Iniciando la sección “No sé por qué lo hago”, donde hablaremos con quienes impulsan proyectos editoriales independientes, el editor de esta casa enfocada en la ciencia ficción especulativa ahonda en los planteamientos y razones que hay detrás de Imaginistas y sus definiciones sobre este peculiar género literario.
La ciencia ficción, el terror y la fantasía son géneros que, históricamente, nos han permitido hablar del presente usando todo el potencial de nuestra imaginación.
En un continente con una historia tan convulsa como Latinoamérica —atravesado por procesos de colonización, resistencias indígenas y populares, guerras civiles, dictaduras y crisis económicas— la ficción especulativa (término que agrupa de forma amplia estos géneros) ofrece la posibilidad de explorar acontecimientos que podrían haber cambiado nuestra narrativa, interpretar los miedos que emergen de esos episodios traumáticos y concebir futuros que nos alejen del pesimismo.
“Hay una frase muy linda que dice que la fantasía viene a reparar aquello roto en el mundo”, comenta Donald Mcleod, arquitecto de profesión, fundador de la editorial Imaginistas, mientras compartimos un café en un local de Providencia.
Mcleod lleva casi una década inmerso en el mundo de la ficción especulativa, primero como lector apasionado y ahora como escritor y editor. Todo comenzó con un colectivo literario fundado en 2020. Hoy, Imaginistas es una editorial con más de 12 títulos publicados, incluyendo a autores premiados como Cristián Cristino, ganador del Premio Caudal por Los Retornados.
Conversamos con Donald sobre el presente de Imaginistas, su visión sobre la importancia de construir comunidad en torno a la literatura y el potencial de la ficción especulativa en Chile.

¿Cómo fue tu primer acercamiento a la ciencia ficción y a la fantasía? ¿Desde la literatura o desde otro lugar?
Mi entrada fue completamente lateral. No fue por la literatura, ni por ser fanático de Star Wars o Tolkien. Fue más bien por el juego. Por los videojuegos, los juegos de rol. El género me atrapó desde la experiencia lúdica, desde el espacio de la imaginación colectiva. Después, ya en el 2015, con un grupo de amigos —todos arquitectos— empezamos a diseñar un videojuego. Yo no tenía habilidades técnicas ni dibujaba bien, así que me ofrecieron escribir la historia. Nunca había escrito nada. Me gustaba leer, pero tampoco era un lector voraz. Solo recuerdo que por ahí por el 2011 o 2012 leí mucho a Anne Rice. Fue lo primero que leí con gusto después de la adolescencia.
¿Cómo fue el salto de lector casual a tallerista?
Cuando me ofrecieron escribir la historia del videojuego, me sentí absolutamente incapaz. Entonces empecé a buscar talleres literarios. Fue muy bonito y también muy doloroso, porque me di cuenta de lo poco que sabía. Cada taller me enfrentaba con mis propias limitaciones. Pero eso me hizo entender que escribir es un oficio, no una inspiración divina. No es que te baje una musa y escribas algo perfecto. Es trabajo. Y ese trabajo me empezó a gustar.
¿Qué descubriste en esos talleres?
Descubrí que la escritura me daba libertad. Había algo en el papel, en el lápiz, en el lenguaje, que me hacía sentir libre. También encontré una comunidad. Fui a talleres con Juan Cortés, Armando Roselot, después al taller de escritura creativa de la Universidad Católica con autores como Mike Wilson, Alejandra Costamagna o María José Viera Gallo. Pero en ese momento no conecté tanto. Sentía que no había herramientas para trabajar la fantasía, que era más desde lo realista. Años después entiendo mejor esos espacios, pero en ese momento me sentía fuera de lugar.
¿Y cuándo sentiste que eso podía transformarse en algo colectivo?
