Todo ha de ser en vano.
Manadas de caballos ascenderán bravías las pendientes de su infierno natal
y escucharé su paso acompasado, su trote, su galope salvaje,
atravesando siglos y siglos de penumbra,
de sumisas distancias que irremediablemente los conducen aquí.
Olga Orozco. Cabalgata del tiempo
La primera vez que fui al hipódromo lo hice con mi padre. Los caballos pura sangre desfilaron con galantería frente a mí, ostentaron su crin, su porte inminente. Recuerdo mirar a cada uno a los ojos, para luego, decidir. Supe inmediatamente por quién iríamos, creo que nunca más tuve tal certeza. Le dije a mi padre, aceptó confiado e hicimos la fila. Apostamos. Yo era tan pequeña que no veía la cara de quien debía recibir mi papel marcado, solo me esmeré por elevar mi brazo al máximo para que lo aceptaran, con mi padre detrás afirmando la proeza. Entonces, le hice la misma pregunta que la poeta se hace en el primer poema, a mi padre: “¿qué haremos cuando hayamos ganado?”.
Apenas intercambiábamos algún gesto, alguna promesa de futuro, pero allí, se detuvo el ojo hostigador y jugamos, como la niña del poema, sumidos en cierta melancolía del vínculo, cierto dolor. “Los cazadores juegan/sin advertir mi sombra/soy la niña que aborrece/”. Yo tenía y tengo, una relación compleja con mi padre y en ese entonces, quería que me viera competente, triunfante, y ese día, así fue. Ganamos. Los caballos trajeron ese instante y tomamos unos helados luego de que “Colorado” saliera primero en la carrera.
Descubrí también, o recordé, con esta plaquette que inicia con un poema titulado El Tiuque, que estos cuervos se alimentan en el basural, revuelven con sus picos los despojos de quienes han apostado su suerte, beben de los charcos, entre papeles sucios y mojados, despiojan a los caballos y enfrentan a las palomas en la vía pública. Anuncian las lluvias que ablandarán el camino para la carrera, que no se lesionen los pura sangre, que no se rompan las piernas que nos salvarán de este “inmundo barrio”, de esta realidad. Son aves brujas, cuervos que susurran la suerte de los jugadores. Se han adaptado a la urbanidad, aunque vienen de los prados. En el campo abierto de estas hojas, los caballos salen del corral y se dirigen a la carrera. Aquí se muestra al animal, mírenlo bien, en la troya se pasean estas palabras llenas de deseo, vigor, salvajismo y -a ratos- de aversión y hostilidad. Llenas de vida y de muerte y de todo lo que habita en el medio, como un purgatorio.
Carlos Gardel también tenía caballos, y apostaba, quizás el de mejor porte, se llamó “Lunático”. Aunque nunca le fue muy bien, el ímpetu del deseo y el juego lo acompañó en su vida -y en su muerte, tan trágica, tan de mala suerte-. Hay un tango que cantó, de un uruguayo llamado Modesto Papavero, que habla de un jinete, Leguis amo, y describe una de sus carreras.
Lo escucho mientras leo esta plaquette, Polifonía de una carrera, y tiene unos versos que dicen así “Alzan las cintas; parten los tungos/como saetas al viento veloz…/Detrás va el Pulpo, alta la testa/la mano experta y el ojo avisor/ Leguisamo solo, gritan los nenes de la popular. Leguisamo solo fuerte repiten los de la oficial”.El jinete, Leguisamo, o el pulpo, como le decían, es en Polifonía de una carrera, la poeta, Karo Castro, aunque a veces también es el caballo, Yatasto.
Miren, lean, corran, la poeta le habla al lector y las preguntas se perciben como un fuego, el de las pezuñas del caballo al huir, ese rasqueteo que las mantiene filosas: “¿puedes ver mi jugada?”. Karo se convierte en niña, y se quiere ir del inmundo barrio. El caballo es su apuesta, su promesa de cambio, como el potrero lo fue alguna vez para los desplazados. “Dejaré de ser una niña/vendré sin avisar/me sacaré la piel/ y esperaré mi turno/”, dice en un poema lleno de sensualidad. Quiere ponerle nombre a su animal “ese será mi caballo/arderá por dentro/tatuaré su nombre en mi cabeza/ …nunca podrán alcanzarte/ni mirarte de cerca al sol”. Puedo ver las mortajas de vapor y polvo en su trote salvaje, en ese deseo, en el temible silencio de su lectura donde el caballo trota adentro, como un latido.
