/ por Caligari Guyana
Tengo la peregrina impresión de que todo sucedió un viernes, pero no descarto que fuese un sábado. Estábamos sentados en una mesa larga celebrando el cumpleaños de J en unas parrilladas bailables. Después de poco menos de una hora de infructuosa batalla nadie logró la completa capitulación de los humeantes montículos de carne apilada frente a nuestros puestos. Ahora los rescoldos disparaban un calor persistente que escaldaba los hombros y el cuello de cada comensal, recordándonos el rotundo fracaso de la campaña. A mí izquierda R blandía un abanico grande e iridiscente que sacudía con destreza de bailaora de flamenco, justo antes de plegarlo de golpe con un sonido sordo, como de aleteo de paloma. Estos ademanes de ofidio, adquiridos en ese tiempo en que para sobrevivir a la homofobia parecía indispensable personificar su sexualidad de manera afectada e hiperbólica, le daban a R un aire de vodevil. Ya me había contado sobre su experiencia como dirigente vecinal en San Bernardo, su revelación de querer dedicarse ahora, pasado sus cincuenta, al servicio público, y los proyectos que esperaba concretar en el futuro. Había decidido rematar toda esta narración, y esto lo recuerdo con dolorosa nitidez, con una enfática frase: –Porque, tú sabes, yo no creo en el socialismo. Querido, no te preocupes, que el socialismo cree en ti. Eso es lo que seguramente debí responder. Pero la frase me vino mucho después a la cabeza. No me quedó más que inhalar un poco de ese tufo caliente que aún presidía la mesa, y asentir en silencio, rendido ante la emboscada. Creo que habría bastado con un “por qué”, pero en el fondo, tampoco quería escuchar el motivo. Los más de treinta años que nos separaban me habían persuadido de no discutir esa aseveración, sobre todo con el mix de cumbias bailables como música incidental. A mi derecha C, mi invitada a esta variopinta reunión familiar, comenzaba a resentir las duras condiciones del aislamiento.
Las copas tiritan. El vino se inquieta, pero soporta estoico. Tres personas se paran de la mesa, incluido R. Nos avisan si queremos salir a fumar. C, se entusiasma con la idea, y me recuerda que cuando veníamos de camino, había fantaseado con la idea de que esa noche alguien se sacara un pitito. Unos días después esta coincidencia quedará registrada como el primer prodigio de la noche. Afuera, la abrupta lejanía del aguijón de calor nos entume los brazos. Caminamos hacia el estacionamiento. Allá nos espera mi prima y un amigo. Nos dice que lo mejor es subirnos al auto. Nos dice: -arriba del chilorean mejor, más piola. No estoy seguro si M lleva puesta la polera de Iron Maiden con el Eddie equipado con el uniforme del Colo, o bien, si directamente se ha puesto la camiseta negra del cacique, o si anda más bien con la de AC/DC, esa que tiene las ciudades y las fechas de la última gira estampadas en la espalda. Quizás esta misma imprecisión del detalle, la aspaventosa opacidad de los recuerdos, seguida de ese esfuerzo por definir hasta lo insignificante, sea en el fondo, una condición atmosférica de lo inolvidable.
La distribución en el auto queda de la siguiente forma: M al volante, su amigo (que llamaremos de aquí en adelante X, pues no recuerdo su nombre) de copiloto, y en el asiento de atrás R, yo, y C, respectivamente. Adentro está oscuro, y el único foco que nos ilumina proviene del interior de las parrilladas, se abre paso a través de un ventanal enorme y apaisado, por entre un jardín con enmarañados arbustos, y luego de unas cuantas hileras de adoquín, traspone el parabrisas y reflota su amarillo macilento sobre nosotros. La tapicería huele a ropa guardada y, de vez en cuando, horada el aire un perfume a pinito oloroso talado hace siglos. X, que no sólo es quien provee la marihuana, sino que además es quien enrola el cigarro, le ofrece la primera calada a M. Atrás en tanto, esperamos disciplinados nuestro turno, olisqueando en lo oscuro la inminencia de la primera quemá, como trasnochados y tozudos topos. Vemos el perfil de M, que examina por el rabillo el perfecto cilindro que acaba de liar con oficio de arácnido su amigo. Lo rechaza con indolencia diciendo: -Esa wea es pa hippies culiaos. En seguida, casi como complemento no verbal de esta declaración de principios, se inclina como árabe en ramadán, y aspira una línea de coca. Su cabeza traza la brusca parábola de una catapulta soltando una roca, y queda vuelta hacia el techo, parpadeando unos segundos, asimilando la ferocidad del fierrazo.
