/ por La Raza
[VOCES]
¡Misericordia! ¡Naufragamos, naufragamos!
¡Adiós, mujer, hijos! ¡Adiós, hermano!
¡Naufragamos, naufragamos!
ANTONIO
Hundámonos con el rey.
La Tempestad, William Shakespeare
América en el ojo del huracán colonial
No existe consenso poético aún (ni existirá) acerca de la imagen exacta que pueda describir con precisión la potencia de un huracán. Poco y nada se puede hacer frente a la invencible tromba de viento arrasando las frágiles, tristes e impotentes construcciones humanas (sean éstas edificios o versos). Algunos entendidos en la materia no descartan la posibilidad de que el huracán sea en sí mismo el poema más perfecto y desenfrenado que haya escrito la naturaleza sobre la corteza terrestre. Lo que sí sabemos con certeza es que la ferocidad de su tolvanera la obtiene del mar. El espacio abierto del océano parece excitar sus delirios de monstruo marino.
Y sin embargo, ese contacto violento que arriba a las costas de los lugares que devasta jamás tendrá parangón con aquel que desembarcó un 12 de octubre de 1492. La colonización de América arrasó con la población indígena de las Antillas. Tanto con los “dóciles” taínos como con los feroces y –según los afiebrados relatos de los cronistas de Indias– antropófagos caribes. Pronto, la dimensión del tornado colonial adquirió apetitos colosales. Trasladó poblaciones enteras desde África a los territorios en los que había conjurado su sanguinario trapiche de oro y pillaje. Desde ese momento, pareciese que el símbolo del huracán, de cuando en cuando, nos visita para recordarnos, con la avasallante precisión de sus versos henchidos de aire y humo, que mientras no subvirtamos aquel primer asalto imperial, estaremos condenados para siempre a sufrir sus arteros ataques.
El desastre mítico que se avecinó, comenzó a remover desde ese día todo lo que hasta entonces existía en la extensión de tierra sin unidad ni nombre que hoy llamamos América y, a la vez, dispuso todo según el orden del emperador, papa, conquistador, cura, encomendero y mercader que detentaban y ostentaban el poder. Durante el desastre fueron surgiendo rápidamente nuevos nombres a diestra y siniestra, dictados por el imaginario del colonizador. El lenguaje, en su capacidad recreadora, afianzó la desigualdad de las fuerzas implantadas por la violencia ya en ese primer encuentro. Entre los conceptos impuestos por la cultura dominante cobraron especial fuerza los que permitían la distinción racial. De este modo, los europeos –con una larga y conflictiva historia de interrelaciones culturales–, al llegar a este territorio que ellos suponían ignoto, se consideraron a sí mismos como los “blancos” y al conjunto diverso de poblaciones conquistadas les denominaron “indias”, “negras» o “caribes”, según la ocurrencia del conquistador de turno. Consiguientemente, bajo esa misma lógica, la supuesta inferioridad racial de los nativos justificó su sometimiento cultural, político y económico.
Hoy, mutatis mutandis, esa estructura de dominación continúa revelando sus daños.
El Caribe desbordado
Mucho antes que el Caribe fuera colonias de plantaciones, socialismo castrista, pobreza estructural y resorts all–inclusive, las tormentas tropicales azotaban a los taínos y arahuacos, quienes ya sabían navegar esos mares que sorprendieron a Cristóbal Colón en 1495. Tres años después de que las Antillas convencieran al navegante de que eran un paraíso terrenal, la experiencia con un ciclón lo llevó a declarar: “Nada a excepción del servicio a Dios y la extensión de la monarquía me expondrían a tal peligro [nuevamente]”. Sin embargo, la colonia se asentó, y así como los huracanes viajan anualmente desde las costas de Marruecos (potenciándose con la ira del devenir occidental), un poco más al sur el traslado de millones de esclavos africanos vino a darle nuevos retoques de horror a la experiencia colonial, que ni siquiera calmó su voracidad con la desaparición de los únicos habitantes que aprendieron a existir junto al huracán.
