/ por Matías Marambio
Una lectura desordenada y rápida –me atrevo a decir que hasta algo irresponsable– de los hitos políticos del último año, tanto los recogidos en medios hegemónicos como en la prensa independiente, permitiría afirmar que nos encontramos en un punto de inflexión para el feminismo en lo referido a su presencia pública. Rutinas humorísticas, debates sobre cultura pop e iniciativas de ley, encuentros, movilizaciones de masas, campañas publicitarias, escándalos mediáticos, todo lleva a pensar que el feminismo en Chile goza de buena salud. Si bien el escenario que tenemos hoy aparece menos “descompuesto” que el de hace quince años atrás –pues hay, en efecto, más espacios organizativos y presencia en la agenda político–social–, la avanzada reaccionaria tras el triunfo de figuras como Matthei y Alessandri en las elecciones municipales de 2016 y el trato vejatorio ejercido sobre la machi Francisca Linconao nos obligan a ser algo más cautos con los balances.
Si de algo sirve el momento de la reflexión es la imposición de la pausa en medio de los acontecimientos cotidianos y del tiempo vertiginoso de la política. Gracias al distanciamiento podemos apreciar las cosas de forma distinta una vez que volvemos a la escala y al ritmo de la lucha y la organización. En esa línea, me gustaría aportar con algunas observaciones que creo podrían servir para nutrir al campo político que acabo de identificar, sobre todo en el planteamiento de las relaciones entre luchas anti-patriarcales y esa gran nebulosa que solemos denominar izquierda.
Que los nexos entre feminismo, disidencia sexual e izquierda han sido históricamente ásperos no es ninguna novedad, y la muerte de Fidel Castro el año pasado sirvió para recordar la homofobia y misoginia al interior de las organizaciones de izquierda revolucionaria en América Latina. La discusión tendió a producir ciertos relatos que, a mi juicio, parecían inscribir a la disidencia sexual y al feminismo por fuera de una tradición política de izquierda y, aun, en contra de esa denominación. Sumemos, por cierto, los comentarios de José Miguel Villouta a propósito de Salvador Allende y de cómo tendríamos que darle gracias al activismo LGBT realizado por sus pares de clase (léase Luis Larraín), porque sin sus recursos nadie podría hacer nada. Pareciera que tanto para Villouta como para quienes más acremente evaluaron el legado de la Revolución Cubana desde una posición radical, ni colas ni mujeres tendríamos mucho que hacer en la izquierda.[1]
Similar postura puede leerse en las elaboraciones teórico–políticas que se han levantado en segmentos del feminismo estudiantil: el “machito de izquierda” se ha vuelto su bestia negra, la figura contra la cual se insurge sin titubeos ni precisiones. La inclusión del feminismo en los programas de las listas que disputan las federaciones universitarias suele ser vista con sospecha, más como relleno publicitario o como fraseología biempensante que en ocasiones confunde más de lo que aclara. Las líneas que se dibujan en el ámbito estudiantil (¿o valdría la pena decir “juvenil”, con todas las ambigüedades del caso?) parecen ser más proclives a la autonomía expresada mediante el separatismo o, en ciertos casos, desde la desconfianza respecto de las organizaciones políticas de izquierda que han incorporado en diversos grados al feminismo como parte de sus programas y tesis políticas.