C, recortada apenas por una tangente varilla de luz mortecina, sonríe ante la actitud. -Es mi prima, reconozco, con el ajado orgullo de los viciosos. Ante el desprecio, nos llega por fin el caño a nosotros. El humo se precipita cálido por el esófago. El corazón comienza a arder, apretado en cordajes cobrizos. Vaharadas de un verde pardo y vehemente se internan por los nudos cerebrales. Una sábana de neblina rotura las neuronas. El tiempo se altera, su flujo continuo se resquebraja. La certeza de designar cierta sucesión ordinaria de eventos se torna obtusa. Ya no es posible decir con meridiana propiedad: lunes 18 de marzo, otoño sin lluvia o noche con luna nueva. No, ya no se puede. Incluso, la inequívoca solemnidad de enunciar fenómenos resulta malograda. ¿Con qué impostada serenidad se podría decretar: ¿precipitaciones en el borde costero, decrecimiento de la tasa de interés, fluctuación del índice de desempleo? Esto, por la sencilla razón, de que la longitud que determina la nominación de los sucesos se encuentra abolida. De ahí que el dolor, percibido en su transitoriedad, pierda su fundamento dentro del escenario canábico.
Ya ha transcurrido con sigilo, un pesado siglo de diminutas escenas. Al parecer padecemos, sin el más mínimo tormento, el éxtasis de un santo que, en pleno martirio, no puede para de reír.
Pasan un par de minutos, pero como dije, ahora se trata de sesenta segundos diseminados en la insoluble marisma de un naufragio etéreo. R, el último en fumar en nuestra trinchera, le devuelve el pito a X, quien le pregunta a quemarropa si es gay. R, le contesta que sí, acompañado del lógico: -por qué. A lo que el copiloto, ya en posesión del porro, responde con una extrañísima entelequia espiritual, en donde le da a entender que R emana una buena vibra. Para, a renglón seguido, agregar que eso es bastante peculiar en los homosexuales a los que, dada su “historia de vida”, los envuelve siempre una energía percudida y correosa. Ante tamaña idiotez reclamo de vuelta el pito, y le pregunto a X si está comparando a los gays con los cojos, que, según el refranero español (remítase al gran libro del proverbio castizo -ediciones Sopena-) dictamina, mediante jocoso contrapunto con los alopécicos, que no existe siquiera uno en la faz de la tierra que no posea una irresistible inclinación hacia la maldad. Pero, cosa curiosa, M adelante, C, a un costado, y sobre todo R, al otro, le dan la razón reconviniéndome acerca de quién sabe qué sutil matiz que no logré captar en su argumento. Está bien. El beneficio de la duda supongo. La siguiente piteada la aspiro con una pátina de inquina. Un ramalazo de un gas parecido al grisú me empaña la cabeza. El tercer ojo se abre y se cierra, lagrimando irritado. Cuando regreso a la conversación M me explica que su amigo se dedica a ver el tarot en providencia. Qué raro pienso, si la gente de providencia necesita verse la “fortuna”, qué queda para el resto. Le cuento que yo hace muy poco también lo leo. Se trata después de todo del segundo (y último, mal que mal, este es un relato con vocación realista) prodigio de la noche. Ante la palmaria coincidencia y en honor a ella, considero por un instante, de esos que reman contra el tiempo y aspiran a convertirse en prófugos de su corriente, que quizás sí me perdiese un elemento importante en su descripción del aura. Me quedo pensando en la posibilidad de que nosotros, apretujados en este auto en penumbra, no seamos también una tirada de cartas. Está el loco, siempre en piltrafas, con su pobre petate a cuestas, satisfecho del alegre extravío con que inicia el viaje; la emperatriz, sentada en su trono, abrazando su heráldico escudo mientras empuña el báculo, espiando con suspicacia nobiliaria su costado; la sacerdotisa, sosteniendo el libro abierto en su regazo, pero negándose a leerlo; la estrella, con la figura de la mujer desnuda lavándose los pies en el caudal de las circunstancias, bajo un reluctante contubernio de astros rasantes; y el colgado, suspendido boca abajo, atado por el tobillo a un travesaño, con una inquietante mueca de satisfacción en el rostro.