Eso fue en 2016, cuando me invitan a Weye, un club de lectura autogestionado. Ahí aprendí lo que significaba un colectivo, una metodología de taller horizontal, una comunidad de escritores que estaban interesados en la literatura más contemporánea. Hicimos como 12 o 15 talleres literarios, publicamos fanzines, fuimos a la Filsa, a ferias en Ovalle, armamos fiestas. Fue una época súper rica, se juntaron muchos talentos. Pero también fue difícil: nos acusaron de apropiación cultural por el nombre y tuvimos que cambiarlo. Eso fracturó el proyecto. Cuando pierdes un nombre también pierdes una identidad. Luego, en 2020, nació Imaginistas.
¿Qué buscaban con Imaginistas?
Buscábamos crear un espacio donde la fantasía, la ciencia ficción y el terror se pensaran desde perspectivas distintas: más feministas, queer, latinoamericanas. Nos dimos cuenta de que había muchos espacios muy masculinizados, con temáticas repetidas. Queríamos abrir otras miradas. Empezamos con talleres presenciales en mi departamento, pero llegó la pandemia y todo se volvió virtual. Y eso, aunque suene raro, fue lo que permitió que el proyecto se consolidara.
¿Aprovecharon ese tiempo?
Lo que hicimos fue formar un club de lectura, que comenzó en mayo de 2020. Nos tomó más o menos dos meses organizarlo, y ese club funcionó de manera ininterrumpida durante tres años, todo de forma virtual. Luego tuvo un receso de un par de meses, pero volvió a activarse y sigue funcionando hasta el día de hoy.
Imagínate: todos los meses leíamos un libro nuevo, de unas 500 páginas. Como estábamos en plena pandemia y no había mucho más que hacer, nos metíamos en unos tremendos mamotretos ¡y nadie se quejaba!
Después, con el regreso a la presencialidad y la vuelta a la rutina, ya no pudimos mantener ese ritmo. Pero fue muy bonito ver cómo se fue construyendo todo ese proceso.
¿Cómo hicieron crecer el proyecto?
A partir de ese espacio surgieron varias ideas. Una de ellas fue tomar un diplomado en edición, con el objetivo de ver si podíamos transformar el colectivo en una editorial. Ese era como el objetivo principal. Postulamos a un fondo del Fondart, a través de la Beca Chile Crea, y lo ganamos. Gracias a eso, pudimos estudiar un diplomado en edición y publicaciones en la Universidad Católica.
Durante ese año, mi proyecto dentro del diplomado fue crear la primera revista Imagi. Y ahí estuvimos todo ese año trabajando en Imagi Uno, me acuerdo. Todo ha sido bien experimental también, con mucho ensayo y error, muchos cambios… Yo no tenía ninguna habilidad en diseño, la verdad. Pero me empezó a gustar el diseño editorial, y fue ahí cuando decidí tomar un curso para aprender más.
Ahora ya llevan 4 números de Imagi…
El lanzamiento del número 3 lo hicimos de forma presencial, e invitamos a todos los amigos de Imaginistas. Fue increíble, porque fue el primer evento presencial que organizamos. Llegaron como 60 personas, que para nosotros era un montón. Yo de verdad pensé que no iba a ir nadie, que iba a estar mi mamá y dos personas más… ¡y se llenó! Fue súper bacán, además porque armamos un tótem gigante de madera con imágenes de Imaginistas, la gente empezó a escribir cosas, hicimos un acto poético… Fue bien bonito, muy emocionante.
Ahí creció la familia de Imaginistas.
Y ahí me empezó a picar el bicho del concepto de comunidad. Como que lo empecé a ver más claramente, porque hasta ese momento, para mí, lo que hacíamos era simplemente dar talleres. Nada más. Pero en algún momento alguien me dijo: “Oye, a ustedes les fue bien con su editorial, o con la revista, porque antes construyeron una comunidad.” Y ahí me cayó la teja. Pensé: “Ah… esto es lo que se llama comunidad.” Y fue bonito darme cuenta de que lo habíamos hecho sin saberlo, simplemente por las ganas de compartir, de crear algo juntos. Era pura motivación, pura intención de querer hacer.
