Leído en la presentación de Sutura de las aguas. Un viaje especulativo sobre la impureza (Santiago: Kikuyo Editorial, 2024, 114p). Centro Cultural Palacio de la Moneda, 26 de marzo, 2024.
No idealizo ninguna de nuestras
vivencias.
Me interesan sus pliegues, sus
contradicciones.
Sus fuera de lugar.
Tampoco pienso en jerarquías puristas o competencias de subalternidad. Sólo intento armar un mapa roto, tan roto, aunque sea con esquirlas.
DANIELA CATRILEO
Es complejo transmitir la experiencia que significó la lectura de Sutura de las aguas, de modo que lo hago con la sensación de que, diga lo que diga, voy a estar simplificando el cúmulo de imágenes, movimientos, texturas, sonidos y hasta olores que saltan de sus páginas para comunicarnos a lxs lectores ese viaje especulativo sobre la impureza, como subtitula Daniela Catrileo a su ensayo. Vale señalar de entrada el mérito de editorial Kukuyo, que nos entrega un objeto cuidadosamente elaborado para acompañar de manera sensible y pertinente este viaje de Daniela, aportando diseño e imágenes que no resuelven ni responden, sino que evocan y susurran.
El que presentamos hoy es un libro que como objeto de cultura material y como discurso contiene una propuesta que amerita ser pensada y dialogada en varios niveles. Esta presentación gira en torno a aquellos aspectos que a mi lectura resultan medulares y significativos.
Catrileo aborda un tema complejo y decide hacerlo desde allí, sumergiéndose en esa complejidad sabiendo que muchas veces esta toma la forma de controversia en la sociedad mapuche y no mapuche. Ese tema es el de las mezclas a nivel de las agrupaciones humanas (mezcla cultural, mezcla biológica, etc.). Un tema que por estas tierras americanas nos ha acompañado casi siempre, transformándose por momentos en obsesión, con una trayectoria ideológicamente diversa que va desde la canalización de impulsos retardatarios (la mantención de las fronteras raciales o la propuestas de perfección racial —como fue el caso de Raza chilena— ese libro de 1904 prontamente apropiado por el nazismo chileno de cuño esotérico) hasta impulsos emancipadores, que vieron en el reconocimiento de las mixturas lo propio americano, base material para futuros proyectos de democratización popular.
Daniela se integra a esta genealogía abordando la cuestión de la mezcla en la sociedad mapuche, que ella vincula de manera aguda y necesaria con el problema de la dominación colonial y las jerarquías/representaciones que se construyen a partir de ese hecho fundante. A su vez, se siente parte de una escena cultural mapuche que en las últimas décadas se ha embarcado en este proyecto, al cual aporta con este libro que constituye una de las reflexiones más articuladas hasta ahora de esta propuesta.
Respecto a los recorridos latinoamericanos de esta preocupación, especialmente de aquellos emancipadores que son los que se pueden poner en diálogo con este libro de Daniela, cabe precisar que veo aquí la incorporación, no exenta de tensiones, de un espacio no abordado por esa tradición, que es el de las sociedades indígenas, las que siempre aparecen como el reservorio de una etnicidad sin fisuras y como uno de los elementos previos a la mezcla que daría por resultado a los americanos. En ese sentido, constituye una expansión disruptiva de esa genealogía y veremos con el tiempo si ese guante teórico-político es recogido o no para repensar tantos imperativos puristas en torno a lo indígena que nos acompañan hasta hoy, a pesar de que tanto la historia como la trayectoria política de los pueblos indígenas gritan de manera cotidiana todo lo contrario.
Para desarrollar su propuesta, la autora elige una palabra de enorme carga social, política y cultural: champurria. Parte de esa carga tiene que ver con su naturaleza polisémica y un origen nebuloso. Allí es donde la autora emprende un viaje fascinante en la medida que elige escarbar en la confusión y en la diversidad de usos, todos los cuales, más allá de la falta de certezas, dejan al descubierto la herida colonial que configura el presente de la sociedad mapuche y su vínculo lacerante con aquella sociedad que la mantiene en una posición subordinada.