La última piteada comienza su ronda de uña y yema. La cola me encumbra alto, hacia alguna región en que es posible sostener comisiones siderales con las retretas del misterio. Cuando aterrizo, estamos afuera del auto. R ha regresado al local. M y X, quedan de espaldas al ventanal. A contraluz sus siluetas se recortan de manera solemne, casi teatral. Cuando logro concentrarme en el diálogo escucho a X describir una situación hipotética. Nos pregunta qué pasa si un viejo en la micro, el heladero, por poner un ejemplo, pasa a llevar con el paquete a una escolar con el jumper muy corto y: -pumba, pumba, pumba. La onomatopeya en cuestión acompaña los movimientos de cadera que simulan un punteo. Me parece que ya no está hablando del espíritu y su infinita oferta de carcasas. Esta vez, no alcanzo a abrir la boca porque M y C ya lo están ajusticiando por todos los flancos. C pregunta con tranquilidad, pero sin dejar de ser mordaz, si lo que está diciendo es que la culpa es de las mujeres, si la solución radica, según él, en que las víctimas se vistan con más decoro. Está cagao pienso, ni los Caballeros del Zodiaco lo salvan de ésta. X balbucea algo. Da entender que no, pero que sí ayudaría a solucionar el problema un vestuario menos provocativo, más recatado, por decirlo de algún modo. Después de un rato de escarceos pugilísticos M le grita: -Bueno y por último si las chiquillas quieren andar mostrando el poto es su derecho, y son ellas las que eligen a quién calentar, y en última instancia a quién se culean… no los viejos culiaos calientes.
No puedo ocultar mi alegría ante la escena. Siento todos los músculos de la cara mullidos. De seguro estoy sonriendo. Pero algo extraño sucede. X me mira con ojos de mañoso Rasputín y me dice: – ¿viste lo que hice, ¿no? M, me contó que erai inteligente, que leiai harto. ¿Te diste cuenta, cierto?… Generé una polémica. Construí una situación extrema, para que nos conociéramos, y pudiésemos evidenciar nuestros puntos de vista. Así soy yo, un incitador. Así, sin más, se abre la tumba de lo atónito, salen los zombies del asombro. Se abalanzan sobre los bordes que no están sahumados por la hierba, y furiosos, mordisquean la placenta de los sesos. Mierda, pienso, de dónde salió este weón ¿acaso el “loco” era a fin de cuentas el “ermitaño”, buscando con su lámpara portátil un rostro que iluminar en mitad del sendero? ¿Siempre se trató de un agente del caos, un guasón socrático realizando avezados ejercicios de mayéutica? No sé qué responderle. Más lívido que alado, intento agolpar esta desbandada perceptiva. No queda mucho por hacer. Me dejo arrastrar por un flujo sucesivo de conjeturas:
a) X es un idiota con recursos.
b) X es un idiota con suerte.
c) X es un idiota con gracia.
d) no es un idiota.
e) X es Mandrake el mago.
f) X se paró bajo una higuera la noche de San Juan a hojear un manual de retórica clásica.
g) X es el genio maligno de Descartes.
