Es abril del año 1968. En Besançon, una localidad situada al este de Francia, Chris Marker y Mario Marret organizan un decisivo encuentro donde exhiben a la comunidad y a los obreros de la fábrica textil Rhodiaceta el filme À bientôt, j’espère, que trata sobre la huelga emprendida por estos el año anterior. Pese a que varios de sus protagonistas (ahora espectadores) han participado en la realización de la película, las imágenes desatan pifias y bronca entre los asistentes. Muchos abandonan la sala, mientras que otros confrontan allí mismo a los realizadores. Ante esllo, Marker sale al paso invitándolos a un conversatorio luego de la proyección, donde puedan discutir y manifestar sus reparos con claridad: ¿habían sido explotados por los directores?, ¿acaso eran así, serviles y casi mudas, como aparecen en el filme, sus compañeras?, ¿contribuían esas imágenes al fortalecimiento del sindicato, a la emancipación de la clase obrera?, ¿podía Marker efectivamente, y sin romanticismo, dar cuenta de la lucha llevada a cabo? Tales cuestionamientos y la respuesta que él pudo con honestidad ofrecer son grabados, y el registro sonoro se transforma en una segunda obra: La charnière, gozne o bisagra, punto de inflexión. Es fruto de este debate que se creará, con la ayuda de Marker y otros técnicos, un inédito grupo de cineastas proletarios, quienes comprenderán al cine como una nueva arma, como un alzamiento por la toma en el terreno de las imágenes: acción directa, ya no se tratará para ellos de ser meros objetos ante una cámara, sino de hacer películas políticamente, en una experiencia de autogestión visual y trabajo colectivo. Porque quien filma pertenece siempre al exterior; mientras que ahora, en cambio, al igual que en la lucha por su liberación, la representación y la expresión del cine sería obra de ellos mismos. Así nace el primer grupo Medvedkin, cuyo nombre homenajea a ese enorme obrero de las imágenes que durante los años treinta deambuló por los pueblos de la estepa rusa arriba del Cine-Tren, una maquinaria cuyos vagones eran estudios y salas donde se grababan, montaban y exhibían filmes creados por y para el pueblo, retratos in situ de la esforzada vida en los koljós, sin mediaciones, en una poética a ras de suelo, itinerante y comunitaria.
Budnik (Cinosargo, 2016), la primera novela de Juan Carreño, comienza precisamente saludando este gesto en el “manifiesto Medvedkin”, cuya proclama es que “la imagen de nuestro tren sea la señal del ensañamiento e insurrección” y los filmes “el pan negro de la Interzona”. Se trata de una novela que es, a su manera, un poderoso manifiesto contra la domesticación neoliberal, una nueva bomba o fierrazo, y sobre todo el guión de una película imposible, cuyo montaje insolente, vertiginoso y dislocado convoca a un sinfín de voces/tomas que se suceden con un preciso centro de gravedad: el Frente ContraCine, sujeto colectivo y acaso el verdadero protagonista del libro. Este grupo de guerrilleros de la imagen, delincuentes en potencia, amigos y amantes curtidos en el abismo, el hambre, la disfonía y el riesgo, se plantean como objetivo nada más y nada menos que refundar la vida a través del cine, en un territorio corroído por el micro-fascismo, la desolación y la vileza: la Interzona, espacio tan real como imaginario, suerte de campo minado, algo así como nuestro Alepo: acceso sur, Bajos de Mena, villa El Volcán, avenida Juanita y La Pintana, distópica geografía donde entre escombros, balazos y gas metano merodean post–evangélicos militantes, ortodoxos rusos, mormones milenaristas, hordas de viejas UDI, universitarios en turismo social, pastorales y pasteros. Tierra quemada, basural habitacional –y léase acá: políticas de vivienda de la Concerta, casas Copeva, Pérez Yoma & Co– donde el país deja de existir, donde el progreso resuena como una ficción lejana.
Aquí surge la historia de Daniel SS (homenaje y seña al Pejesapo). Reescritura del Luchín de Víctor Jara o quizá de los niños de Kiarostami, Daniel es un cabro solitario y pelusa que acaba viviendo de los desperdicios de la sociedad de consumo, en un tonel de cemento marca Budnik. A medida que repasa algunos episodios de su vida –una vida marcada por el caos y el abandono–, el tono confesional de su voz, al mismo tiempo pilla e inocente, va dando paso a la lenta aparición de un tú al que interpela, un otro que lo filma (más adelante sabremos que se trata de Jorge Cuminao, miembro del Frente) y que invade su espacio íntimo, que lo sapea: “Yo no quiero que sigas haciendo la película. No quiero que vengas más. Porque no po. Nadie me puede obligar […] La edición me importa una pichula […] Metete los videos en la raja”; “Después hice algo que no te voy a contar, porque al toque te digo que no te lo voy a contar todo, porque no estoy ni ahí con que cualquier culiao cómodo en su casa pueda ver esta película”, protesta. Es interesante esta interrupción, esta resistencia de Daniel a volverse imagen. Como los obreros de la fábrica con Marker, él toma consciencia de sí ante el ojo ajeno –ojo colonizador y dominante– y a ratos se subleva poniendo en jaque la representación, la posibilidad del cine.
