/ por La Raza
Es un arrebato de dientes lo que mastica y deglute estas palabras. En trance de máscara se desmesuran los rasgos. La mandíbula se extiende hasta el suplicio y, sin embargo, la sonrisa remonta las facciones. Los incisivos se afilan como carámbanos, apuntan en direcciones opuestas hasta señalar los rumbos de la deriva, el bolero y la sangre. Los ojos son cuencas rasgadas, espantosos, atrayentes, como pozos sin brocal. No obstante, caeríamos en un equívoco si pensáramos que todo aquí se trata de exagerar las características del rostro. La fascinación que ejerce sobre nosotros la despiadada belleza de esta prótesis inútil consiste en su capacidad para volver a inventar las señas de la cara. A través de su visaje tenemos la oportunidad de mirar de nuevo, re-presentadas: la escarpada altivez de la nariz, la extensión de su ridículo imperio; la tímida dignidad del mentón; la abrupta musculatura de los pómulos, o la cómica crueldad de la quijada. De esa forma, la máscara es a la identidad lo que la poesía a la palabra. A través del ocultamiento de lo cotidiano, del embozo de aquello dado como espontáneo o automático, se nos permite observar el inquieto tuétano que palpita bajo el pellejo de toda forma. Esa es, a fin de cuentas, una de las maneras para comenzar a balbucir la lengua enigmática del espejo.
Sin embargo, de reojo o de frente, la máscara pareciera retener para sí una parte de su significado. Esa conservación de recintos velados en su faz, esa porción inaccesible, desasosegante, exige ser llenada. Fue el ilustrador José Guadalupe Posadas quien descubrió debajo de la máscara el humo solidificado de la calavera. En esa ocasión, el ilustrador mexicano que desarrolló su obra a finales del XIX y comienzos del XX, trabajó sobre esa otra careta, aquella anodina, que usamos a diario para respirar, comer tallarines (siempre torpemente), besarnos con pantanosa textura, o salir a comprar el pan. Las “calacas” risueñas de Posadas son también un esfuerzo por representar el rostro convulso, exasperante y perentorio que saturó la atmósfera revolucionaria en que producía su trabajo. Ese momento en el que vida y muerte intercambian pequeñas esquelas eróticas, es el que aprovecha el dibujante para ofrecernos la espantosa alegría de lo irremediable, el bello diapasón del cambio de época. En la calavera está lo viejo y lo nuevo celebrando la floración del acontecimiento.
Pero fue José Vasconcelos el intelectual que imaginó la máscara total. “La Raza Cósmica” llamó a ese proyecto telúrico y continental. El filósofo vislumbró que nuestra región albergaría una nueva estirpe, una que sería el resultado de la combinación de todas las razas que habitan el planeta; sublime mixtura de todas las culturas y todos los colores, llamada a conciliar la unión definitiva entre los pueblos. Soñó con trasponer la cerrada identidad racial eurocéntrica, frente a la cual siempre éramos vistos como sucedáneos corruptos y disminuidos, haciendo detonar su orgulloso monolito y formando el mural de nuestra tornasolada efigie con sus pedazos. Vasconcelos astutamente invertía los valores: la diversidad de las naciones ya no era más una debilidad, sino una fortaleza: suyo era el futuro.
La de ese otro mexicano fue, ahora lo sabemos, una quimera que preservaba latentes las ideas de un mestizaje que aspiraba al blanqueamiento de las tonalidades que lo componían. Y, sin embargo, sería injusto interpretar la ambiciosa visión de aquel Vasconcelos con demasiada dureza. Si lo pudiésemos interpelar, no tendría mal en acudir a la letra de ese otro Vasconcellos, el brasilero–chileno, no menos panamericanista que aquel, para contestar el desagravio musicalmente: “échame a mí la culpa de todos tus errores y tus desventuras, yo solo te hablé de amores, y te subes por el chorro interpretando cosas”. Porque el contraste de aquella región que esbozó el célebre intelectual durante las primeras décadas del XX con la Latinoamérica actual es desternillante, en el caso que optáramos por reírnos de la comparación; pero si nos diera por llorar, sospechamos, lo haríamos con ese hipo que de cualquier forma se parece mucho al desparpajo cómico.
Hemos titulado La Raza Cómica a nuestra revista en alusión a ese rimbombante concepto de José Vasconcelos. En él se mezcla la admiración y la burla, el homenaje y la parodia. Nos parece, en ese sentido, fundamental el rescate de la tradición crítica latinoamericana a condición de poder apropiárnosla con soltura, sin reverencias, con compromiso. Trasladarla al presente implica yuxtaponerla con materiales contemporáneos. Creemos que esa es la actitud necesaria para volver a reformular las líneas más importantes de su trayectoria. Esa es la razón por la que, de momento (ya se nos ocurrirán cruces más brillantes), se nos viene a la cabeza una y otra vez la letra de nuestro homólogo compatriota: “Mira lo que has hecho con todo lo nuestro, sin embargo, te sigo queriendo, te sigo queriendo”. De José a Joe, pareciese como si esa promesa de la unión latinoamericana nos reprochara su abandono y, no obstante, no cesara de requerirnos.
Cerca del aniversario de muerte de Vasconcelos, la Raza Cómica nace como medio digital.
La Máscara total nos sigue ilusionando.
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[Portada] Fotografía de Graciela Iturbide
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Equipo Editorial LRC