/ Texto: Cristián Pacheco
Fotos: Jorge Guzmán
Alrededor de doscientos actores y actrices de más de veinte compañías de teatro se presentaron en siete puntos distintos de cuatro comunas de la capital, beneficiando a más de mil niños de sectores vulnerables.
Ese sería el comienzo de un artículo informativo sobre la realización de un tradicional festival de teatro, uno de esos eventos veraniegos que han marcado pauta hasta hoy, esos que llevan la cultura a la periferia para justificar la plata obtenida vía fondo concursable. El que a continuación presentamos busca otra resonancia, y sus organizadores no tienen idea ‒ni les interesa saber‒ cuántas lucas hubiesen tenido que pedir para su realización. Esto es Santiago a la gorra, un festival de teatro precario, pero que crece poco a poco de la mano de vecinos y vecinas, gestores de su propia cultura.
Son las siete de la tarde en el complejo Manuel Gutiérrez de Lo Hermida (Peñalolén) y el telón todavía no se abre. Es que no hay telón que separe la escenografía de los niños y niñas que corren por el parque contiguo a la autopista Américo Vespucio.
Mientras jóvenes colaboradores terminan y comparten una olla común, otra parte de la organización busca un cable de poder y otras herramientas que faltan para el montaje. Un club deportivo vende completos y bebida. Otros van en camioneta a buscar las sillas que faltan para completar la escena.
A diferencia de los grandes festivales de teatro organizados en Chile, Santiago a la gorra no es el resultado de la articulación entre la empresa privada y la empresa pública, no cuenta con la asociación del municipio, y menos con el patrocinio de grandes medios de comunicación.
El lugar carece de cenefas con el nombre de los organizadores y de pendones con la marca publicitaria que refresca a los asistentes. Tampoco globos gigantes que marquen el lugar de realización, ni el nombre de la minera beneficiada con la exención de impuestos y la publicidad barata que significan las artes para sus dueños.
Todo lo contrario. Santiago a la gorra es producto de la articulación entre los cerca de doce coordinadores (que prefieren no ser individualizados), las compañías de teatro motivadas con la convocatoria, organizaciones sociales y políticas territoriales, junto a vecinos y vecinas pertenecientes a comunidades más o menos organizadas.
Con evidente retraso, pero sin apuro, comienza la función.
Si bien el festival surge como respuesta a Santiago a Mil ‒como ícono de la elitización del teatro y las artes‒, sus organizadores no pierden tiempo en criticar lo que consideran sólo un ejemplo más del modelo de producción cultural neoliberal.
Lejos de la masividad y espectacularidad de otros eventos, no esperan llenar multicanchas, plazas o calles; más bien, buscan promover la organización de base y las redes de trabajo para mostrar que con solidaridad se puede acercar el teatro sin necesidad de contar con presupuestos millonarios.
Fueron cerca de seis meses de preparación para lograr las ocho jornadas de música y teatro realizadas los viernes y sábados de enero. La reunión inicial fue en julio y en ella participaron los involucrados en la primera versión y los voceros de las organizaciones que recibirían a las compañías este año: CEP La Bandera, Grupo Salud Llareta, el Comité de Allegados Vivienda Digna de Maipú, Recuperación Lo Hermida y la Asamblea Territorial de Conchalí.
Unas veinticinco compañías de teatro respondieron a la convocatoria hecha circular desde septiembre por redes sociales y por contactos directos entre organizadores y gestores culturales. Una ficha técnica con los datos de la compañía y una reseña del montaje fueron suficientes para ser parte del festival.
Los gastos no son pocos para levantar un evento de este tipo. La falta de financiamiento se suple en base al apoyo mutuo. Algunas productoras apañan con sonido y amplificación, otros se hacen cargo de la iluminación. Los mayores gastos se van en catering y transporte. La difusión se hace puerta a puerta y con serigrafías a la pared.
La escena se repite en Maipú.
Son las siete de la tarde en Villa Los Héroes y un pasacalle a cargo de la agrupación Carnavalito Gitano anima a que familias vecinas se acerquen a la cancha ubicada en medio de bloques de edificios. El comité de allegados vende completos y bebidas, un colectivo vende libros, mientras cruzando la calle, al interior de la iglesia, un pastor llama a sus fieles.
A diferencia de los otros territorios que forman parte del festival, este es un sector emergente en organización y sin tradición de lucha. Esta primera gran actividad cultural es una novedad, y su organización horizontal es más bien una rareza. Si bien no llega gran número de asistentes, la mayoría son de la misma población, una oportunidad para mirarse entre vecinos.
Comienza la función.
Una semana y media demoraron las últimas gestiones para concretar la presentación de tres obras en el sector 4 de La Bandera. Los miembros de Casa Llareta volantearon en la población limítrofe con La Pintana y lograron un buen marco de público, pero siempre hay percances. Estaba todo listo, pero a las siete de la tarde aún no lograban dar con el poste que extendería luz al escenario callejero.
Las condiciones técnicas muchas veces son precarias, pero las compañías que acuden al llamado saben de antemano las limitaciones del espacio. Algunos de los montajes son preparados para la calle, otras son adaptaciones de sala. Si bien los organizadores reconocen que aún no hay criterios bien establecidos, todas las obras comparten contenido político, producción colectiva y las compañías entienden el carácter libertario del festival.
El tipo de teatro que se presenta es variado. Callejero, social, histórico, político, algunas obras más íntimas que otras, ahí es donde la vida del espacio puede interrumpir la capacidad de atención de los espectadores y en alguna medida frustrar a los artistas. En general, se entiende la perspectiva comunitaria y se asume el desafío como aprendizaje. Es que este festival no es sólo para el público, también es una experiencia para que actores y actrices se vinculen con otro tipo de producción cultural.
Es el caso de la recién egresada compañía Mugre en el ojo. Son 27 personas en escena, entre músicos, actores y actrices, las que presentan el montaje Dubois, un asesino con moral, con el que se da inicio a la penúltima jornada de Santiago a la gorra. Los vecinos prestan escaleras y cables para solucionar el impase.
Comienza la función.
Durante el segundo semestre de 2015 se hicieron varias actividades para reunir fondos: bingos, completadas y todo lo que fuera necesario para cubrir los gastos de bencina y otros insumos difíciles de cuantificar. Al comienzo de cada jornada se hace una olla común para todos los participantes. Los productos fueron aportados principalmente por feriantes de cada sector.
Los organizadores reconocen que lo más complicado es mover a la gente, entusiasmar con actividades culturales. Se intenta suplir pegando afiches, haciendo letreros, saliendo con megáfonos. El éxito de la convocatoria depende del trabajo hecho durante el año por las organizaciones y su nivel de inserción en el territorio.
Está lejos de ser un evento asistencial. En su organización participan colectivos y comités que trabajan en otras áreas (vivienda, medioambiente, salud y educación), y sus integrantes son parte del evento desde la primera reunión. El primer objetivo no es llevar el teatro a la población y desprenderla de su aura exclusiva para entendidos, sino unificar a los vecinos con objetivos comunes.
Los organizadores de Santiago a la gorra esperan que el evento se consolide como una experiencia itinerante y que su metodología de trabajo sea apropiada por quienes quieran dar continuidad a los valores comunitarios que promueve. También esperan generar lazos con otros festivales similares, como Escena Libre y Teatro en la Pobla. Declaran que es un proyecto liberado para que se replique en distintos territorios, ya que lo consideran una necesidad en los tiempos que corren. Sólo hace falta una gorra.
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