Alquimia Ediciones viene trabajando desde 2021 en la traducción colectiva de autores alemanes al español, labor coordinada por el doctor en Teoría de la Literatura, Mario Gomes. Nacido en Alemania, de nacionalidad portuguesa y radicado en Concepción desde 2018, Mario me ayuda en esta conversación a abordar una pregunta que me ronda desde hace meses: ¿cómo es que un texto que me era imposible de entender puede, luego de que alguien lo toma y elabora sin alterar su sentido, llegar a mí y entonces hablarme?
¿Qué hacía una poeta turca, cuya lengua materna es el alemán, parada sobre las ruinas que dejó el incendio en la ciudad de Santa Juana, en la Región del Biobío, en 2023? ¿Por qué Özlem Özgül Dündar llegó a la Universidad de Concepción? ¿Cómo es que sus poemas, escritos en ese idioma abundante en consonantes y palabras largas, se pueden leer en un español amigable en el libro Formas de vestir la muerte de Editorial Alquimia?
Una de las claves quizás esté en alguien que, como ella, nació en Alemania pero que tiene la nacionalidad de su familia. “Ella es turca, porque es hija de padres turcos. Yo soy hijo de padres portugueses, así que tengo nacionalidad portuguesa. En Alemania la nacionalidad no se da por haber nacido en el país”, me explica Mario Gomes, doctor en Teoría de la Literatura radicado desde 2018 en Concepción. Su español es claro y coloquial, aunque suena extranjero. Dice palabras como “tincada”, usa expresiones como “así y asá”.
Su primer trabajo, cuenta, empezó cuando todavía estaba en el colegio y se puso a traducir textos técnicos del alemán al portugués. Ahora, además de dar clases de “Introducción a la traducción literaria” en la Universidad de Concepción y de trabajar para el Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) –donde representa a las universidades públicas alemanas en Chile, trabajo que termina en un par de semanas más– coordina una serie de traducciones del alemán al español que Alquimia viene publicando desde hace tres años: Chinese Market of Baratijas (2021) de Ann Cotten, Australia (2023) de Jan Wagner y ahora Formas de vestir la muerte (2024) de Özlem Özgül Dündar.
“Coordinando” porque se trata de un trabajo colectivo, que hacen en conjunto estudiantes de diferentes universidades de distintos países. Se llaman Red Ü y se definen como una “red neuronal humana”. Una red “no de computadoras, sino de cerebros, conectados por internet”, me dice Mario. Para este libro, participaron estudiantes de la U. de Concepción, de la U. Católica de Valparaíso, de la U. de Asunción y de la U. Nacional de Montevideo.
Los primeros dos libros los tradujeron luego de que Mario le presentara a la editorial a algunos de las y los autores que le parecía interesante traer al español, pero este último proyecto fue más allá: la autora hizo una residencia en Concepción entre febrero y marzo de 2023, donde tomó apuntes y empezó textos que desde Alquimia esperan que pronto puedan ver la luz. Entre tanto, el equipo tomó poemas sueltos y su poemario Gedanken Zerren (Elif, 2018), donde publicó su “poesía enjaulada” –textos escritos en una matriz muy angosta que a ratos hace que las palabras queden cortadas a la mitad– para traducirlos simultáneamente en tres países.
Dice Özlem en Formas de vestir la muerte:
“y a dónde se han ido todas las mariposas las futuras generaciones también tendrán mariposas en el estómago cuando sientan el amor burbujear en sus estómagos cuando ya no existan las mariposas quién seguirá sintiendo mariposas en el estómago qué dirán dentro de cien años cuando ya no sepan lo que son las mariposas probablemente no entenderán nuestros escritos no nos entenderán a nosotros”.
Cuando me enfrento al libro de Özlem o cuando el libro me encuentra, me fijo en el nombre de la autora y leo que es turca; luego veo que escribe en alemán, y entonces me planteo lo que vengo preguntándome hace algunos meses:
¿Cómo es que nos llegan libros escritos en idiomas lejanos?
¿Qué camino recorre un texto?, ¿quién tiene que tropezar con él?, ¿qué trayectoria tuvo la vida de quien lo leyó en su idioma original, para que pueda tomar esas palabras y ponerlas en una lengua que justo entendamos?
