[Adelanto] Dramaturga María Asunción Requena. Una feminista sin estridencias
En estas páginas, Juan Andrés Piña reconstruye con rigor narrativo la trayectoria vital y artística de una mujer que, sin proclamas ni estridencias, puso en escena personajes femeninos inolvidables: mujeres valientes, capaces de enfrentar la pobreza, la soledad, los convencionalismos de la época y la violencia de la naturaleza. Fue pionera en mostrar sobre el escenario temáticas que más tarde se volverían parte habitual de nuestra dramaturgia, tales como la búsqueda de la identidad nacional, la condición femenina, la marginalidad y la dignidad en la adversidad, en obras como Fuerte Bulnes; El camino más largo; Chiloé, cielos cubiertos y Pan caliente.
Si se revisan las biografías de la dramaturga chilena María Asunción Requena en ellas la fecha de nacimiento señalada es 1917. Sin embargo, la fecha correcta es 1911 (8 de octubre). ¿Qué ocurrió para que se consignara oficial y repetidamente ese error? Algo bastante común en la época de su juventud: dada la precariedad con que estaban construidos los documentos de identidad —su soporte era únicamente papel de diversos grosores—, era muy fácil intervenirlos con una pequeña “corrección”. Y fue lo que ella hizo en un momento de su vida —fue su hermano mayor, Luis, en realidad— obedeciendo al natural deseo de figurar unos años más joven, asunto que era bastante habitual en la tradición de comienzos del siglo pasado, por lo demás.
En un correo electrónico, su hijo Rodrigo Córdova relató lo siguiente: “El dato que yo manejo es que mi mamá es del año 1911. No recuerdo si me lo dijo ella o mi hermana, o mi tío, hermano mayor de ella, nacido en 1909. Al segundo número 1 de la cédula de identidad de la época le agregó una línea horizontal para que se transformara en un siete. De esta manera aparecía menor que mi padre, que era de 1913. En esa época (sobre todo al terminar su paso por España), el asunto de la edad en las mujeres era algo sagrado. Saber ese dato fue increíble para mí, porque ella no representaba para nada la edad que realmente tenía. Mucho tiempo después le conté esto a mi papá y simplemente no creyó que ella era mayor. Incluso se molestó”.
Su hija Asunción (Nena) también lo confirma en entrevistas personales, quitándole la importancia que una “revelación” de esta naturaleza pueda tener a estas alturas, a más de 35 años de su muerte. Incluso prefiere que se aclare ese dato histórico.[i]
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María Asunción nació en la ciudad Coronel Pringles, centro ferroviario y triguero al norte de Bahía Blanca, ubicada al sur de la provincia de Buenos Aires. Fue hija de Blas Requena Sempere (español) y de Teresa Lorenza Aizcorbe Díaz (argentina). Blas formaba parte de una primera generación de emigrantes hacia América. Provenía de la localidad de Santa Pola, perteneciente a un municipio de la Comunidad Valenciana, situado en la costa de la provincia de Alicante. Primero sus abuelos, y después sus padres, fueron dueños del ilustre hotel La Balseta, ubicado en el centro de Alicante, y que en aquellos tiempos poseía hasta caballerizas para los coches. A comienzos del siglo XX, la ciudad ya se asentaba como un importante destino turístico de la península.
En su juventud, después de probar fortuna en todo Alicante —realizando diversos trabajos y sin asentarse en ninguno—, Blas Requena hizo lo que tantos compatriotas suyos habían intentado antes: viajar a América, ese continente casi mítico que, según se decía, ofrecía algo parecido a un futuro de riquezas y bonanzas.
Terminaba el siglo XIX y Blas decidió acogerse en ese mundo americano. Sin embargo, buscar un lugar donde vivir y desarrollarse en ese lejano continente no parecía ser la única razón de este joven alicantino para emprender la travesía. Como el viaje en barco hasta Buenos Aires duraba varias semanas, tenía tiempo para ejercer una pasión que crecía en él desde su adolescencia y que marcó su destino: jugar a las cartas y apostar el dinero familiar, soñando con duplicarlo y alcanzar así una importante fortuna. Fueron largas jornadas de navegación —casi siempre la travesía duraba dos meses en aquella época— pasadas frente a las mesas de juego dispuestas especialmente para los pasajeros, ya que esta era una actividad común en esos barcos. Esta obsesiva actividad de naipes y ruletas le deparó a Blas una cosecha que sería la impronta de su vida: a veces ganaba y a veces perdía, aun cuando esto último sería lo más frecuente y la marca de un designio más bien desgraciado.
