En 1926 una chiquita afroperuana juega con sus vecinitas en un barrio popular de Lima, hasta que se acerca otra nena blanca y le dice al grupo “si juega esa negrita yo me voy”, el corro de compañeritas se junta y después de un momento de deliberación le dicen a la niña “Victoria, debes irte”. Ese día la pequeña entendió lo que significaba socialmente poseer el color tostado en su piel.
Victoria Santa Cruz nace el 27 de octubre de 1922, hija de Nicomedes Santa Cruz Aparicio, un joven afroperuano que viajó a los E.E.U.U. a la edad de 13 años y volvió al Perú en sus 30, casado con Victoria Gamarra quien fue la que le comenzó a enseñar a sus hijos las danzas y cantos de la tradición peruana. Por los propios relatos de Victoria, ella comentaba que vivió en una casa humilde, pero de mucha efervescencia cultural, el bagaje del padre en el país del norte les abrió un mundo artístico a los hijos, donde los clásicos universales de la música se hicieron presentes. La madre fue la trasmisora de la cultura afroperuana en la casa y Victoria y su hermano Nicomedes fueron profundamente influenciados por ambos progenitores. Su paso por la escolaridad formal está marcado por la injusticia y la decepción; Santa Cruz señalaba que fue la mejor de su curso, pero siempre era relegada a un segundo plano por cuestiones de racismo.
En 1958 Victoria se incorpora al grupo de danza y teatro Cumanana junto a su hermano Nicomedes reconocido por ser decimista y poeta. Después de un proceso de aprendizaje intenso en el grupo de danza y teatro, Santa Cruz recibe la invitación del gobierno francés y se trasladó a París a estudiar en la Universidad del Teatro de las Naciones y en la Escuela Superior de Estudios Coreográficos. Al volver fundó el Teatro y Danzas Negras del Perú para luego dirigir El Conjunto Nacional de Folclor.
Una de sus obras cumbres es la teatralización de su poema “Me gritaron negra”, que se transforma en la concreción de la experiencia vital del racismo en el cotidiano. Ahí rememora dentro del texto lo pequeña que era al recibir el rotulo:
Tenía siete años apenas,
apenas siete años
¡Qué siete años!
¡No llegaba a cinco siquiera!
De pronto unas voces en la calle
Me gritaron ¡Negra!
El descubrimiento de Victoria con respecto a su identidad nos recuerda el evento padecido por el pensador martiniqueño Franz Fanon en Francia, mientras él estudiaba psiquiatría, escuchó a su alrededor, en plena calle, el grito temeroso de un niño blanco francés que, luego de verlo, sale corriendo a las faldas de su madre diciendo “Mira, mamá, un negro, tengo miedo”. La frase desestructura la cabeza de un joven Fanon. Esto nos lleva a imaginar la herida síquica que deja el rechazo social en una chiquita de 4 años. En “Me gritaron negra” hay un movimiento pendular, desde el desconcierto de ser nombrada de esta manera, a una especie de auto rechazo por saberse negra que incluye ciertas prácticas para tratar de borronear esa condición:
[…]
Y odié mis cabellos y mis labios gruesos
Y miré apenada mi carne tostada
Y retrocedí […]
Me alacié el cabello,
Me polveé la cara
Y entre mis entrañas siempre resonaba la misma palabra
¡Negra! ¡Negra! ¡Negra! ¡Negra!
La voz de la mujer negra –doble discriminación, doble precariedad- abomina su naturaleza y sus propias marcas físicas. La hablante refuerza que “retrocede” mientras tiene esos pensamientos. Luego está el deseo de tratar de blanquear su identidad; alisándose el pelo, práctica que también ocurre en el Caribe, en donde el cabello rizado es etiquetado en varias islas como “pelo malo”. Se cierra esa transformación colocándose polvos de arroz en la cara, para intentar disimular lo imposible. Finalmente vemos como la voz se apropia de su condición y subvierte el insulto que, en primera instancia, podría significar ser negra, para transformarlo en motivo de orgullo y autoconciencia de su herencia vital:
[…]
Negra soy
De hoy en adelante no quiero
laciar mi cabello
No quiero
Y voy a reírme de aquellos,
que por evitar -según ellos-
que por evitarnos algún sinsabor
llaman a los negros gente de color
¡Y de qué color!
¡Negro!
¡Y qué lindo suena!
¡Negro!
¡Y qué ritmo tiene!
¡Negro! ¡Negro! ¡Negro! ¡Negro!
Observamos el triunfo final de reconocerse negra, de no esconder las marcas fenotípicas de su condición, como también el acto de reírse irónicamente de los bien pensantes, que al ser políticamente correctos, asimismo, perpetúan formas más suaves de racismo, llamando a los negros como “gente de color”. En la puesta en escena Santa Cruz recita su poema al ritmo del cajón peruano en un tiempo más lento y pesado, junto a un coro que le replica el “Negra”. Mientras avanza el texto se acelera el pulso, hasta que termina en un clásico tiempo afroperuano, cuando ya la voz se recupera para ganar su conciencia y orgullo afro.
A Victoria Santa Cruz se la ha homenajeado de muchas maneras pero uno de los mejores epítetos es la de “Teórica del Ritmo”. Y es que dentro de sus postulados ella afirmaba que “El hombre negro no fue jamás esclavo, porque nadie pudo esclavizar su ritmo interior que es la única guía del ser humano”. Más tarde hace una sofisticación de su pensamiento señalando que redescubre en el ritmo, además del ser africano, el cósmico, que incluye la implicación de la libertad. Si bien en un principio luchaba por la valorización de la cultura afroperuana mencionaba que incorporó a la familia humana completa en esa reivindicación.
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