/ por Rodrigo Karmy Bolton
Fidel hizo lo impensado. Una pequeña isla puso en jaque la política mundial, un territorio permanentemente disputado entre españoles y norteamericanos terminó siendo el umbral por el cual gran parte del planeta se imaginó distinto. Fidel hizo lo impensado: transformar una sociedad que vivía a 150 kms. de los EEUU y que padecía de las dictaduras bananeras promovidas por el mismo país, en un foco de resistencia antimperialista, en el lugar donde América Latina recuperó su imaginación política, en un pueblo digno que abrió un lugar de enunciación hasta entonces inexistente: la voz del llamado Tercer Mundo, que ahora podía ser parte e influir en la gran política mundial.
Fidel se volcó a lo impensado y lo volvió pensable. Pero lo impensado no se hace pensable tan sólo en una relación de realización, en la clásica relación planteada por Aristóteles según la cual lo que está en potencia se desarrolla en acto. Más bien, Fidel fue lo impensado que se hizo pensable como impensado. No es un impensado que se torna simplemente pensable (como si con ello se volviera enteramente transparente y, por tanto, se agotara en el télos de su realización), sino un impensado que viene a la luz como impensado. El escándalo de su llegada reside en que la revolución hace pensable la misma impensabilidad. Otras experiencias encontraron aquí su verosimilitud. Otras formas vieron que se abría el campo de lo posible en el que se podía verdaderamente triunfar. Así, hasta Chile pudo ingresar por ese impensado cuando en 1970 ganó la Unidad Popular.
La intensidad abierta por la revolución cubana de 1959, su impensado, fue haber dicho a los pueblos del llamado Tercer Mundo que se podía abrir el campo de lo posible, que más allá de las oligarquías locales y sus alianzas imperiales no había “nadie” esperándonos, “nadie” que fundamentara el “orden de las cosas” y que perfectamente podíamos vivir un mundo más allá de las penurias de la explotación a la que nos condenaban los defensores de la “libertad”. La revolución cubana impugnó al destino y mostró que había vías posibles, caminos abiertos; que la historia no era algo “dado” para los oprimidos del mundo, sino un campo de fuerzas siempre en disputa, desgarrado por una violencia que no elegimos, pero que podemos transformar.
Lo impensado fue parte de la constelación de las luchas por la descolonización. Como tal, fue imaginada como una lucha de “liberación nacional” que abría un lugar de enunciación que el aristocratismo de las grandes potencias no había contemplado jamás. Aplicó un jesuitismo político de gran eficacia que tuvo dos lados: uno interno, en el que obras en salud y educación vigentes hasta el día de hoy alcanzaron los niveles más altos de América Latina, pero que también implicó duros focos de represión, pérdida de libertades públicas y un sistema de vigilancia cotidiana que opera en defensa de la revolución; y otro externo, en el que desplegó una verdadera “misión” revolucionaria hacia todos los pueblos oprimidos: Angola, Argelia, Sudáfrica, Palestina y Venezuela fueron, entre tantos otros, algunos pueblos tocados por la Revolución de 1959, que recibieron su afecto mediante el apoyo salud, educación, y colaborando en las luchas por la liberación nacional.
La conferencia de Bandung de 1955 creó el movimiento de países no alineados al que Cuba se unió entusiasta luego de la Revolución de 1959, y tendría un papel decisivo en su articulación. Porque mientras Palestina ha sido despedazada sistemáticamente por Israel desde 1948, Cuba ha apoyado a los palestinos siempre (cortó relaciones con Israel en 1973); EEUU ha promovido miles de golpes militares en todo el mundo, Cuba ninguno (es más: apoyó a las guerrillas que luchaban contra esos mismos golpistas); cuando Siria ha recibido bombas de los EEUU, ha sido Cuba la que ha salido en ayuda de su pueblo; la ex URSS estalló en Chernobyl, y Cuba ayuda hasta el día de hoy a los rusos afectados por la radiación; los países europeos no han hecho más que explotar el petróleo y extraer diamantes en África, pero Cuba solidarizó con sus pueblos y ha brindado ayuda sistemática a dichos países arrasados por el imperialismo; Mandela fue declarado terrorista por los EEUU (hasta días antes que asumiera como presidente), mientras Cuba colaboró codo a codo para terminar el apartheid en Sudáfrica.
Sin embargo, el jesuitismo trae su costo: la férrea disciplina interna, el progresivo estancamiento de la economía sobre todo después de 1989, cuando cae la ex URSS, que priva de petróleo a la isla y entonces los cubanos se ven obligados a buscar mercado en el turismo y a liberalizar en parte su sistema. Asimismo, resulta innegable la existencia en la isla de violaciones a los DDHH y explícita privación a las libertades públicas, además de la instalación de una “dinastía” de los Castro que a las izquierdas nos ha de resultar inconcebible. En una de sus últimas entrevistas, Michel Foucault establecía una diferencia interesante entre “liberación” y “prácticas de la libertad”: la primera concernía a una lucha proyectada por las luchas de liberación nacional y fue realizada por la Revolución Cubana; la segunda está por realizarse, pues ha de constituir el impensado que la propia revolución nos lega al presente.
Marcar el límite de la revolución no significa abrazar el cliché del evangelio liberal, según el cual después de la muerte de Fidel debería llegar la “libertad”, porque lo único que los íconos de la “libertad” han hecho por Cuba no ha sido más que destruirla: si EEUU pretende estar con (y no contra) Cuba deberá abandonar el bloqueo criminal que mantiene con la isla hace décadas. Marcar el límite de la Revolución Cubana es también marcar el límite de una cierta ilustración que exige un pensar más allá de las dicotomías entre “ellos–nosotros”, “amigos–enemigos”, y mostrar la potencia de lo impensado que resta a todo fidelismo, a todo liberalismo, a todo monumentalismo.
