Un Relevo [cuento]

octubre 07, 2025
-

Un señor empezó a vivir en la piscina de mar. Aunque no se le haya visto llegar, es innegable su permanencia. Sólo puede uno preguntarse si se trata de una novedad o de la reanudación de un período anterior del mismo habitante.

            Las piscinas de mar eran un ejercicio ambiguo: a medio camino entre escenografía y arquitectura social, se construyeron a lo largo de toda la costa. Volúmenes de seguridad humana; contenedores que se renovaban de oleaje, a salvo de las corrientes y peñascos del Pacífico. Durante una época, las personas pudieron disfrutar de un helado mientras el agua salada de la piscina apenas se movía a la altura de sus ombligos. Al atardecer se veían las siluetas de los cuerpos sumergidos hasta el cuello. Las cabezas flotaban como sonrientes boyas negras.    

            Se extinguieron con la rapidez que habían surgido. Bastaron pocos años de exposición al azote continuo del mar para que los baldosines naufragaran y la enfierradura del hormigón se saturara de sal. Se colmaron de moluscos y estrellas, los muros se descompusieron hasta ser reclamados por un océano que parecía insultado con el simulacro. Sólo algunos restos permanecen aún de pie como esqueletos descalzos. 

            En una de estas ruinas llegó a vivir el señor. Despunta junto al día desde el fondo de la piscina, se agazapa en un ángulo recto de hormigón que hace las veces de recinto. Un recinto desnudo: sin techo, ni puertas ni ventanas, sólo dos muros encontrados que el señor usa para apoyar su espalda y sostener el cuello ante la inmensidad azul.

            Dependiendo del horario, el agua lo cubre desordenadamente: lo he visto flotar de espalda entre restos de cemento y espuma; lo he divisado de pie sobre tablas que se curvaban bajo su peso, mientras el señor escrutaba el horizonte eléctrico. No creo que sea posible dilucidar sus motivos para ocupar la estructura. Puede que lo ancle a ella una memoria infantil o el recuerdo de sus propias manos construyendo entre la bruma costera. Aunque nadie le habla, hay algo en sus gestos de aspecto casi verbal. Como si siguiera un esquema a pesar de no mostrar ninguna secuencia reconocible, en su rutina parece anidar un anuncio hacia nosotros.

            Sólo da la espalda al mar cuando la distracción es imposible de ignorar. Un choque de vehículos en la avenida o los ataques a distancia que recibe cada tanto por parte de algún transeúnte. El resto de su vida ocurre en una suerte de enfrentamiento exclusivo entre el océano y su persona. Puebla la piscina de mar a la manera de una isla desprendida o de una embarcación a la deriva de la cual fuera el último tripulante.

El Pacífico responde a sus provocaciones. Se ceba contra la franja de cemento podrido acosando al señor con trenes de olas que lo azotan de algas, de llagas y mordeduras. Se revuelven entonces sus pocas pertenencias, sus ropas y rudimentos pesqueros, sus maderos se hacen caldo y el señor se aferra con una convicción que nadie conoce en tierra firme. Lo atestiguamos desde el pavimento, compadeciendo abrigados, con la suerte seca de nuestro lado y nos decimos, entre dientes: este hombre está loco, este no es ningún señor.

            Pero yo lo vi. Nadie me lo contó, y aún así el recuerdo se me hace ajeno como si perteneciera a otra persona. Vi el amanecer abrirse paso entre la noche hasta clarear en el rostro del señor, sus piernas chapoteando entre un líquido verduzco, la piedra escalonada hasta un mar que se acunaba como planta de río. Aunque mis ojos se encandilaban entre el insomnio, prometo que vi todo esto: cuando el señor estuvo a punto sumergirse en el agua salada, le salió al paso, desde la profundidad, un sujeto idéntico o al menos análogo. Pensé que al encontrarse entre las rocas intercambiaban algunas palabras. Una vez que terminó de amanecer, el recién llegado resplandecía con el vientre al sol, la espalda extendida y las piernas colgando sobre el Pacífico. 

            El habitante anterior se adentró en el horizonte dando brazadas que rompieron el agua. Cada parte de su cuerpo se movía como una gaviota autónoma. Se dibujó sin titubear hasta que no pude seguirlo más con la mirada.

Este cuento fue trabajado en el Taller de Creación Narrativa, coordinado por Arelis Uribe en el Parque Cultural de Valparaíso, financiado por el Fondo del Libro 2025, del MINCAP.

ARTÍCULOS RELACIONADOS