Imposible salir de la madeja. Por un momento se me ocurre que la solución estriba en combinar las alternativas, como en las pruebas del colegio: H) c + e; I) b + f, etc. Una cosa es cierta, más que cierta, categórica casi, todo esto es un arcano. Y, sin embargo, la necesidad de leer el enigma es siempre apremiante. X no es una figura aislada, es un conjunto de ellas arrojadas una y otra vez sobre la inestable superficie de lo acontecido. Quién dijo que la estupidez y el ingenio eran incompatibles… este texto es irrefutable prueba de ello.
Otra vez la ebullición de la ausencia. Cuando regreso al estacionamiento ya cambiaron de tema. Me percato que, durante todo este tiempo, (basto, inescrutable) X ha conversado mirándome directo a los ojos. No sé bien por qué, pero me gustaría pronunciar algo altisonante, algo como: Vivenciamos la sangre y el humo al unísono. Pero no lo hago. Padezco del mal de Ícaro. Intento reconcentrarme en lo que hablan. No lo consigo. Esto hasta que M, interrumpe a X, y vocifera: -A este weón nadie lo pesca en la barra, lo tienen ahí no más, pero ahora anda conmigo así que pasa piola. C y yo nos reímos por lo intempestivo del arrebato. X queda grogui. Nos mira desconsolado y dice con tono lastimero: -No, si igual me quieren. Y claro, eso nos da mucha más risa…
… La risa, qué cosa más rara y profunda es la risa. Mucho más colectiva que el llanto. En ocasiones escurridiza. Tan intensa pero fugaz. Estamos, y por momentos lo olvidamos, bajo la jurisdicción de lo falible. Vuelvo a lo mío, pero ¿qué era lo mío? No sé. No creo en la propiedad. Salvo en caso de robo. Se reanuda la conversación. Siento la guata adolorida de tanto reírme. M sigue examinando a su amigo. Quizás deba detenerme un poco más en ella. Sus ojos, por ejemplo, están iluminados por un perenne brillo inquisidor. Se trata de una fulguración benigna, casi infantil, como la de un par de cebollitas perla. Gruesa de carácter y de carnes, tiene una cara redonda y carrilluda. Sus facciones son exageradamente finas, como las de algunas muñecas que renunciaron a registrar las topografías del rostro humano. No hace mucho fue abuela, una muy abnegada habría que agregar. Colocolina acérrima, fuerte, a ratos feroz. Me detengo en sus gestos. Sus labios delgados se contraen y dilatan. Sus pupilas oscilan inquietas. De pronto, sin ninguna antelación interroga a X: -rápido, a ver, ¿qué jugadores vistieron la camiseta de Barticciotto antes y después de que jugara en el Colo? Dice, y, sobre la misma: – ¿cuál fue la formación ofensiva del albo la última vez que disputó el torneo de clausura? Para enseguida rematar: ¿Qué año volvió a jugar el equipo la final de la libertadores?; ¿Cuál fue el resultado? X contrariado ante el asalto, responde una bien, a medias otra, y el resto reconoce que no las sabe. C me pregunta qué están haciendo. No sé, le contesto, al parecer es una trivia. De nuevo sufrimos espasmos de risa. Vemos si también podemos jugar. Preguntamos si saben cómo se llama el hit romántico que Marcelo Pablo compuso junto a Keko Yunge y cantó en el festival de viña. Nos miran con un dejo de ternura, se abrazan y cantan el estribillo: “sabes… ya nada es importante”. X sumido en un trance melódico confiesa que siempre ha admirado más a Marcelo Fabián (Espina).
M y X se abuenan. Purgan sus desavenencias contándonos que fueron juntos a ver a los Rolling Stones. Nos dicen que cuando salieron andaban terrible “enrrolineados”. Que enfilaron eufóricos a la shopería más cercana. Todo esto lo relatan haciendo un pasito de baile y tarareando el tema que Maroon 5 le dedica a Mick Jagger, algo de por sí muy poco rockero, y que una vez más nos produce una risa que sentimos como un redoble de ganchos al abdomen. Nos dicen que apenas se acomodan en el bar ubican a un parroquiano con la camiseta del Wanders. Asumen que también viene del concierto. Les parece que, de manera sutil, esa polera verde absenta, con cuello y franjas blancas en los brazos, los ofende. Se levantan a pintarle el mono. Lo rodean, o así al menos me los imagino, revoloteando alrededor de la mesa, un poco como los monos alados que boleteaban para la bruja en el Mago de Oz. Le dicen: -Oye, weón, cómo se te ocurre venir al concierto de los Rolling con la camiseta de Wanders.