¿Cómo fue que empezaron a publicar libros fuera de la revista? ¿Se dio naturalmente o fue una decisión editorial?
En octubre del 2022, Dana Lima —una autora argentina— nos escribió diciendo que quería publicar un poemario de terror animal. Nos dijo algo así como: “Sería bacán si lo publicaran en la página web de Imaginistas”. Y nosotros quedamos como… “pero si nosotros solo tenemos una revista, qué raro”. Yo estaba súper estructurado con la idea de que lo nuestro era una revista y que funcionaba con invitaciones, no se podía sumar algo que no habíamos curado desde el principio, ¿cachai? Pero después dijimos: ya, ¿sabís qué? Afírmate. Creamos una sección de descargables en el sitio y subimos el ePub del poemario. Así de simple.
¿Y eso les abrió otras posibilidades?
Sí, porque en junio del 2023 vimos que se venía La Furia del Libro de invierno y fue como… ya, vamos a la feria. Teníamos solo tres revistas, y Martín —mi socio— me dijo: “¿Estás seguro? Si tenemos solo tres cosas para mostrar”. Y le dije: “Transformemos el libro de la Dana en libro físico, y lo sumamos como una nueva colección. No solo revistas, también narrativa, algo más gráfico”.
Fue una locura, porque hicimos todo en un mes. Sin saber mucho cómo, lo sacamos igual. Ilustramos el libro nosotros mismos porque queríamos que todo quedara con nuestro sello. Y así nació el primer libro fuera de la revista, con autor invitado, con una colección nueva. Llegamos a esa Furia con cuatro libros… bueno, en verdad dos: la revista contaba como uno y el de la Dana como otro. Pero fue hermoso. Toda la comunidad fue a ver qué estábamos haciendo, a felicitarnos, a sacarse fotos. Para nosotros fue súper emocionante, fue como la primera “puesta en escena”. Y desde ese momento, junio de 2023, decimos que es nuestro primer año como editorial.
¿Y siguieron con más publicaciones ese año?
Sí, después de eso fuimos a más ferias y empezamos a sacar otros títulos. Uno de los que teníamos guardado era una traducción de un cuento de Pat Cadigan, La chica-cosa que fue por sushi, que ganó el Premio Hugo en 2013. Lo sacamos a fin de año junto con otro formato tipo plaquette de un cuento de Xelsoi, que terminó siendo nuestro libro más vendido hasta ahora. Nuestro best seller.
¿Hicieron algo especial para ese lanzamiento?
Sí, hicimos presentaciones, lanzamientos, hasta una fiesta para el libro de Xelsoi. Salió todo súper bien. Y fue ahí cuando dijimos: “Ok, si vamos a seguir con esto en serio, tenemos que agrandar el catálogo”.
Pensamos en seis… bueno, siete en verdad. El primero fue Poemas de terror y de misterio de Luis Felipe Fabre, un autor mexicano que admirábamos mucho. Su poesía nos parecía perfecta porque queríamos mostrar que el terror y la ciencia ficción no solo están en la narrativa, también pueden habitar la poesía. Ese poemario lo publicó originalmente en México en 2013 y a mí me había llegado por un taller. Me encantó, le escribí, y él dijo que sí.
Un mes después —en mayo— sacamos La Añoranza Feérica, que eran ensayos sobre literatura de fantasía escritos por Paula Rivera Donoso. Era nuestro primer libro de ensayo, y estábamos súper orgullosos. Paula ya había sacado dos libros de cuentos el año anterior que le fueron súper bien. Ella es una genia, lleva como diez años pensando la fantasía desde Latinoamérica, y por mucho tiempo pensó que nadie quería leer eso. Y de pronto, en un solo año, publicó tres libros. Fue como descubrir un tesoro escondido.
después publicamos Niñas pirómanas, que fue su primer libro de narrativa. Se publicó en Argentina y acá casi al mismo tiempo, justo para otra edición de La Furia. También le fue súper bien.
