Mientras iniciábamos esta conversación con la dramaturga, docente y escritora Isidora Stevenson, en el café en el que nos reunimos alguien entraba –literal– con un enorme trozo de un auto. En la frontera de las comunas de Santiago Centro y Providencia, en el local en el que nos sentamos a conversar sobre su más reciente libro Centauro (Alquimia Ediciones), un hombre irrumpía con toda la parte de adelante de un vehículo.
“Mira, va entrando un auto detrás tuyo”, me dijo, mientras nos reíamos sobre las curiosidades de la vida misma y “los materiales” que da la cotidianidad para escribir. “Increíble, ¿eh? La vida es mucho más teatral que el cine”, prosiguió, mientras me contaba cómo ha ido dejando la docencia en las escuelas de teatro, quedándose con las de cine, para dedicarle más tiempo a la escritura. En el caso de Isidora, nacida en Los Ángeles, región del Biobío, esta labor ha estado dedicada casi exclusivamente a lo dramatúrgico, registro por el cual ha sido premiada y reconocida. Dentro de sus obras se encuentran Hilda Peña (2014) y Amanda Labarca (2023).
Hoy, con esta novela bajo el brazo, Isidora ha dado un salto de lo dramatúrgico a lo narrativo, proceso atravesado por lo híbrido y también por lo poético. Lo primero como un desafío para cambiar la espacialidad e imaginería de lo teatral, y lo segundo como un sello ineludible de su pluma, independiente del género por el que opte.
Centauro es una novela breve, agitada, escrita a frases cortas pero precisas. Estas características son atributos de la propuesta, que versa sobre la historia de una hija que, luego de irse lejos de su tierra natal, retorna al encuentro de dicho lugar, específicamente con su padre, y las memorias de horrorosos hechos trascendentales de la violencia política dictatorial que impregnan las historias de los personajes, y también de donde habitan. Un telegrama remueve la cotidianidad de la protagonista y la empuja a un viaje material y emocional, en el que convergen la historia del país con sucesos tan fuertes como la inmolación de Sebastián Acevedo en los años ‘80.
Sobre el trabajo de la escritura, los referentes y la memoria conversamos con Isidora, a pesar de que en ese lugar había entrado un trozo de un auto y nadie se inmutó.
–¿Cómo fue el paso del registro dramatúrgico, que es en el que más te has movido profesionalmente, al narrativo?, ¿cómo te sentiste?
Fue bien por accidente. O sea, para mí escribir una novela era un sueño: una novela grande, hermosa, de esas que a una la acompañan… pero claro, empecé escribiendo teatro y me empecé a dedicar a la dramaturgia y a los guiones de cine. Este texto lo escribí en 2013, más o menos, y cuando lo mandaba a un fondo de dramaturgia me decían “no, es narrativa”; luego lo mandaba a uno de narrativa y me decían “no, esto parece un poemario”. Me pelotearon de un estilo a otro y terminé poniéndole “la obra al fracaso”. Luego, cuando la terminé como obra, la mandé a un par de directoras. Una me dijo que no le interesaba y algunas ni me contestaron el correo. Luego pensé en cómo seguir intentándolo, porque tampoco es tan fácil escribir. Yo me dedico a hacer clases y a hacer obras de teatro, guiones, y me invitan a escribir para proyectos, pero es distinto cuando es tu proyecto.
La seguí enviando hasta que Editorial Alquimia hizo un concurso de textos híbrido y ahí lo mandé. Hubo más de 800 manuscritos y este es uno de los cuatro seleccionados. Ahí empecé a trabajar con la editorial y en paralelo a compartirlo con amigas autoras de narrativa o que escriben, y claro, hablamos sobre el traspaso de conceptos porque cuando escribes una obra de teatro sabes que el cuerpo completa esa información, le va a dar un tono, una energía mientras dice lo que dice. En cambio, en la narrativa la palabra completa. De todas maneras, me gusta la narrativa más velada, me gustan las obras y libros que den cierta opacidad, un cierto formato que uno no sabe bien si es crónica o narrativa.
–Como salirse de los géneros.
Sí, me gusta mucho eso, y en general mis obras también son un poco más como una conferencia; me gusta que sean voces particulares, específicas. Tratando de conservar eso, el trabajo de darle cuerpo a la palabra no fue fácil. O sea, fue súper bonito y entretenido hacerlo, pero fue muy difícil.
También fue una oportunidad para ver las estrategias que ocupan otros escritores y escritoras. Cuando Jon Fosse ganó el premio Nobel de Literatura –yo nunca lo había leído–, lo empecé a ver y me di cuenta que yo también escribía medio así. Fue bonito encontrarme muy tardíamente con él y sus mezclas: un gran novelista y dramaturgo es inspirador.