El meollo de ese viaje está en el descubrimiento de que, al parecer, la palabra champurria no sería “originaria” mapuche, sino que vendría de la península ibérica y que emprendería múltiples viajes por el globo al ritmo de la expansión imperial, construyendo en esos trayectos marinos su polisemia, pero manteniendo un sentido inicial que es el de la mezcla. La autora entra así a uno de los terrenos más sensibles de todos que es el de la lengua, esa visión de mundo de la que hablaba Frantz Fanon, otro sospechoso de la pureza que se suele endosar como mandato a los colonizados que desde entonces fueron construidos como los otros.
Pero antes de avanzar por crónicas, diccionarios y viajes planetarios, Daniela nos comenta que la inquietud se inicia con el recuerdo de las experiencias familiares y luego con los usos diversos y hasta contrapuestos que se hace de esta palabra en la sociedad mapuche movilizada, donde tiende a operar como frontera interna, especialmente en el contexto del colonialismo chileno donde esto se puede entender como impulso de autodefensa, tal como sugiere la autora. Lo hace asumiendo un lugar champurria, torciendo políticamente la sospecha y la acusación:
Me refiero a la reapropiación de la ofensa para subvertir el símbolo negativo de la mezcla y la posibilidad de ser mapuche y de ser champurria al mismo tiempo (52).
¿Puede ser la impureza un derecho, uno más entre los múltiples derechos conculcados a los pueblos indígenas? Se lee entre líneas que la respuesta es afirmativa, porque a los colonizados también se les ha negado la historia y la contemporaneidad, siendo confinados al lugar de la otredad y de la tradición, a pesar de que esa tradición es tanto o más sospechosa, porque su representación está mediada por el interés colonial de contemplación, exacerbado hoy en el renovado mercado global de la diversidad. Leo a Daniela y me resuena con fuerza el José María Arguedas de 1968, cuando vociferó en la aceptación de un premio “yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”.
Tan importante como la propuesta interpretativa que contiene este libro (incluida la invitación a pensar desde la ambigüedad y la falta de certeza), es la forma que Daniela elige para transmitirla. Esa forma, nos dice ella, es el ensayo, cuestión que merece ser calibrada también en términos históricos si consideramos que la mayor parte del pensamiento crítico latinoamericano ha elegido la misma forma de expresión, con la salvedad de que tuvo un sesgo masculino (y de mansplaining y winkasplaining) la mayor parte del tiempo, con menor presencia de mujeres, indígenas y afrodescendientes. En este caso, el modo especulativo del ensayo sirve a Daniela para navegar por el deseo de conocer, de entender, de explicar, aunque sea algo que inevitablemente se queda a medio camino frente a la inconmensurabilidad del problema, que ella prefiere exponer en lugar de construir grandes definiciones que siempre tienen algo de ficcional.
Para mí lo notable es que esa elección escritural es en sí misma un juego con la impureza en la medida que se articula con la sensibilidad poética, de la cual resulta una prosa llena de imágenes y metáforas en las que se reconocen libros anteriores de la autora, sobre todo en la persistencia de una poética del agua, ese elemento del cual se sirve para representar flexibilidad, confluencia y choque. También encontramos a la narradora que para comunicarnos sus motivaciones y hallazgos elige situarnos en diálogos, escenas domésticas, recuerdos (que bien pueden ser sueños), en el recorrido por las páginas de un libro antiguo o en las múltiples pestañas abiertas de un computador. Ese tono especulativo resulta especialmente fascinante, porque la búsqueda y el tanteo me hace ver a Daniela pensando en voz alta, en plena reflexión aguda y creación poético-teórica.
No quisiera concluir esta presentación sin compartir con ustedes y con la propia autora algunos devaneos políticos de mi lectura.