Pensar una izquierda sin jesuitismo, pero con una forma de gobierno que habría que inventar desde las “prácticas de libertad”, será el punto crucial de lo impensado legado por Fidel. Porque para las izquierdas la clave reside en lo impensado, la potencia ingobernable que alguna vez selló un pacto de amor con Fidel. Fidel no fue jamás la persona–Fidel, sino una modalidad de lo impensado que, a pesar de todo, sobrevivió a su figura. Ninguna forma pensable calza del todo con la potencia de lo impensado. Todo reside en la incoincidencia de lo impensado con la figura de Fidel y, a la inversa, en advertir que dicho impensado fue abierto por la potencia popular cristalizada por la singularidad de Fidel y el Che en la toma del Cuartel Moncada.
Entonces, surge una pregunta políticamente clave, en estos tiempos en que el discurso liberal impone la “equivalencia general” en todos los campos, mientras destruye a los mismos pueblos contra los que reclama falta de “libertad”: ¿ha sido lo mismo Fidel que Pinochet? No. En Fidel, hubo un proyecto socialista que liberó a lo impensado como impensado que pulsaba en todos los pueblos del mundo. En Pinochet, lo impensado fue capturado y aplastado. Mientras Fidel fue un operador de la imaginación, Pinochet fue su destructor, y la sustituyó por el espectáculo mediático; Fidel fue levantado por un oleaje de la potencia popular, Pinochet gestó toda su política como una represión contra ella; Fidel impugnó a las oligarquías imperiales y desafió su sistema, Pinochet trabajó para ellas e impuso miméticamente su sistema. No son figuras “equivalentes”, sino dos operaciones cualitativamente diferentes: a pesar del propio Fidel–persona, el legado de Fidel no perteneció jamás a Fidel, sino al pueblo de Cuba y a todos los pueblos que vibraron con su gesta. El legado de Fidel fue haber resguardado lo impensado por el que los pueblos del mundo vislumbraron su propia posibilidad.
Fidel abrió las llaves para derramar lo impensado, Pinochet encontró la metralla para aplastarle. Fidel fue el modo en que la América Latina de 1959 pudo abrir lo impensado como tal, en su dimensión caótica y creativa, en su ser nada más que una superficie en la que nos inventamos a nosotros mismos. El legado que nos deja Fidel no es el “modelo” de la Revolución Cubana, ni menos aun, la persona de Fidel, sino la capacidad para, en un instante preciso, hacer lo impensado.
El límite del socialismo cubano fue el límite de una ilustración universalizante que concibió las revoluciones bajo una narrativa masculina (“grandes” revoluciones forjadas por “grandes” hombres). Ir más allá de esta significa pensar más allá del nomos estatal–nacional que le dio consistencia y problematizar la noción de “sujeto” que presupone. Es posible que las revueltas acontecidas en el mundo árabe puedan ser vistas como el paradigma de la política por venir, de aquel instante en que acontece lo impensado. A esta luz, las izquierdas no pueden restringir su apuesta al nomos estatal–nacional, pero han de surgir desde ahí para cosmopolitizar desde dentro a esas mismas fronteras, abriendo toda política identitaria hacia lo otro de sí (ante todo, eso significa rechazar fuertemente una política anti–inmigración no en base al derecho “liberal” de respeto a las libertades individuales, sino al derecho de vivir en común). Un cosmopolitismo post–estatal quizá funcione como un tercer lugar en el que no necesitemos imitar un modelo estatal-nacional, pero tampoco se nos condene a la proyección de la deriva económica del capital trasnacional. Una izquierda democrática que apueste por un cosmopolitismo post–estatal tendrá que arrebatar la noción de “democracia” al mismo discurso neoliberal, restituir su carácter común e inventar múltiples “prácticas de libertad” sabiendo que andamos sobre un terreno riesgoso, caótico y creativo en el que “nada” está garantizado, ni “nadie” está ahí para conducirnos a la salvación.
Más bien, tal izquierda debe ser pensada como una impugnación radical de la lógica pastoral, y eso incluye su rechazo absoluto a la última de sus derivas: el neoliberalismo. Ser fiel a Fidel no significa imitar su “modelo”, seguir su figura o asumir su estética. Ser fiel a Fidel implica ser fiel a la irrupción de lo impensado en una época en que nada puede anticiparlo. No se trata de “abandonar a Fidel lo más rápido posible” (como diría el cada vez más conservador Slavoj Zizek), pero tampoco de adoptar acríticamente su figura (como insistirían algunos próceres de la jerarquías partidistas).
Como Lenin en su momento, Fidel (junto con el Che y Camilo, entre tantos) hizo que lo impensado fuera pensable como impensado. En eso residió el contrapunto con la época. Y si queremos rendirle un justo homenaje que vaya más allá de la perorata fanática que defiende la revolución acríticamente, o de la otra perorata igualmente fanática del discurso liberal que legitima al capitalismo y su intervención imperial, tenemos que abrir el campo para que lo impensado tenga lugar. Porque solo en lo impensado podemos crear nuevas “prácticas de libertad”, despedirnos de su figura y, sin embargo, aferrarnos a su intenso legado. Solo en lo impensado podemos decir: ¡hasta siempre, comandante!
Perfil del autor/a:
Muy interesante reflexión. Recomiendo revisar a Cornelius Castoriadis en cuanto a su concepto de imaginario radical (aproximado al de lo impensable).