Una interrupción semejante retorna más adelante en la novela. Ana es una actriz que ha decidido romper con su vida rastrera de garzona para ingresar al Frente. Como si se tratara de un diario de guerra interna, ella va describiendo su crisis, sus sueños de amor y venganza, las peripecias con sus nuevos compañeros y sus ideas sobre filmes incendiarios que desatarán la insurrección inmediata de todos los basureados por los dueños de Chile. Pero a Ana le cuesta quitarse sin más la actitud televisiva y burguesa cuando crea su primera obra, en la que filma precariamente a un pordiosero de la calle, reproduciendo la rapiña pornomiserable de la imagen. Uno de sus compañeros frentistas, el mismo Jorge Cuminao, la increpa entonces: “¿a qué público le puede impactar la miseria?, a los pobres la pobreza no nos impacta […] la mayoría de los cineastas latinoamericanos viajan por el mundo, en distintos festivales de cine, a costa de retratar la miseria de sus países, sin ningún intento de intervención o complicidad real con esas personas más allá de robarles la imagen en una transacción desleal”. El cine como robo, como transacción desleal. Como un acto carente de amor. Podríamos decir que todo Budnik se rebela contra esta práctica que capitaliza la realidad como si operase con objetos desechables. Ante ello, la estrategia propuesta es tajante: la autoexpropiación como estética y consigna, como una ética a contramano de la enajenación y el individualismo, como amorosa entrega a lo colectivo. Así, Ana rectifica, se sume en el trabajo del Frente y de su crisis personal emerge como una orquídea rabiosa en el basural del neoliberalismo, forjando otras imágenes –imágenes otras– que han de fundar la “nueva historia política del país”, como la de un Chile inverso donde la pasta base es legalizada y consumida por el Ejército, por la Federación de Criadores de Caballos y por un Techo para Chile, mientras el pueblo armado controla los medios de producción y escribe los mejores poemas, las mejores versiones del siglo XXI.
Pero Budnik es además el registro del Festival de Interzonas (anverso del FECISO) y el catálogo fílmico del Frente ContraCine (anverso de la Escuela Popular de Cine). Es también el descarnado coro de “los sueños del volcán”, donde unos infames Pérez Zujovic y Vadim Budnik, los rusos ortodoxos encomendados a reconstruir un templo a la virgen de Kazan, una dueña de colegios adventistas, los infectos con la enfermedad de Kawasaki, los miembros de la Vanguardia Organizada del Pueblo y los asesinados en Pampa Irigoin entremezclan sus voces en un corrosivo cuadro cubista, al son de un reguetón que marca el compás de los corazones igual al tambor de un “barco fenicio repleto de esclavos”, en medio de escombros, perros y pasturrientos, entre amor de blocks y tagadá sudoroso, hacinado.
Creo que Budnik puede leerse como la novela de una política por venir. Como una declaración de amor y enfrentamiento, como los esbozos de una nueva concepción de la imagen y, por ello, de la vida: donde la lealtad, la complicidad y el festejo se propagan por los eriazos, donde el movimiento es “información y belleza, como poder tocar el fuego o acariciar un tigre”, donde la sangre vuelve a correr por las venas del territorio. Como un manual de uso, la caja de herramientas de Carreño, que se expone y nos expone las piezas de su imaginario vital y escritural, ajeno al cálculo y a esa cosa ondera y cínica que abunda en cierta narrativa reciente; un imaginario fuertemente colectivo, fraguado a punta de coraje y persistencia, en gesto de entrega total.
Creo que Budnik puede leerse también en la estela de Cristóbal Gaete y de Cristián Geisse, por pensar al vuelo en dos escrituras donde comparece algo así como el revés salvaje y filoso de lo real. Y en el timbre insumiso del viejo Carlos Droguett, quien por el año 71, mismo año en que la VOP cobraba Pampa Irigoin acribillando a Pérez Zujovic, escribía: “Opino, pues, reiteradamente, que la literatura chilena […] vive de espaldas a la realidad chilena, no sólo la realidad histórica sino la realidad no escrita, desgraciadamente no escrita, que pasa por ahí afuera en estos momentos o que pasará mañana o esta noche cuando baje el viento de los cerros”. Budnik no da la espalda, mira de frente, con actitud leporina, y escribe lo no escrito, celebrando la hermandad de una neoguerrilla que busca –cómo no– reinventar el amor a través de las imágenes.
Imagino entonces así, como el viento quemado bajando de los cerros, la primera novela de Juan Carreño: un incendio forestal en el barrio alto de la narrativa chilena.
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