Hay algo difícil de sortear al momento de aproximarse a obras que integran una serie. En un nivel, la presión por imponer coherencia al conjunto, reconstruir retrospectivamente lo que se encontraba desde el primer momento y se manifiesta en cada una de las partes. Por otro, la certeza de que incluso los planes diseñados con precisión quirúrgica tienen fisuras por donde se cuela lo impredecible –la emergencia de un acaso que aleja a un segmento de la serie de su eje rector–. De ahí que la lectura de un corpus al que le falta una pieza introduzca dudas (¿será que en ese elemento se encuentran las respuestas de la secuencia incompleta?; o, por el contrario, ¿son tan dependientes entre sí los módulos que nada puede ser dicho de ellos sin haber hecho el recorrido cubriendo todas las estaciones?).
Pecado nefando, estrenada en el Centro Cultural Matucana 100 el 28 de noviembre, es la más reciente obra de Teatro Sur –con dirección de Ernesto Orellana– y la última de la trilogía Memorias invertidas, que incluye Yeguas sueltas y Edmundo. Desde un primer momento admito que mi necesidad de prologar las reflexiones que vienen responde a un antecedente a estas alturas obvio: me falta por ver una de las obras. Sin embargo, antes que aislar a Pecado nefando de la tripleta, quisiera probar suerte tendiendo puentes con Yeguas sueltas ahí donde resulte productivo, quizá como forma de volver más provisional mi lectura. Así, si en el plano puramente temático la primera pieza de la trilogía explora la movilización que tuvo lugar el 22 de abril de 1973 en Plaza de Armas y Edmundo gira en torno a uno de los primeros casos de notoriedad pública de la crisis del VIH-sida en los ochenta, Pecado Nefando cierra con el arco de la reforma del artículo 365 del Código Penal en 1999[1].
De manera recurrente a lo largo de su desarrollo, la obra combina temporalidades y apuesta por borronear (¿o confundir?) hitos o referencias dentro de la línea histórica. En un gesto que remite a otras creaciones de Teatro Sur (como Demasiada libertad sexual les convertirá en terroristas), un momento inicial nos reconduce a la escena fundacional de la sodomía dentro del imaginario judeocristiano, con la presencia de figuras de túnicas monacales y cuerpos sometidos al tormento de la imposición moral. Con un trabajo de proyecciones de ondas sonoras y cuerpos de fondo, el cuadro se interrumpe de manera abrupta para dar paso al elemento que organizará gran parte de lo que sigue: el ejercicio deliberativo y organizacional de un colectivo de activistas identificados sólo por la letra inicial de sus nombres. La despenalización del sexo homosexual, el impacto del VIH y la lucha contra la discriminación animan una dinámica entre los personajes que va y viene durante el transcurso de la obra.
La asamblea-como-forma representa, en Pecado nefando, el tablero para el debate en torno a conceptos (homosexualidad, eugenesia, patologización), sistemas legales (el Código Penal, la ley de estados antisociales, la Comisión de Verdad y Reconciliación) y contextos históricos (el incendio de la disco Divine, el trabajo forzado, la persecución por Carlos Ibáñez del Campo), a la vez que escenifica tensiones de orden estratégico y programático: la relación con los partidos de izquierda, la fragilidad del “consenso democrático” para el mundo de la sociedad civil, el lugar de las personas seropositivas en el espectro organizacional, la eficacia del arte como mecanismo de intervención política, el escándalo como táctica contrapuesta a la respetabilidad. Intercaladas con el devenir del colectivo y su despliegue activista se encuentran secuencias sobre cada uno de los personajes, sea como inflexión que nos entrega algo más de trasfondo de cada uno de ellos (el diagnóstico de VIH y la reacción del entorno social, la visibilización de una identidad trans y una mastectomía que no tiene el resultado esperado, el quiebre del vínculo con la familia que produce la expulsión del hogar), o como derivas hacia historias fuera del recorte temporal de la lucha por la despenalización de la sodomía. De tal suerte, la vida de Marcia Alejandra Torres (primera persona en someterse a un procedimiento quirúrgico para alterar su sexo registral), la sección sobre el machi weye en El cautiverio feliz de Pineda y Bascuñán, o la irrupción de un ángel apocalíptico que anuncia la peste rosa y llama a un nuevo reino sobre la tierra (cita a Angels in America) operan como contrapunto del “avance” en la pugna por modificar las leyes que rigen la vida sexual.
En el ensamblaje de ambas estructuras, sin embargo, el calce no siempre es tan fluido, más allá de los necesarios ajustes que ocurren a medida que una temporada teatral avanza y el equipo dentro y fuera de escena encuentran su ritmo. El registro discursivo de algunas intervenciones de los miembros del colectivo político alterna entre el tono conversacional, los giros de humor –esperables cuando de discusiones entre maricas se trata, pero no por eso menos necesarios– y la confrontación de posiciones con vastas redes de argumentos y referencias. Pasamos de la deriva léxica de los insultos (cola, coliza, colipato, maricón, fleto, loca, hueco, se le da vuelta el paraguas, se le quema el arroz, se le apaga el calefón, le gustan las patitas de chancho…), con un ritmo lúdico, a la explicación de la biología de la degeneración y alusiones a Michel Foucault, cuya textura instala otra dinámica entre los personajes y su habla.