Lo primero es algo que deslicé anteriormente y que tiene que ver con la dicotomía tramposa de lo propio y lo ajeno. Me pregunto entonces si champurria es una palabra que pueda ser pensada como algo propio en tanto uso centenario y creativo. Pienso que no es necesario haber inventado algo para que eso te pertenezca o al menos que no es necesario situar lo propio siempre en el espacio de lo vernacular porque eso sería caer en la trampa colonial de una pureza que sólo se exige a los colonizados, medidos milimétricamente en función de lo que mantienen, de lo que inventaron o de lo que les llegó desde afuera, lo que visto a la inversa sonaría ridículo. La identidad de las sociedades nacionales, como la chilena o cualquier otra, no se cuestiona por usar un computador o por una lengua que no surgió de estas tierras; de manera más extrema y macabra, la identidad imperial de Estados Unidos o de Europa no se desbarata por no haber inventado la pólvora; y así sucesivamente, pues como dice el palestino Edward W. Said —uno de los escritores evocados por la autora—, la historia de la humanidad es la historia de los préstamos culturales y que cualquier ejercicio contrario es una ficción que sólo se impone a los colonizados o que se autoimponen los supremacistas de la raza.
Por este motivo comparto la afirmación política de Daniela en este libro: que la reivindicación de la impureza es un acto descolonizador en sí mismo, por cuanto resiste la imagen de la otredad sin fisuras para el gusto del que observa desde el otro lado de la frontera, una frontera que al menos en términos culturales nunca es tan radical como supone el supremacista o el solidario. La ancestralidad como imperativo y lo colectivo como obligatoriedad es, muchas veces, aunque no nos demos cuenta, un acto de fuerza que viene desde fuera, el que aparece interferido con una autoría y un artefacto como este libro, donde la experiencia de un pueblo no asfixia la capacidad creadora de las personas que lo componen, mucho menos su capacidad deliberante.
Me pregunto también —y esto ya es especulación de mi parte— cómo será la recepción de este libro. Puedo elucubrar que puede (debería) ser un aporte decisivo a la reflexión no sólo de la sociedad mapuche sino también de este otro lado, de esa otra orilla del río que no reconoce afluentes ni confluencias porque prefiere separar en lugar de asumir esa zona borrosa donde todo se mezcla. No digo esto para reiterar ese lugar común aparentemente integrador pero en la práctica negador que se resume en la frase “todos venimos de los mapuches”, sino en pensar la interacción y los múltiples modos en que se recrean las jerarquías.
También me interrogo por la recepción en el campo cultural al que se refiere en más de una oportunidad Daniela, aquí más bien a la escena mapuche y en Chilco —su reciente novela— al campo cultural chileno, de manera poderosamente irónica. Por eso pienso en esa recepción en ambos niveles, al que habría que sumar un tercero que es el campo cultural global, sus actores hegemónicos y sus mediadores locales. En esos tres niveles tendrá un derrotero interesante en el que algunos podrán asumir el desafío, mientras que otros harán usos que dejarán al desnudo los colonialismos internos y el imperialismo global que también se expresa en una agenda cultural aparentemente solidaria. Y no es que el concepto no tenga que usarse —jamás podría afirmar tal cosa— sino el cómo este se utiliza, porque sabemos, por el recorrido que han tenido otras propuestas como el borderland de Gloria Anzaldúa y el ch’ixi de Silvia Rivera Cusicanqui, que son palabras que pueden ser tomadas de manera pasajera (hasta que aparezca la siguiente) para adornar las paredes de museos, galerías y libros, decorando el paso del buen colono o colono de izquierda (la figura es del tunecino Albert Memmi), que sustentará con ella sus proyectos de crítica simplona e igualmente exotizante, de esa que intenta convencernos que el malo es el Estado (como si no lo supiéramos) y el bueno es la fundación imperialista de turno, profitando de un supuesto diálogo con nuestras trayectorias de pensamiento cuando en realidad lo único que hacen es diseccionarlas a su comodidad y gusto, para terminar transformados en objetos inocentes colgados del techo o depositados en una vitrina.
Pienso también que, como tantas veces, esos cantos de sirena se desvanecerán a la primera interpelación o demanda de trato justo y que, como tantas veces, resistirá los usos banalizadores para continuar su curso por los ríos.
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