Llegado al continente americano, Blas Requena se instaló en el sur de Argentina, en Coronel Pringles, donde tenía parientes que le dieron algunas ocupaciones ocasionales. Ahí conoció a quien sería la madre de María Asunción, Teresa Aizcorbe, La Rubia, como la llamaban en Gualeguay del Paraná, localidad argentina de la provincia de Entre Ríos, donde había nacido. Era hija de vascos emigrados a mediados del siglo XIX y poseedores de cierta fortuna. En Coronel Pringles, Blas y Teresa se casaron y al parecer los primeros años de matrimonio resultaron razonablemente felices, opacados de vez en cuando por los excesos en el juego, adicción de Blas de la que Teresa no supo sino hasta después de un tiempo de convivencia.
Muchos años más tarde, y ya viviendo su exilio francés a finales de los 70, María Asunción recordaría con melancolía a su madre, a pesar de que esta nunca derramó demasiado afecto sobre su hija. Aquí, la nostalgia parece remitirse más bien a ese lugar originario. Así comienza el poema titulado “Te recuerdo y pronuncio, Gualeguay”:
En la nostalgia larga de mi madre
aprendí a deletrear
y a amar tu nombre, Gualeguay.
Nostálgica a mi vez
lejos de toda América
hoy que naces por la vez doscientas
me acerco a respirar en ti.
Y me alimenta
un olor a jazmines
un tapial
la vereda
la sombra de mi abuela.
Y en su mano
¡oh, prodigio!
un gran terrón de azúcar
esperándome.[ii]
En ese mismo exilio francés también recordó a su abuela materna y su infancia, en este texto inédito: “La abuela era seca, áspera, rezongona. Ni besa ni acaricia. Apenas una sonrisa, breve, se disimula. Y sin embargo, como sin querer, su mirada me busca. Cuando al medio día pasamos al comedor. Se hizo la sobremesa. Comimos las golosinas. Después de una larga siesta con mi hermano jugueteamos al escondite, a la mancha, a las cuatro esquinitas. Y tal vez al Gran Bonete. Y como siempre, terminamos peleando”.
Poco tiempo después de nacidos los dos hijos de este matrimonio, Blas fue encargado del funcionamiento y gerencia de varios molinos en un pueblo al sur de la enorme provincia de Buenos Aires. Cuando estaba trabajando ahí, un cuñado le ofreció una mejor posibilidad laboral: la administración de una estancia patagónica chilena, un sitio de kilómetros y kilómetros fértiles, donde vacas y corderos pastaban y se reproducían por su cuenta. La paga era muy buena. La condición básica: irse a vivir a esas tierras y con su familia habitar en la pampa. Blas le respondió que él era capaz de administrar lo que fuera, pero desde una oficina en la ciudad. Para vivir en la pampa, dijo, estaban los gauchos salvajes a quienes, además, ese ejercicio parecía gustarles.
Transcurridos pocos años en su cargo en los molinos, los apostó en los naipes –algo extraño, ya que él no era su dueño, seguramente por una triquiñuela legal— y los perdió. Debía, entonces, pagar una deuda que definitivamente iba más allá de sus posibilidades. Había que endeudarse y conseguir recursos. Esta conducta de apostador del padre, que en ese tiempo se le consideraba un vicio y no una enfermedad compulsiva, la ludopatía, como se le calificaría después, determinará en gran medida el rumbo familiar.
En fin, en 1916, y a regañadientes, aceptó aquella antigua oferta laboral que le había hecho su cuñado: vivirían en la gélida Punta Arenas, al borde del estrecho de Magallanes, una ciudad que comenzaba a desarrollarse y que era una de las más australes del mundo, de extensa oscuridad, de clima frío, inhóspito, de vientos permanentes y nieve gran parte del año. A pesar de su blanca y glacial belleza, de su mar y de sus canales, era un mundo nada fácil de domesticar.
Para la familia Requena significaba, además, ir a otro país, Chile, que no era precisamente un ejemplo para América Latina: la mayoría de los historiadores coincide en describirlo —a finales del siglo XIX— como una república pobre, con una muy desigual distribución de las riquezas. La emigración hacia las ciudades las había sobrepoblado y simplemente no existía infraestructura material suficiente para mantener a tantas personas. Hacia 1920, las necesidades de vivienda habían llegado al punto crítico en que son inseparables de los problemas habituales en aquella época: la falta de higiene, las enfermedades, las epidemias, las muertes prematuras, la promiscuidad y la prostitución. A medida que pasaban los años, los conventillos y cités se convirtieron en paisajes habituales de las ciudades.