¿Cómo es que una oración que me era imposible de entender tiene la habilidad de, luego de pasar por alguien –luego de que alguien la tome y trate de traérmela sin alterar su sentido– llegar a mí y entonces hablarme?
Lo pensé por primera vez cuando leí Si la muerte te quita algo, devuélvelo (Sexto piso, 2021), un libro donde Naja Marie Aidt cuenta cómo murió su hijo Carl. La autora nació en Groenlandia, pero vive en Dinamarca, donde ocurre la historia. En algún punto de la lectura, pienso: esto debe haberse escrito en danés. Pienso: quién lo tradujo al español. Busco su nombre y la encuentro en la portada, justo debajo del título. Traducción de Blanca Ortiz Ostalé, una española que estudió también en la U. de Copenhague. Pienso en Blanca cuando las palabras de Naja Marie, que no podría entender si no fuera por ella, me tocan en algún punto muy central del cuerpo, cerca de mi columna vertebral o entre medio de mis costillas. Pienso en Blanca y le agradezco que haya descubierto este libro de Naja Marie y que haya decidido tomar sus palabras del danés para traerlas al español. Le agradezco haberme regalado este libro.
La palabra “traducción”, averiguo, viene del latín traductĭo, -ōnis, “hacer pasar de un lugar a otro”, y se usó por primera vez en 1539. Traducir, me dice Mario cuando le pregunto, sirve para que las ideas circulen. “En el mejor de los casos, contribuye a que la gente se entienda, y en el peor a que se desentienda. Es un canal de comunicación”, dice. Me cuenta el ejemplo de Toledo, la ciudad española que se considera la capital de la traducción, porque en ella convivían la cultura cristiana, la musulmana y la judía. Allí existió la Escuela de Traducción alrededor del siglo XIV, “que no se sabe realmente si fue una escuela o si era gente que se juntaba más o menos informalmente a traducir, pero fue una institución donde se intercambió mucho saber”, cuenta. Eso permitió que los conocimientos del mundo árabe estuvieran disponibles para el mundo occidental, como por ejemplo, la óptica.
La traducción sirve para que circulen ideas, cosas, libros, textos. Sirve para que circulen, incluso con el riesgo –siempre latente– de que se distorsionen.
“La imagen que me gusta usar es que la traducción es transmisión audiovisual. Cuando tú traduces un texto, significa que estás transmitiendo sonidos –la voz del narrador–, cierta estructura prosódica, la aliteración, el ritmo e imágenes, y esas imágenes tienes que tratar de mantenerlas íntegras en la traducción”, dice. Y a veces existe la tentación de escribir, más que traducir, porque la traducción a menudo presenta desafíos. “La tentación de decir ‘qué buena solución que encontré, suena mejor que el original’ es grande, pero no es lo que dice el texto original. Si no hay una rima o una aliteración, el traductor no debe poner una”, explica.
Es el dilema frente al que se encontraron escritores de gran reconocimiento que también se dedicaron al oficio de la traducción literaria, como Vladimir Nabokov, que traducía del inglés al ruso y viceversa; o Julio Cortázar, que tradujo Robinson Crusoe y los cuentos de Edgar Allan Poe; o Mario Benedetti, que traducía entre el español y el alemán. Está, también, la postura de Jorge Luis Borges, que creía en la “traducción libre” e hizo lo propio con los poemas de Walt Whitman. Lo mismo Arno Schmidt, escritor alemán que llevó a Allan Poe a su registro gráfico de la escritura. En Chile tenemos el caso de Nicanor Parra, que tradujo el Rey Lear de Shakespeare. “Yo creo que esa traducción es interesante para quienes estén interesados en Parra, no para quien quiera leer a Shakespeare”, acota Mario.