Nunca nos queda del todo claro si:
a) Ir con una camiseta de fútbol a ver un concierto legendario de rock es una imperdonable falta según las implícitas convenciones de concurrencia a espectáculos masivos.
b) ellos mismos se habían privado de ir con la polera del Colo a ver a los Rolling Stones, por tanto, la presencia de alguien que haya pasado por alto aquel sentido común los enervó.
c) Atrás de la U viene el Wanders en la escala de rivalidades futbolísticas [1].
Las posibles respuestas se arremolinan en el aire y desaparecen haciendo un bucle ascendente. Poco importa. C, se retuerce de risa. Se acuna la guata, como si las tripas se le fuesen a escapar. Simpatía por el diablo pienso, sin dejar de reír también. Aprovecho para espiar el tuétano de su carcajada. Adentro de la risa le despunta una tumultuosa ronda de peces de colores. Su cuerpo se quiebra en delicadas ondas marinas. De golpe esa pequeña pileta se desagua. C queda rígida, con los ojos extremadamente abiertos, observando por un segundo un punto indeterminado que parece licuarse en el fondo de un paisaje fugaz. Creo que ese fue el momento exacto en que la idea de escribir un poema acerca de esa noche se le incrustó en la cabeza. Sospecho que uno de esos peces de su risa remontó el torrente de su sangre, y fue a alojarse en su corazón, desovando ladino en uno de sus ventrículos los primeros versos de los Videntes de humo. Días después me mostró una maqueta de estrofas que crecían fragantes como cogollos. Aquí está el poema florecido:
Videntes de humo
Nosotros, como inquietos animales
al ritmo de una cumbia conocida
fuimos envestidos por ceniza.
Tiznados, arrojados a las palabras: hombre cojera tarot
elaboramos ciertos pactos
gruñendo de noche a la orilla
de cualquier orilla.
Y la música sonando al otro lado:
entonces, dices que esa canción de los Rollings
en un corazón Albo
suena igual a una cumbia rota.
Dices, como esperando respuestas
mientras fumamos el cogollo que a esa hora
nos convierte en adivinos o fantasmas.
Y esa gente bailando al otro lado:
nosotros, los animales inquietos
-no perros, sino hienas-
convenimos que la noche y su humareda
que el terrible imaginario de los cojos
que el Gol Triste en todas sus versiones
que el amor de los que bailan tropical
fin del caño, vuelta a la pista
ésta y nos vamos.
M nos propone entrar. Vamos poco a poco aterrizando. Adentro la pista de baile está repleta. R, se mueve ligero. Con el abanico se dedica a trazar itinerarios de cuchillo, laminando el aire caldeado de los focos en gajos de colores. M y X aprovechan para salir a bailar. El tiempo poco a poco se estabiliza. Obstina su pulimentado curso. Por los parlantes avisan que es la última media hora de música. Si la noche fuera un pito, nos quedaría apenas la puntita. Miramos el salón lleno de gente. Suena una cumbia que nos gusta. Lo entendemos de prisa: la pista es nuestro matacola.
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[1] Luego de exhaustivas indagaciones, por fin me fue revelado el misterio. Como todo enigma resuelto, su solución parece ahora, bastante simple. Y es que el fútbol, pese a su devoción pasional, no escapa a las insoslayables leyes del contexto histórico. En diciembre del 2015 se suspendió la final del torneo de apertura entre Colo-Colo y Wanders. La causa: las barras de ambos equipos se enfrascaron en una conflagración sangrienta. Sus hinchadas se tomaron la cancha envueltos en una turbulenta orgía de estoques, escupos y patadas voladoras. Ese incidente resultó ser el preludio de la animadversión.
Perfil del autor/a:
La raza