No se trata de un procedimiento ajeno a las obras de Teatro Sur. Por el contrario, los desafíos que implica esta combinación entre la primacía del texto (como vehículo de transmisión de ideas) y la primacía de la acción (como puesta en escena del cuerpo) aparecen tempranamente señalados en Demasiada libertad sexual. A su vez, Yeguas sueltas integra la densidad del trabajo de archivo y la urgencia por transmitir información de contexto. Esa activación documental ocurre en Pecado nefando con el segmento dedicado a la historia de Marcia Alejandra y el allanamiento de calle Huanchaca, en Antofagasta, al igual que con la tangente dedicada al weye en la cultura mapuche.
En el primero, la proyección de consignas, el registro fotográfico de marchas de los noventa y las voces que reaccionan a la presencia pública marica en la incipiente democracia dan paso a la reconstrucción biográfica y la imaginación de una vida trans en el Norte grande. Entre pasos de ballet, huidas de la represión policial y la fascinación por el desierto, ese pasado nos invita a imaginar otras posibilidades que fueron silenciadas o truncadas. Similar gesto ocurre con la aparición de una silueta a contraluz, cubierta de pelos, un cuerpo cuya apariencia tiene tanto de hipnótico como de indefinido, en abierta oposición al relato del soldado español en Cautiverio feliz que no sabe qué hacer frente a lo que parece mezcla de brujería y abominación moral.
Con la elaboración asamblearia, sin embargo, el texto parece encapsularse, reduciendo la capacidad expresiva de los personajes bajo el peso de los datos, las ideas o las tesis políticas. Vemos a las posturas enfrentadas en campos relativamente dicotómicos: incomodar o enmascararse; incluir o excluir las demandas vinculadas al VIH del movimiento; “hacer política” o “venderse a la institucionalidad”; la primacía homosexual versus la presencia forzada de otras identidades. Esto tiene la virtud de reponer las tensiones realmente existentes dentro del movimiento LGBTIA+ de los noventa (difuminadas por el paso de los años), aunque a costa de reforzar un relato histórico más esquemático sobre ese período en lugar de explorar sus tensiones, contingencias o sendas no recorridas. La multiplicidad de posiciones políticas, la incertidumbre de los resultados de la acción y las dificultades prácticas de la organización que Yeguas sueltas compone en su rememoración de las locas del 73 no parece replicarse en esta ocasión.
Acaso sea la distancia más corta o la sensación de que el escenario político que enfrentamos hoy repite la incomodidad o el sabor amargo que produjo la lucha de los noventa. O, dicho de otro modo: Yeguas sueltas, la historia interrumpida de un movimiento incipiente en la vía chilena al socialismo –con cincuenta años entre entonces y ahora–, se presta para elaboraciones distintas de aquellas que sugiere la imperfecta transición y el modelo neoliberal que la acompañó. Las evidentes limitaciones de un gobierno como el actual, integrado tanto por los críticos de la Concertación como por sus sobrevivientes, pueden darle un nuevo aire a estas dicotomías como el lente con el que miramos la realidad y sirven como necesaria interpelación a la autocomplacencia de las organizaciones LGBTIA+ vinculadas al oficialismo.
Sin embargo, ¿no corremos un riesgo al pensar que el paisaje sigue exactamente igual que hace un cuarto de siglo? ¿Cuánto rendimiento tiene la primacía de una tesis política monolítica por sobre la pluralidad estratégica? Las dificultades para acoplar las dos estructuras dramáticas dentro de Pecado nefando puede que sea la manifestación de un viejo problema en las relaciones arte/política: lo irresuelto en la sociedad se muestra como algo irresuelto en la obra. Si algo en nuestro presente es inconexo, la desconexión tiene también su forma de expresarse en la producción artística. Eso nada quita a la eficacia de la puesta en escena de contradicciones que hacemos bien en recordar: la estigmatización de las personas viviendo con VIH, la ilegibilidad de los cuerpos trans, la instrumentalización mercantil de la diversidad. Tomados de forma aislada, los cuadros dentro de la obra que abordan estas contradicciones tienen un rendimiento que no siempre se traslada al conjunto.
En el balance, la trilogía Memorias invertidas realiza un ejercicio con el que estábamos en deuda. Se trata de apostar por reconstruir una historia propia, crear la secuencia de los acontecimientos políticos llevados a la ficción dramática y enfrentar las dificultades de un pasado que se encuentra, a la vez, demasiado distante y aún sin resolver. Funcionará ahora como una coordenada que ancla escénicamente el empeño que otras producciones culturales maricas han venido haciendo en las últimas décadas: reivindicar una memoria rosa, torcida. O inventarla ahí donde lo que aparece son los vacíos, mezclando tiempos, leyendo los archivos a contrapelo y haciendo un mínimo de justicia al recordar a quienes pusieron el cuerpo antes que nosotres.
[1] Aunque se la suele nombrar como “despenalización de la sodomía”, lo cierto es que la modificación mantuvo el carácter de delito para personas del mismo sexo registral menores de 18 años (si no mediaban las circunstancias de violación o estupro). Dicho de otro modo: la edad de consentimiento para el sexo heterosexual (16 años) y el homosexual (18 años) era legalmente distinta. Sólo en agosto de 2022 se terminó por derogar completamente el artículo 365, igualando ambas edades.
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