. Chile entero como una gran cárcel, en la que día y noche existía la mirada del vigilante sobre la nuca.
En la segunda parte, Poesía intranquila, podemos reconocer la voz de algunos personajes entrañables de las obras de Juan. Inevitable que se aparezcan el Loco y la Triste, por ejemplo. Pero más allá de esto, también sorprende encontrar ciertos paralelos poéticos con sus contemporáneos. Incluso, me aventuro a postular que el poema “La tranquilidad no se paga con nada” es fruto de conversaciones entre el autor y Nicanor Parra, quien por esos mismos años escribió su célebre “Un hombre imaginario”. No es descabellado pensar en que ambos poemas se nutren mutuamente. Cito a Radrigán: “Tranquilo salgo y me hundo / en la tranquila ciudá. / Tranquilos perros mean tranquilos árboles / bajo un cielo con ritmo de ternura, / mientras tranquilos cesantes, como yo / envidian a los tranquilos pordioseros / que escarban tranquilos tarros” (p.41).
Poesía de Juan Radrigán no es solo un rescate editorial importantísimo, es también un gran homenaje para una de las letras fundamentales del siglo XX chileno. Siempre lejos de las grandes luces, siempre receloso de restoranes de moda, el también poeta chileno tuvo siempre claro desde qué lado de la barricada escribir, y este libro confirma que sus versos no eran la excepción.
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