¿Y cómo fue lo de Luis Carlos Barragán?
Esa fue otra historia bacán. Me llegó el rumor de que venía a Chile y le escribí al toque: “Hola, Luis, supe que tal vez vienes a Chile. ¿Te gustaría publicar algo con nosotros?”. Yo pensé que me iba a decir: “tengo tres cuentos, armemos algo”. Pero no… me dijo: “Quiero que publiquen El gusano”. Y El gusano es su libro más importante. Me contó que lo tenía comprometido con otra editorial chilena, pero nunca se lo publicaron. Me dijo que tenía que romper ese contrato primero y ver si lo podía hacer con nosotros.
No pasó ni diez días y me dijo: “Ya, hagámoslo”. Me mandó el manuscrito… ¡y era un librazo! Como 400 páginas. Para nosotros fue carísimo publicarlo, era como publicar cuatro libros en uno. Pero claro, tenía mucho peso. Luis es un tremendo autor, ganó premios en España, y ahora El gusano va a ser traducido al inglés.
¿Hicieron algo especial para ese libro también?
Sí, porque justo Caja Negra en Argentina iba a sacar su libro de cuentos. Cuando supieron que íbamos a publicar El gusano, nos propusieron hacer un lanzamiento conjunto. Y para mí Caja Negra es como… no sé, qué venga Spielberg a hacer una peli contigo. Fue hermoso. Yo les dije altiro que sí. Todo eso le dio mucho prestigio a la editorial, porque nos empezó a mirar otra gente, desde afuera.
Y también hicieron una convocatoria de poesía, ¿cierto?
Sí, fue el año anterior. Ganó Ayelén Rives, una autora argentina. Era una decisión difícil porque ella es novel y extranjera, entonces para una editorial chica es difícil mover ese tipo de libros. Pero el texto nos encantaba y además íbamos a ir a ferias en Argentina, así que aprovechamos de hacer el lanzamiento allá. Fue una súper experiencia. Ayelén es muy movida, muy motivada. Su libro quedó precioso, hicimos un lanzamiento con performance. Y además siempre es bacán tener autores viviendo en Buenos Aires, porque nosotros vamos para allá todos los años. Así que nos gusta tener un piecito allá. Todavía no estamos en librerías, pero quién sabe. Estamos recién empezando.
¿Cuánto tiempo llevan ya como editorial?
Vamos a cumplir dos años en junio. O sea, funcionamos como editorial desde 2023, y ahora en 2025 estamos empezando nuestro tercer año. Somos chiquitos todavía, pero con harto corazón.
¿Cómo se posiciona Imaginistas frente a otros modelos editoriales?
Nosotros, desde el inicio, tuvimos una regla muy clara: no cobramos a nuestros autores. Y eso no es menor, porque hoy en día la gran mayoría de las editoriales pequeñas —sobre todo las que trabajan con ciencia ficción o literatura de nicho— funcionan bajo un modelo de pago o coedición. Es decir, si el autor paga, se publica. Ese modelo tiene implicancias súper críticas. Primero, porque al depender del ingreso que viene del autor, pierdes control sobre tu propia colección. Publicas lo que te pagan por publicar, y eso afecta directamente la curaduría. No hay un filtro literario real, no hay un criterio editorial firme, y lo que prima es la necesidad de mantener a flote el negocio.
¿Y cómo se traduce eso en la práctica?
Pasa que algunas editoriales sacan cuatro, cinco o hasta seis libros al mes. Y claro, uno se pregunta: ¿cuál fue el proceso de edición de esos libros? ¿Qué tanto diálogo hubo con el autor? ¿Dónde están esos títulos después de su publicación? ¿Hay entrevistas, hay crítica, hay participación en conversatorios o ferias que realmente los integren al circuito literario? Muchas veces, no.