Las suspicacias, insisto, no son del todo injustificadas. El momento formativo del feminismo que hoy se despliega en muchas universidades (alrededor de 2011, pero con varias instancias previas) conllevó una fricción con los espacios organizativos del movimiento estudiantil que representaban entonces –y representan aún hoy– lo que entendemos por izquierda.[2] En esos momentos era mucho más común y comprensible plantear dicotomías entre luchas. Sin embargo, creo que sostener la simultaneidad de las reivindicaciones de clase, género y sexualidad fue uno de los aciertos que permitió el crecimiento de dicho feminismo. Igualmente, el estar inscrito dentro de las dinámicas organizativas y la cultura política de esa izquierda significó para ese feminismo un aprendizaje en lo que respecta a las formas de militancia. La maduración política, tanto en términos de diagnósticos como de elaboración ideológica, eventualmente ha permitido reconocer momentos previos en los cuales las luchas sexuales y de género se entendieron desde una matriz de izquierda: tanto Julieta Kirkwood como Pedro Lemebel resultan referentes cruciales a la hora de reclamar un sitio en la lucha igual de válido que el de Clotario Blest o Luis Emilio Recabarren.[3]
Me parece que el momento presente nos pone frente a un desafío de proporciones no menores. Si es que las feministas queremos lograr un salto cualitativo en el combate contra las distintas expresiones del patriarcado, entonces no podemos prescindir de una serie de elementos que conforman el acervo político de la izquierda. Reivindicaciones como la educación no-sexista o el aborto no pueden resolverse desde la atomización que presupone una autonomía entendida como pureza de lo feminista; esto es, una organización que clausura las relaciones con instancias que sostienen otras prioridades o preocupaciones políticas. Al mismo tiempo, sin una estrategia que problematice la heterogeneidad constitutiva de la clase trabajadora en el Chile contemporáneo (y que destaque, por ejemplo, el rol que cumplen los sectores de servicios y del retail en el patrón de acumulación de la clase dominante) no será posible combatir las expresiones más crudas de la violencia patriarcal, que se concretiza de forma más visible en los crímenes de odio.
Relevar estos problemas implica romper el cerco que impone cierta comodidad del activismo (o podría decir de la agitación) en medios y redes digitales, al igual que instancias que arriesgan transformarse en hitos testimoniales producto de su ritualización, como las funas (sobre todo si se despliegan como críticas de otras organizaciones feministas o LGTB). Si algo nos ha enseñado la experiencia de la izquierda es que las luchas políticas se resuelven en algún punto con una dosis variable y variada de Realpolitik: ese momento impuro e inestable de alianzas, maniobras y perspectivas de corto, mediano y largo plazo. Así, no basta con señalar todos los vacíos en las reflexiones que ha elaborado la izquierda –y que el feminismo en buena hora ha identificado–, sino que habría que ensayar una contaminación inversa.[4]
Dicho de otro modo, sin un análisis de clase que permita desarrollar una estrategia acorde, el feminismo se queda tan cojo como carente se queda la lucha de clases que ignora el rol del trabajo doméstico o de la violencia homofóbica y transfóbica que ejercen los mismos sectores populares.[5] En tal caso, podremos salir del lugar común que marca a la Fundación =Iguales como una expresión del activismo gay de clase alta que vende a la población LGBT al mejor postor. Dicho diagnóstico es correcto solo en un primer momento, pues nos deja sin un camino alternativo. Aquí es donde resulta útil volver a las herramientas desarrolladas en el seno de la izquierda: si resulta claro que la vía de las ONGs peca de ingenuidad es porque ella confía en las concesiones que graciosamente da un Estado neoliberal capaz de desdecirse sin problema alguno de sus promesas, pues no se le obligó a nada substantivo (dado que solo hubo una interlocución con grupos de interés con una legitimidad frágil en su anclaje social). Si Matthei y Alessandri pueden desmantelar sin mayor esfuerzo las políticas de diversidad sexual instaladas en sus municipios y si la ley de aborto en tres causales ha sufrido todas las deformaciones que hemos visto –partiendo por ser una iniciativa timorata y aquejada por el auto-sabotaje– es porque existe hoy una determinada correlación de fuerzas.
La pregunta que deberíamos hacer –en esta y otras circunstancias– es qué tipo de fuerza político-social respalda o sustenta determinadas reivindicaciones en un proceso de disputa con otros actores (en este caso los representantes de la institucionalidad política). El conflicto no se dirime únicamente en las posturas esgrimidas o en actos aislados y puntuales (funas, denuncias, reuniones, puntos de prensa, actos performáticos), sino que tiene un arraigo en la distribución desigual del poder a lo largo de la sociedad. Si asumimos esta esquematización, entonces me temo que aislar a ese espectro amplio que se denomina izquierda del campo feminista y de la disidencia sexual equivaldría a amarrarse de manos con tal de mantener la pureza de una política hecha tan solo por quienes se encuentran ya libres del pecado patriarcal. Valga, entonces, una última precisión: no creo que tenga mucho sentido una izquierda que no se declara feminista; de la misma manera, tampoco me interesan demasiado los feminismos que no se molestan en declarar su filiación en la izquierda. Esa doble adscripción me parece necesaria y urgente, pues no se trata de que un sector le diga a otro qué es lo que tiene que hacer y cómo debe corregir sus métodos, sino de reconocer que nos encontramos ya en un terreno desigual y heterogéneamente compartido y de que no nos sobran tiempo, energía ni recursos; los enemigos están al tanto y han explotado de antiguo nuestras debilidades para mantener su posición hegemónica.