Se trataba de construcciones que se adaptaban a modo de multiviviendas, hileras de cubículos sin ventanas separados por callecitas angostas, en las cuales apenas penetraba la luz del día. En un corredor común, los vecinos lavaban y cocinaban a la intemperie. Este hacinamiento acarreaba, además, una alta mortalidad infantil, un drama que en Chile fue mucho más grave que otras partes del mundo occidental. En mayo de 1924, la Oficina Central de Estadísticas informaba que, de las 126.687 defunciones al año, 42.965 correspondían a niños menores de un año (casi el 34%), una cifra estremecedora. Mientras en Francia, por cada 1.000 nacidos morían 12,6 antes del año, en Chile la cifra llegaba a 278,4. El origen de este flagelo social radicaba en las pésimas condiciones sanitarias en que vivía la mayoría de la población. Un médico decía a El Mercurio que “El niño necesita, antes que el beso, el baño. No hay canción de cuna más profunda que la limpieza” (18 de mayo de 1924). Por otra parte, en esos años, la alfabetización alcanzaba solo al 31% de la población y superar esa situación fue una de las prioridades gubernamentales a partir del Centenario.[iii]
Entre 1900 y 1920, la economía chilena se basaba esencialmente en la minería (el salitre) y la agricultura, aunque lentamente se entraba en la etapa de industrialización. Según un grupo de historiadores contemporáneos, “Fueron características de la economía de la época la dependencia, la inestabilidad, el aumento de la deuda pública y una distribución muy desigual de la riqueza. No obstante, se producía también un crecimiento económico no desdeñable, impulsado por la inversión pública y privada, extranjera, así como por la acción estatal que empezaba a adquirir un rol más dinámico, a pesar del pensamiento liberal predominante”.[iv]
No obstante este fomento a la industria nacional y a la creación permanente de escuelas, caminos y líneas de ferrocarril, la concepción global del Estado seguía siendo la misma: su labor fundamental partía del principio liberal individualista. Esta inacción o paralización fue una de las causas más importantes de las crisis que se arrastraron en la década y que tienen que ver con la explosión social que surge a partir de la pobreza y la injusticia en los centros mineros o industriales. Allí obtendría sus primeros resultados la llamada Cuestión Social.
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Para Blas no había otra salida y emigraron sin remedio al extremo sur de Chile. Allí, una hermana de Teresa tenía una muy conocida sombrerería, donde elaboraba sombreros adornados de velos, frutos, plumas, flores y pájaros que compraban y usaban las elegantes mujeres de la época, productos muy de moda en aquellos años. Teresa se integró al trabajo y juntas llevaron su negocio de muy buena manera por bastante tiempo.
María Asunción fue matriculada en el Liceo de Niñas de Punta Arenas cuando tenía cinco años. Poco después, en 1918, la escritora Gabriela Mistral fue designada directora del liceo, cargo que desempeñó hasta 1920. Ya había ejercido como profesora en otras ciudades, aunque solo había conseguido convalidar sus conocimientos en la Escuela Normal Nº 1 de Santiago, en 1910. Su austral destino fue encargado por el entonces ministro de Instrucción Popular y Culto, el también profesor Pedro Aguirre Cerda, colega y amigo suyo, futuro Presidente de la República. El colegio en cuestión se encontraba en mal estado, tanto en lo administrativo como en lo académico y material —estaba calificado como uno de los más malos del país— y ella debió asumir faenas de modernización.
Gabriela Mistral, de 29 años, ya era una poeta conocida, al menos a nivel nacional, sobre todo porque en 1914 había obtenido el primer premio en el Concurso de Literatura de los Juegos Florales organizados por la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, en Santiago, por sus Sonetos de la muerte. En 1917 aparecieron varios de sus poemas en una de las más importantes antologías poéticas nacionales, Selva lírica. Además, había escrito numerosos artículos para distintas publicaciones de Chile y Argentina, relativos a la pedagogía y aspectos de nuestro paisaje físico y su gente. Desde hacía varios años que mantenía una nutrida correspondencia con importantes escritores de la época —Manuel Magallanes Moure, Hernán Díaz Arrieta, Pedro Prado y Eduardo Barrios, por ejemplo— y con algunos políticos que hoy llamaríamos “progresistas”. El más importante era Pedro Aguirre Cerda.