El desastre natural impone su propia dialéctica sobre las ruinas que visibiliza. Nos muestra las miserias del progreso en la tierra prometida y al mismo tiempo revuelve el polvo desde donde emergen aquellas naciones enterradas por los vencedores. Siguiendo la metáfora, tendríamos que ubicar a la isla de Cuba en el ojo del huracán, rodeados por una amenaza constante que bloquea su desarrollo. Además, podemos decir, sin necesidad de la sociología, que la fuerza centrífuga de los vientos capitalistas han desplazado a miles de caribeños hasta lugares impensados del mundo, como muchos dominicanos y haitianos que llegan a Chile, donde apenas conciliamos el sueño buscando imágenes de solidaridad que nos permitan construir poblaciones en el aire. Y es que, como demostró Benítez Rojo, “el Caribe desborda con creces su propio mar”.
Aún cuando los huracanes difícilmente bajan del paralelo 12° N –es decir, que su danza impredecible se restringe a las Antillas–, una vez que Matthew entró al archipiélago de Santa Lucía como una tormenta tropical, en el norte de Colombia no podían adivinar que este azote con nombre de gringo les iba a dar sus primeros coletazos justamente cuando se llamaba a la población a terminar con un conflicto que ya cuenta seis décadas de hastiosa violencia. Matthew fue el chivo expiatorio de la abstención y la indiferencia en el referéndum que, en cambio, fue apenas un débil remolino que no logró inundar los deseos del Caribe colombiano por terminar con la guerra ni tampoco sacudir las estructuras de la dominación oligárquica. Así como los otros huracanes no lograron espantar a los primeros gobernadores del Caribe en sus ambiciones imperiales, la fuerza mortífera de Matthew tampoco pudo competir con el resultado de siglos de disputa por el mismo fin: el poder y dominio sobre la tierra. Y lo que hay en ella, por supuesto.
Ni la fuerza de la naturaleza
Ninguna catástrofe, sea natural o simbólica, parece capaz de afectar una lógica de poder asentada de tal forma en la vida. Por más que queramos creer en el poder renovador de la destrucción, esta ya posee su lugar en la red simbólica impuesta por el colonizador y su rearticulación –a menos que se trate de una destrucción total– no puede provenir solamente de un evento natural. El sentido común es bastante fiel a esas estructuras y enmascara, renombra o confunde lo que existe. Dice, por ejemplo, que “la naturaleza no discrimina”, mientras un simple contraste de datos muestra que el mismo huracán termina con la vida de cerca de 1000 personas en Haití y sólo con una veintena en los EEUU. No nos deja ver tampoco que lo que se inunda, incendia o destruye muy pocas veces pertenece a los poderosos y casi siempre forma parte de las escasas propiedades de los dominados y dominadas. Entonces, cabe preguntarse, ¿qué hay de natural en el desastre que causa la naturaleza en lo humano? El orgulloso pueblo haitiano, que como ningún otro logró a través de la rebelión liberarse de la esclavitud, no ha podido escapar del capitalismo que lo tiene sumido en la pobreza y expuesto al deterioro, y como si el huracán lo persiguiera, en su diáspora confirma que tristemente tampoco ha podido huir del racismo que surgió como reflejo de ese mismo sistema que una vez venció.
Tampoco existe consenso político capaz de asumir las ruinas sobre las que se construye la sociedad caribeña, pero al menos podemos reconocer que en la capacidad destructiva de las tristes tormentas tropicales se revela a su vez el despojo centenario al que han sido sometidos aquellos lugares azotados sistemáticamente por el racismo y la colonización. No es tan llamativo que los nombres de fantasía de los huracanes (así como antes el de los territorios), masculinos o femeninos, sigan siendo impuestos por el imperio de turno. Por ahora, mientras esperamos que los avances de la ciencia y la técnica moderna nos permitan saber con certeza dónde y cuándo caerá el rayo que nos permita volver al futuro, la historia latinoamericana es nuestro único refugio, reducción y cautiverio.
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Equipo Editorial LRC