–Hablaste de lo difícil que es escribir, ¿cómo se cocina la escritura?, ¿cómo te da el tiempo para esta labor?
Me he demorado años en dedicarle todo el tiempo que quisiera o que necesita. Antes hacía clases en escuelas de teatro y de cine, pero las escuelas de teatro son mucho más demandantes en términos energéticos de proceso creativo, porque cuando eres profesor de actuación tienes muchas horas a la semana y hay que montar una obra, entonces les adaptaba o les escribía obras. Decidí hacer solo clases en la escuela de cine, donde hago un trabajo mucho más concreto, que es corrección de guión o dirección de actuación, y esa energía invertirla en la escritura.
Siempre estoy escribiendo algo porque estoy en un proyecto o estoy en una película. Tengo la suerte de que estoy haciendo algún proyecto mío o estoy trabajando en un proyecto ajeno, que una lo vuelve suyo, porque si te invitan a escribir tienes que sensibilizarte con eso. El estudio previo a la escritura me gusta mucho. Como dice una amiga, todavía tengo hambre de escribir. Eso es lo que me pasa, me gusta mucho escribir.
–Hablaste de encontrarte en otras escrituras. ¿Con qué autores y autoras te sientes emparentada en este registro?
Mambo de Alejandra Moffat creo que es de mis novelas favoritas. Claro, leo muchas más autoras que autores, y cuando estuve corrigiendo Centauro esos textos fueron súper significativos. En el verano leí a María Negroni, El corazón del daño, que me marcó. Ella escribe en frases cortitas y cuando le preguntaron por qué, ella dijo que porque su mamá tenía asma cuando era chica. Yo también escribo así, y es divertido porque también soy asmática.
También leí El vestido blanco de Nathalie Léger, un libro sobre una performer que viaja por Europa, y para demostrar que los seres humanos somos naturalmente buenos viaja a dedo vestida de novia con una amiga. En un momento se separan y la matan. Es una performer famosa, importante, tiene documentales y ella toma su historia. Fue super inspirador en términos del viaje; igual que Apegos feroces de Vivian Gornick, que es una mujer que camina con su mamá por Nueva York, una vuelta al pasado con esa madre muy significativa y muy pregnante. Tengo muchas más referentes como la Ale Moffat, Nona Fernández; también me gusta la poesía de la Paula Ilabaca. Podría nombrar a un montón de autoras que admiro, pero eso fue lo que tuve más cerca este tiempo.
–¿Cómo surge la historia de Centauro?
Creo que si tuviera que clasificarla, esta novela está un poco cerca de la autoficción, porque claro, es una historia que no ha sucedido, pero hay mucho de biográfico. Yo soy de Los Ángeles, y cuando una vez fuimos a Concepción había una mancha negra con una cruz roja en frente de la catedral. Esto tiene que haber sido el ‘92, y mi papá me contó la historia de Sebastián Acevedo, que esa cruz la pintaron para que nadie se olvidara que había muerto ahí, y yo me quedé con esa imagen, con la mancha, porque había una mancha negra que me imaginaba que era el hollín que quedó cuando él se había quemado.
Para mí eso fue súper significativo. Nací el año ‘81 y vivo con esta idea de los héroes de la dictadura, y mi familia –que es una familia que tuvo miedo– es mucho más opaca dentro de la historia oficial, entonces para mí Sebastián Acevedo es un héroe. Es una historia que me marcó mucho y de ahí parte en términos históricos, porque para mí es súper importante –y también lo hago en teatro– que sea súper claro el contexto histórico donde suceden las cosas. En el fondo, ese reino, en lo local, en lo concreto, permite darle un paisaje de fondo a la historia y una temperatura. No es lo mismo que una historia pase en democracia a que una no tenga idea lo que está pasando. En ese sentido, también los ‘90 son paisaje de fondo, con toda esa penumbra y oscurantismo.
–¿Cómo marca tu imaginario literario la violencia política?
Me cuesta entender cuando uno escucha a gente que creció en los ‘80 y ‘90, y eso no le aparece de ninguna manera. Lo encuentro loco, porque es con lo que convivíamos todos los días. Los ‘80 eran radicalmente horrorosos, tristes, aburridos, oscuros, pasados a parafina; pero los ‘90 los encuentro mucho más terribles, porque era todo mucho más velado y seguían pasando cosas: se empezó a fragmentar todo –las familias se fracturaron, en mi historia personal–, y empieza a aparecer el horror. En el fondo, comienza a salir de la alcantarilla, pero al mismo tiempo tapándolo.
–Tu libro está muy cargado de lenguaje poético. ¿Cómo lo aplicas y lo haces parte de tu imaginario escritural? ¿Cómo describirías ese registro que tiene el libro?