Coda: cultura pop, reggaetón y las derivas del feminismo
Quizás los puntos que acabo de esbozar logren resonar mejor si es que tomamos en cuenta la nutrida polémica referida al machismo en el reggaetón producto de la presencia de Maluma en el Festival de Viña del Mar. Hubo momentos en que la controversia dejó ver una pulsión purista cuyo centro de gravitación era la correcta adscripción de referentes identitarios (en este caso de la cultura pop) al ideario feminista. Sea que se denunciara la misoginia de las letras de Maluma o que se rechazara la imposición de un criterio maniqueo, el debate dejó en claro que hay mucho interés por definir qué ítems están en el catálogo del “deber ser” para las feministas. Menos clara, a mi juicio, resultó la reflexión sobre las consecuencias programáticas de esta interrogación identitaria, que solo dejo enunciadas a modo de interrogación. ¿Tiene acaso el feminismo una banda sonora oficial? ¿Existe, al igual que el realismo socialista, un “realismo feminista” (el arte depurado de los vicios patriarcales)? Al mismo tiempo, ¿es el feminismo un club con derechos de admisión? ¿Solo entran las compañeras libres del pecado patriarcal? Lo que es más, ¿cuáles son las aspiraciones de un movimiento social en el ámbito de la cultura pop y cómo hacemos para salir de visiones reduccionistas del rol de las industrias culturales en nuestra sociedad? ¿En qué incide esta diatriba al momento de construir fuerzas para combatir al patriarcado?
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[1] Curiosa coincidencia de sectores desencontrados en la política sexual, pero cercanos en los juicios tajantes que repitieron –quién sabe si conscientemente o no– un guion ya configurado en la Guerra Fría, donde el carácter totalitario del socialismo cubano se deduce de la restricción de libertades personales, cuyo símbolo fue Reinaldo Arenas. Sobra decir que una lectura más atenta de la obra de Arenas, en especial de sus memorias, permite relevar otros vectores del discurso anti-castrista.
[2] Reconozco, de manera algo tardía en este texto, que este es mi propio lugar de enunciación como parte del campo feminista. Es llamativo que la ampliación del sujeto del feminismo operada por la convergencia con las demandas estudiantiles sentó las bases de la coyuntura que tenemos hoy. En esa línea, si bien no creo que mi posición esté libre de contradicciones he elegido desde un lugar feminista y no por el feminismo. Como puede deducirse de este texto, no creo que la urgencia mayor sea el debate por la voz del feminismo, pero eso es ya un punto disputable.
[3] Son solo los nombres de mayor circulación en Chile, pues hay otros que no está de más consignar, como Flora Tristán o Emma Goldman, en una tradición libertaria, y Clara Zetkin o Alexandra Kollontai en una línea marxista clásica y Angela Davis en el movimiento de liberación afro-estadounidense.
[4] De más está decir que la actual formación del Frente Amplio es una instancia para ello, pero no necesariamente la única.
[5] Un punto de fuga tanto para la izquierda como para el feminismo, en este ámbito, es el rol desempeñado por las iglesias evangélicas como fuerzas reaccionarias a nivel popular. Ellas debilitan las posibilidades de articulación clasista, sea mediante la promoción de una subjetividad aspiracional o por la mayor lealtad otorgada a la comunidad religiosa en desmedro de instancias de organización sindical o territorial. Al mismo tiempo, entran en pugna con aspectos mínimos de un programa feminista, como lo es la autonomía sexual y reproductiva y la crítica a los roles de género tradicionales.
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