La misión pedagógica encargada a Gabriela tenía una petición adicional: contribuir a la “chilenización” de una zona donde abundaban los inmigrantes extranjeros que, presuntamente, asfixiaban la cultura nacional. En ese período, el Estado central miraba al extremo sur de Chile con particular interés, por su posición geográfica y sus riquezas naturales, corrigiendo así un histórico descuido de varios gobiernos anteriores. Como fuera, la escritora sintió que su nuevo cargo de alguna forma la sometía a un enorme reto, pero también a una extrema lejanía y a la aspereza de un clima para ella desconocido. Se conformaba pensando en que estaba a salvo de varios enemigos literarios a los que nunca se cansó de denunciar.
Trabajó con ahínco y fuertemente comprometida con su nueva labor pedagógica. “Al añadirle un cuarto año de Humanidades, se revirtió la matrícula en declive que venía teniendo el colegio. Un año después, más de trescientas alumnas se matricularon, con noventa alumnas por aula y tres por pupitre. El segundo año, Mistral sumó nuevas matrículas, al crear un primer año de clases para estudiantes que aún no sabían leer”.[v] También fundó una biblioteca y organizó y dirigió una escuela nocturna dependiente de la Sociedad de Instrucción Popular de Magallanes, con el fin de alfabetizar a la comunidad obrera, mayoritariamente inmigrante.
Además, Gabriela Mistral, junto a su secretaria, la escultora Laura Rodig, creó la revista Mireya, donde colaboró con artículos y escritos literarios. Fue ahí, en el lejano Magallanes, donde escribió gran parte de su libro Desolación, considerado como una de las obras poéticas de avanzada en la literatura de la época. En sus versos surgen las agrestes condiciones de vida de la región, la angustia vital, la introspección y la soledad. El paisaje austral era todo lo opuesto a las soleadas piedras de Elqui y sin duda que sintió esa estadía como un obligado exilio interior:
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir inmensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella solo fueron los muertos?
¡Tan solo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos,
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos.
Como apoderada de María Asunción, Gabriela Mistral conoció a Teresa y enterándose de su oficio en la costura y la confección, le solicitó su colaboración para la enseñanza en las asignaturas de Modas y Economía Doméstica que se impartían en el liceo. Este trabajo era, además de lo gratificante, una nueva posibilidad de recursos económicos para la familia Requena-Aizcorbe. Muy pequeña todavía, María Asunción se subía a las amplias faldas de la imponente directora, que irradiaba en torno suyo una austera y espiritual severidad. Hubo fotos en que la niña, en su regazo, la mira a los ojos con una mezcla de ingenuidad y de inocente descaro.[vi]
Mientras tanto, Blas había desperdiciado, una vez más, la tarea que le habían encargado sus parientes. Definitivamente, a esas alturas iba quedando claro que la porfiada realidad y este hombre no se llevaban bien. Según recuerda Nena, la hija mayor de María Asunción, “mi abuelo tomaba un trabajo, siempre relacionado con la administración de negocios, y a las pocas semanas se iba. Llegaba a la casa diciendo ‘Prefiero tener un amigo que un enemigo’, porque alguien le había pedido algo que no le gustaba hacer y no quería pelearse con esa persona”.[vii] Quizá Blas Requena cumplía con el carácter que resume la frase pronunciada por cierta tradición hispana: “Alicantino, flojo y fino”. Es decir, carecía de un mínimo empuje laboral, duraba poco tiempo en los trabajos y era incapaz de satisfacer las necesidades materiales, pero no perdía su apostura ni condición de caballero ni la vida opulenta, cuando podía. Mientras iba y venía en esta incierta situación, colaboraba con su esposa en la sombrerería, básicamente en asuntos de contabilidad.
A pesar de esa desembozada indolencia de Blas por el trabajo, de esa apatía para mantener un hogar confortable y ser víctima de las constantes carencias económicas, a pesar de su devoción por el juego que le hacía perder las dimensiones de la realidad, a pesar de todo aquello, María Asunción lo adoraba y le perdonaba sus muchas faltas que le fue conociendo a medida que el tiempo transcurría y entraba en la pubertad. Probablemente por este amor incondicional de la niña es que los celos dominaban a Teresa, su madre: fue muy dura con María Asunción y hacía notar su marcada preferencia por Luis Adolfo, dos años mayor, a quien llamaban El Nene. Era su favorito y lo exhibía con orgullo, cocinándole manjares especiales que escondía bajo llave para entregárselos solo a él, comprándole ropas especiales e invitándolo a paseos donde nadie más cabía. María Asunción sufría con esta exclusión y no se explicaba qué razón habría detrás de esa actitud.