Cuando se publica por publicar, se entra en una especie de vorágine en la que incluso la misma editorial no alcanza a mover sus propios libros. Algunos no llegan nunca a librerías, otros sí, pero no se venden o no tienen el respaldo necesario.
¿Cómo se diferencia Imaginistas de esa lógica más industrial?
Nosotros optamos por un modelo más controlado. Nos fijamos mucho en editoriales como La Pollera, Alquimia o Caja Negra. ¿Cuántos libros sacan al año? Doce, quince. Con eso puedes dedicarte un mes completo a promocionar cada título. Le das espacio, le das vida, haces que esa publicación realmente entre en circulación.
Una publicación al mes es un ritmo que te permite sostener un catálogo con identidad, con coherencia, con visibilidad. Claro, hay meses en que puedes lanzar dos, sobre todo si hay ferias importantes como la FILSA, donde estás presente 14 días y puedes mostrar varias novedades. Pero en general, creemos que lo ideal es ese ritmo de una novedad mensual.
¿Cuál es el principal riesgo del modelo de coedición o pago?
Que pierdes completamente la curaduría. Alguien llega y te dice: “tengo este libro y tengo el dinero para publicarlo”, y tú, como editorial, solo ofreces un servicio. Pero ahí ya no estás editando en el sentido profundo del término. No estás decidiendo qué obras entran a tu catálogo por su calidad o pertinencia, sino por una transacción económica.
Muchas veces se le llama “copago” porque, en teoría, la editorial invierte en distribuir el libro, llevarlo a ferias, moverlo en librerías. Pero en la práctica, la mayor parte del costo lo cubre el autor. En algunos casos incluso le entregan los ejemplares como si fuera una imprenta más que una editorial.
¿Y qué efecto tiene eso en el panorama de la ciencia ficción chilena?
Un efecto muy dañino. Porque al haber tantas publicaciones sin filtro, con niveles desiguales de calidad, la percepción general sobre el género se vuelve negativa. Puedes tener uno o dos libros buenos entre cincuenta, pero están completamente perdidos en un mar de títulos mediocres. Y eso termina perjudicando a todos, incluso a los que sí están haciendo un trabajo serio, comprometido y con una visión clara.
¿Tienen otras reglas o principios que guíen su trabajo como editorial?
La segunda regla clave para nosotros es la búsqueda de calidad. Pero no hablamos solo de calidad literaria en términos técnicos, sino también de una coherencia con nuestra visión del género. Nos interesa publicar ciencia ficción —y fantasía también— que se alinee con una mirada crítica, inclusiva, que dialogue con nuestro presente y nuestro territorio.
¿Qué tipo de enfoque buscan entonces dentro de la ciencia ficción?
Nos interesa una visión de la ciencia ficción que es inclusiva, que es una forma de revisar nuestro presente más que un artilugio del futuro. Buscamos obras que cuestionen el pasado, que examinen los miedos sociales, que trabajen con elementos del terror, que se vinculen a nuestra historia y a nuestras tensiones culturales. Nos mueve mucho el territorio, tanto físico como simbólico.
¿Hay cierta distancia entonces con la tradición más anglosajona del género?
Sí, totalmente. Muchas veces nos encontramos con autores que escriben desde una influencia muy fuerte de lo europeo o lo norteamericano. Y está bien conocer esas tradiciones, pero sus miedos, sus tensiones, sus escenarios son otros. A nosotros nos interesa construir desde acá: ¿cuáles son los miedos que tenemos como sociedad latinoamericana? ¿Qué significa el futuro cuando lo pensamos desde aquí?
¿Y en el caso de la fantasía, también hay una búsqueda similar?
Claro. En la fantasía también estamos tratando de indagar qué podría ser una fantasía latinoamericana. ¿Qué elementos propios podemos trabajar ahí? ¿Qué mitologías, qué formas narrativas, qué territorios simbólicos podemos recuperar o reinventar? No se trata de copiar moldes, sino de preguntarnos qué tiene sentido contar desde nuestra experiencia.
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