Una vez vi un caballo muerto en Córdoba. Estaba de vacaciones con mi padre y apareció el animal en el camino. Estaba lleno de moscas y el olor pesaba sobre los cuerpos vivos. Ver al animal ser devorado por los insectos, la belleza muerta, transformó el viaje en una desgracia, todo salió mal, como un presagio. Sentí el vacío, la muerte con su veracidad. Hay una novela de Juan José Saer donde anda suelto un asesino de caballos, en un verano sofocante, a orillas de un río, donde mucho no sucede, solo el temor a la muerte de sus habitantes. Hay algo de eso aquí. “Tengo una pezuña de yegua/como amuleto al cuello”, escribe Karo; pero también dice en el mismo poema “sin llorar es el juego/no me vengan con tonterías/mi futuro es sin promesas/vertical y salvaje”.
También aparece lo cotidiano, en una madre que cría, que apuesta por otra vida para su hija. Que desgrana porotos y colecciona objetos pequeños como si fuera a salirle un genio en uno; los limpia, los limpian hasta el límite de su final. Pero se trizan, en el deseo, en esa espera.
“Estamos a tres cuerpos de la recta final/cada trote hace temblar la pista”. Veo el polvo detrás de las pezuñas del animal otra vez, es una nube negra, una partitura manchada por la pista. Se escucha, como un tango, esa lija, esa garganta sucia.
Para el gaucho, andar o estar a pie era una de las peores desgracias. Nosotros somos los apostadores, no domamos al animal, somos los de abajo. “Tu trabajo era limpiar caballos”, dice Karo en un poema, “paja/tablas/sangre”, no somos los elegantes, los que montan, los que están en lo alto. Cuando le preguntaron a un caudillo gauchesco muy famoso, Cacho Peñaloza, cómo se encontraba en su exilio respondió: “¿y cómo cree uste? Estoy en Chile y de a pie”. Dejar un caballo atrás, ¿qué significa? Me pregunto de qué murió el caballo de Córdoba que vi aquella vez, ¿puede un caballo morir por decisión propia? ¿por abandono?
Los caballos trajeron la plata al barrio, pero también el estiércol que las niñas aprendieron a oler y jugaron como una forma de sobrevivir en el poema. Los caballos fueron la fusta de sus habitantes. Los domingos de carrera aparecen como el borracho del barrio que deja su estela en el aire, que se queda dormido en la plaza, o en las gradas del hipódromo, que bebe para imaginar. Polifonía de una carrera es el vino, el brindis de los perdedores que volverán a apostar y preguntarse ¿qué haremos cuando hayamos ganado?
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Algunos poemas de Polifonía de una carrera
El tiuque
Sostén la copa antes de hacer el juego
con la sensación de quien se asoma
a un charco profundo
el deseo en el peligro supera la razón
afuera parece ser un domingo más
ellos chocan sus copas festejando
-¿qué haremos cuando hayamos ganado?-
una libreta, un lápiz y un pañuelo
para hacer señas
junto pestañas a través del vidrio de una botella
la jugada aparece como una visión
sobre la pata coja babea
soy invisible a los ojos de los vertebrados
como tiuque
sobrevuelo tus parpados vencidos
envuelta en la ranura de los dedos curvos
susurro tus naipes
los cazadores juegan
sin advertir mi sombra
soy la niña que aborrece.
Dios cría infieles
Pero mi madre me cría
-o apuesta por mí-
desgrana porotos en verano
se pasea silenciosa de la cocina al cuarto
no le interesa ir a la iglesia los domingos
se queda mirando el hilo de luz
que entra tibio por la ventana
A veces la ayudo en las tareas del hogar
salivando monitos de porcelana china,
elefantes, japonesas de paraguas y floreros con enanos
juntos en una sola tribu
me pregunto cuál es el gusto por coleccionar figuritas
destinadas a quebrarse
quizás como recordatorio de un instante
las limpio con afán
para no olvidar
que aquí también nos trizamos.
Dos mil guineas
Estamos a tres cuerpos de la recta final
cada trote hace temblar la pista
un solo golpe de cuchillos estremece
tu costilla indomable
los insectos se colgarán de tu cola
atravesando ventanales
correrán tras de ti
y el barro seco en el aire
en algún lugar el recuerdo
será el destello de una guerra
una foto milimétrica en el ojo
con tu cuello alzado
estallando su derrame.
Lengua obscena
Los dedos colgantes revientan
llamando al triunfo
invisible
un ruido incesante de galope
los aullidos duplican
a salto traviesa
el brillo de sus mandíbulas
agudo
al ojímetro
como bala.
Muerte sonora
oír el ruido permanente de la fusta golpear
enfurecida sobre tu cuerpo
oír el choque de las patas al declive del galope
se revuelca como un vaso en la rodada
trisándose en cámara lenta sobre el pavimento.
Oír el sonido de mi corazón quebrarse
ese instinto animal que nos une al peligro
enfrentados a la violencia de esta pista
el mundo es violento
respira a una velocidad
inferior a mis pulmones
pulsa y rasguña
elegimos el juego
sin camino ni señal
desvío la mirada
el vuelco de la cabeza de oreja a oreja
mientras caigo pienso que vuelo
como la armonía musical
de un último tango de fondo
que se propague entre nosotros.