Lo que más me gusta de la dramaturgia es que se traduce el cómo habla alguien a la escritura. Si tú pones un texto –en dramaturgia es mucho más libre– lleno de puntos suspensivos, es que el personaje está dudando; o si haces frases largas o frases cortas… Me gusta que las voces en la escritura estén desarrolladas con un ritmo personal, y me parecía interesante para esta forma de escribir de esta mujer noventera probar el fraseo; parecido a Hilda Peña, pero otra cadencia.
Lo poético ni siquiera lo busqué. Como que me sale así. Me gustan las imágenes que levanta la poesía, el uso de las palabras y los tiempos… Sería hermoso que esto fuera un estilo personal, imagínate, pero así me salió este.
–Los personajes de Centauro son personas comunes. ¿Cómo las personas de habla popular también tienen el habla poética?
Ese un súper prejuicio de la literatura, del teatro, del cine, cuando solo se recrean voces que se supone que no tienen acceso a ciertos lenguajes, ciertos contenidos, ciertas palabras. Ahí Juan Radrigán, desde la dramaturgia, me marcó mucho. Él era hijo de un mecánico agrícola que viajaba con su familia por pueblos del sur arreglando tractores y mira lo que logró. Con él siempre hablábamos de ese clasismo, del mérito de la escritura, de la construcción de personajes del cine, del teatro, donde los pobres hablan como pobres, los ricos hablan como ricos.
–Lo poético como camino de representar una dignidad.
Y sobre todo de no presuponer y no atribuirle a ciertas clases el amor por las palabras, el amor por las imágenes, por la belleza. La belleza no es patrimonio de los cuicos y eso es importante saberlo, porque en las narrativas, en muchas cosas, se han apropiado de esta pobreza estética, que lo encuentro súper peligroso.
–En el libro hay un cuerpo quemado y una pregunta por ese cuerpo quemado; también hay una pregunta por la persona que se va y después regresa. Está el cuerpo del padre quieto. ¿Cómo se articulan esas diferencias de los estados del cuerpo?
Creo que eso viene por el teatro: la necesidad de la materia del teatro, porque en el fondo puedo tener muchas obras escritas y sin duda tienen un valor literario en sí mismo… Yo me rehúso a que la dramaturgia sea sólo para ser representada, porque incluso cuando está escrita ya estás buscando una potencialidad, un cuerpo, una voz o lo que sea.
Este libro está dedicado a mi papá y a Sebastián Acevedo. Está el paralelo de esos cuerpos y la pregunta de qué pasa con ellos cuando se queman. Por otro lado, está este cuerpo que se anquilosa y que se vuelve monstruoso. Me imagino la diferencia del movimiento hasta prenderse fuego y la quietud hasta anquilosarse. Esas dos imágenes podrían completar esta búsqueda de padre de la protagonista. Al tener este padre que se queda en silencio, ella idealiza a este padre heroico que se quema, entonces me parece interesante poner en tensión esas dos corporalidades, ambas monstruosas. Un cuerpo no tiene que ser quemado, un cuerpo no necesita tener que quemarse para lograr nada; un cuerpo no puede quedarse quieto hasta convertirse en un centauro pegado a una cama en un cuatro patas de madera. Me parece antinatural ambos.
–Recientemente presenciamos la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado. Este libro no cae en ese calendario, por decirlo así, pero te pregunto como parte del mundo cultural: Pasamos los 50 años… ¿ahora qué?
Creo que las curatorías tan cerradas son peligrosas. Para los 40 años del golpe pasó lo mismo, que en el fondo nos agarramos de una efeméride… Esta efemeriditis de la curatoría es súper importante, pero es muy nociva porque todo el resto del tiempo obviamos el tema de la memoria, los derechos humanos, la violencia. O sea, una vez al año nos acordamos de alguien o algo, pero en el fondo eso hace que la memoria también se anquilose y que haya fechas para recordar cosas, cuando la memoria es una entidad viva, orgánica, dinámica y que depende de lo que hablemos, lo que vamos recordar. Si no lo nombramos no va a aparecer y eso yo lo encuentro peligroso desde el mundo del arte y la cultura. Cómo se abordan estos temas que debiesen ser permanentes, transversales, no un hito en el año y claro, en 10 años más vamos a ver de nuevo series, obras, películas, pero hay que ser duras, hay que ser catetes. Sin duda hay hitos, pero las cosas no dejan de moverse y creo que es importante nombrarlas de manera permanente.
–¿Cómo te gustaría que este libro fuera leído?
Que sea leído ya me parece alucinante, porque como estoy tan acostumbrada al teatro o al cine, que son una experiencia colectiva de encuentro con la obra, que la intimidad del libro me parece exquisita. Nunca pensé que iba a hacer un libro de narrativa –o de algo que no fuera teatro o cine– y estoy súper agradecida.
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