Después narró el dolor que sintió cuando, al retorno de cinco años de estadía en Alicante, corrió a abrazar a su madre y esta solo le preguntó: “¿Y dónde está El Nene?”. Es seguro que esta experiencia influyó en la formación de su temperamento y en ciertos temas dramatúrgicos que aparecen con regularidad en sus obras, sobre todo cuando sus personajes se construyen desde una frágil situación, forjan una fortaleza para sobrevivir y se convierte en una humana coraza que les permite seguir adelante y conseguir sus objetivos.
Cuando se asomaba 1925, María Asunción, que todavía no tenía 14 años, se enfermó de los bronquios y el médico sugirió que un clima cálido sería benéfico para su salud. Los padres evaluaron la situación de sus hijos desde dos miradas: el duro clima que debían enfrentar cotidianamente, con su secuela de enfermedades bronquiales y respiratorias, que afectan especialmente a los niños, y la educación provinciana que recibían, escasa, lejana de centros culturales más actualizados y de mayor riqueza y mejor espesor intelectual.
Entonces, el padre planteó su proyecto: estos menores debían continuar el colegio en España hasta terminar el ciclo de estudios de humanidades que les correspondía. Así superarían durante bastante tiempo el hostil clima austral y se acercarían a un mundo más amplio, presumiblemente más europeo. Para conseguir esto, Blas recurriría a su nutrida familia en Alicante, empezando por su hermana. Eran muchos parientes, tíos y primos, quienes con toda seguridad los recibirían calurosamente. ¿Y quién mejor que él, Blas, se encargaría de acompañarlos, dejarlos instalados y volver?
Obviamente que para este entusiasta padre la razón esencial de dicho cambio de vida no era tanto favorecer a sus hijos, sino la espléndida posibilidad —ya lejos de las exigencias matrimoniales— de volver al juego, una vez más. La extensa travesía en el barco y la soledad inicial en Alicante le aseguraban libertad de acción. La antigua fortuna de su esposa, los Aizcorbe, podría ponerse en juego. Recién en 1930 los viajes entre Buenos Aires y Europa durarían entre 15 o 16 días, gracias a los primeros barcos a vapor, que podían alcanzar grandes velocidades en el mar. Sin embargo, en 1925 todavía tardaban prácticamente dos meses en cruzar el Atlántico.
A su llegada a Alicante, los primos y los tíos se arremolinaban y parloteaban en torno a los recién llegados. La emoción invadía a la familia al ver a Blas después de tantos años y conocer a esos niños nacidos en el extremo del mundo. En medio de ese alboroto, Isabel, hermana de Blas y dueña de casa, le gritaba a la sirvienta “¡Tila, Tila!, ¿dónde estás?”.
Era un estridente mundo desconocido, un griterío destemplado al que no estaban acostumbrados. Sin decir una palabra, Luis y María Asunción se miraron y se echaron uno en brazos del otro, llorando.

[i] “Los mundos de María Asunción Requena”, Juan Andrés Piña, prólogo a Teatro. Obras completas de María Asunción Requena, RIL Editores, Santiago, 2019. Este volumen incluye Fuerte Bulnes, El camino más largo, Ayayema, Pan caliente, La chilota (inédita), La alambrada (inédita), Chiloé, cielos cubiertos, Homo Chilensis y Oceánica y dulce Patagonia (inédita).
[ii] Inédito. En el Archivo del Escritor, Museo de la Patagonia.
[iii] Historia del siglo XX Chileno, Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, editorial Sudamericana, Santiago, 2001.
[iv] Chile en el siglo XX, Mariana Aylwin, Carlos Bascuñán, Sofía Correa, Cristián Gazmuri, Sol Serrano y Matías Tagle, editorial Planeta, Santiago, 2005.
[v] Mistral, una vida. Solo me halla quien me ama. 1889-1922, Elizabeth Horan, editorial Lumen, Santiago, 2023.
[vi] Memorias de un exilio teatral, de Raúl Rivera, editorial Hueders, Santiago, 2015.
[vii] En conversación con el autor de esta biografía, marzo de 2022.