Por eso el modelo de traducción colectiva le hace sentido. “Primero porque dos cabezas piensan mejor que una, y cuatro mejor que dos, y diez mejor que cuatro. En la colectividad salen ideas muy buenas. Estamos ahí a veces media hora dándole vueltas, vueltas, vueltas a un problema. Es un proceso iterativo, pero también interactivo: la gente va proponiendo cosas, se va cristalizando y, al cruzar las varias opciones, se llega a una muy buena solución, que casi siempre es consensuada. No siempre, pero casi”, relata. “Ya no hay ego, ¿entiendes? Y es muy bonito eso”.
–¿Por qué crees que es importante que la traducción la haga un ser humano?
–No creo que la traducción la tenga que hacer un humano. La máquina, cuando traduce bien, traduce lo que está. Capta el tono, la sintaxis es parecida, el vocabulario que usa es parecido, el registro. La máquina puede captar todo eso, y cuanto mejor se desarrolle, mejor resulta. Para mí, la traducción libre es un concepto más parecido a la reescritura. Una traducción, en mi entender, parte del principio de que vas a intentar mantenerte lo más cercano posible al texto, a sabiendas de que nunca vas a poder transmitir todo. Si hay aliteraciones, tratamos de hacerlas. Si hay rimas, bueno, démosle con las rimas, pero que no queden ridículas, que correspondan más o menos a cómo estaba en el original.
–¿Y no te parece que precisamente por todos esos factores es que tiene que haber una persona detrás? Una oración textualmente puede decir una cosa, pero quizás está en el criterio del ser humano decir: lo que está tratando de decir es otra.
–Creo que cuanto más capacidad de computación tengas, mejor. Y sí, con “capacidad de computación” no me refiero necesariamente a máquinas: pueden ser cabezas, cerebros, puede ser también capacidad de computación maquinal. Eso nosotros lo verificamos en la traducción del segundo libro, donde un grupo nos entregó, a mi entender, una traducción muy cercana a la perfección. Había unas rimas medio raras y ese grupo se dio tantas vueltas que lograron llevar eso al español. Por eso digo: cuanto más capacidad de computación tengas y cuanto más posibilidades tengas de darle vuelta, no cinco veces sino ojalá quinientas, mejor va a ser el resultado.
El autor desaparece porque lo que tiene que aparecer –que emerger– es el texto.
El texto como una entidad.
Pienso, entonces, que traducir quizás se trate de volverse invisible. Que una buena traducción quizás se identifica porque no se nota que ahí hubo alguien traduciendo.
Mario me cuenta un ejemplo que le enseñó un profesor en Portugal: “Si tú lees a Tolstói y a Dostoievski, no pueden sonar a lo mismo, pero en portugués suenan a lo mismo porque la pareja que los tradujo del ruso es la misma, y la traducción se sobrepone, termina impregnando el texto. Entonces eso no debería ser: cada texto debería tener su sonido. El traductor, cuando mete ruido, no lo está haciendo bien, y ese ruido puede estar en que estés distorsionando cosas o que estés agregando demasiado de tu lenguaje. Si yo leo a Dostoievski, yo quiero vivir en la ilusión de estar leyendo Dostoievski. Y ese siempre ha sido el objetivo en este proyecto”, dice.
Pienso en el libro de Özlem, mientras converso con Mario en este café de Concepción, y pienso que quizás sus Formas de vestir la muerte no me hubieran llegado nunca si los padres de Mario y sus abuelos no hubieran sido portugueses; pienso que nunca me hubieran encontrado –a mí, lectora ávida del duelo y sus posibilidades– si él no hubiera nacido y crecido en Alemania; pienso que era necesario que pudiera visitar a sus abuelos en Portugal hablando alemán y que pudiera caminar desde esa casa hasta la frontera con España para poder manejar esos tres idiomas que se intersectan en este proyecto.
Pienso en Mario y pienso en Blanca. Pienso en las formas que fueron tomando sus vidas para convertirse hoy en la pieza clave que son, ese engranaje que está justo en la coyuntura de dos mundos que, por sí solos, no se entienden entre sí. Pienso en el trabajo silencioso que hacen: encontrarse con palabras que les tocan alguna fibra del cuerpo y entender que no pueden quedárselas para sí. Tomar esas palabras y tratar de honrarlas –en su intención, en su espíritu– para traerlas a nuestra lengua y que entonces también puedan puedan hablarnos a nosotrxs.
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