/ por Rodrigo Karmy Bolton
Más allá de la promesa ilustrada de la modernidad, las religiones se presentan en la actualidad copando gran parte de la esfera pública. Hasta hace no pocas semanas, la discusión en Chile en torno al aborto integraba argumentos “religiosos” según los cuales el feto supuestamente debía ser considerado “persona”, argumento donde la derecha encontraba una vía más en su defensa de la propiedad privada. Contra la apuesta moderna por la secularización (que implica una identidad y diferencia entre el mundo religioso y el mundo moderno), hoy las religiones no dejan de proliferar. Si durante el siglo XIX hubo un cierto optimismo respecto a que dicha proliferación retrocedería a favor de una sociedad secularizada que diera lugar al “hombre” (Kant, Feuerbach, pero también la aparición de las “Ciencias del Hombre” en general), pareciera ser que tal optimismo encuentra hoy su refutación práctica. Las religiones no dejan de ingresar a la esfera pública, y el secularismo parece encontrar, cada vez, un retroceso histórico y político importante.
Claro está que las condiciones introducidas por la Guerra Fría promovieron explícitamente a los grupos religiosos: la CIA lo hizo con la secta Moon en Corea del Sur y con los Talibanes en Afganistán, así como la administración norteamericana inició dicho proceso ya desde principios de los años 50 para contrarrestar el “ateísmo” soviético de la época. Con ello, las religiones no sólo ganaron espacio en la esfera pública, sino, además, lo hicieron alojando una alianza clave con el capital financiero y su progresiva consolidación en la ulterior caída del muro de Berlín. Esta relación entre proliferación religiosa y capital financiero es un nudo que debemos inteligir en orden a articular una crítica de nuestro tiempo. Sin embargo, me parece, tal crítica es necesario hacerla no desde el lugar común, en el que se reivindica la esfera pública o el laicismo, sino más bien cuestionando nuestros “prejuicios democráticos” que presentan la historia en base al clivaje modernidad/tradición o progreso/retroceso, donde la noción de secularización resulta fundamental. ¿Cómo pensar el presente religioso más allá del paradigma de la secularización?
En 1921 Walter Benjamin escribe un texto titulado El capitalismo como religión, que jamás publicará. En él traza los contornos de lo que, en su perspectiva, constituía la característica crucial del capitalismo, esto es: que el capitalismo no era más que una religión. En contra de la tesis weberiana, según la cual el “espíritu” del capitalismo encontraría en la secularización de la ética protestante su origen y sentido, Benjamin plantea que el capitalismo no es la secularización del cristianismo, sino una nueva religión. Como tal, esta nueva religión se caracterizaría por tres rasgos claves: en primer lugar, se presenta como una religión exclusivamente de culto (se trata de hacer del trabajo el culto por excelencia), sin referencia a ningún dogma; en segundo lugar, tal culto resulta ser sans treve et sans merci (“sin tregua ni respiro”), y por tanto permanente y sostenido; en tercer lugar, el capitalismo es una religión sin redención de la culpa, porque es la producción misma de la culpa. Y habrá que reparar aquí en el término “culpa” al que, igual que en Nietzsche, Benjamin saca puntas de su doblez semántica: en alemán Schuld significa culpa y deuda a la vez.
En este sentido, el fragmentario texto de Benjamin pone en tela de juicio la noción misma de secularización que, si bien goza de cierta buena reputación en las ciencias sociales y las humanidades en general, me parece que funciona como un término mágico, un concepto muy poco secularizado, en el que el análisis de una mutación se ahorra la descripción precisa del desplazamiento y/o sustitución de las formas. Secularización, como término fuerte en el que se asume una cierta filosofía de la historia, funciona como un concepto–sedante donde las letras descansan, las consciencias se tranquilizan y el pensamiento puede reposar. Como el término hegeliano de aufhebung (¿qué ha sido la secularización sino la forma histórica y filosófica del término aufhebung?), los problemas parecen quedar resueltos con sólo pronunciar el término secularización. Todo simula entenderse, asumir un modo de pensar la historia como el paso de un lugar a otro, de un mundo oscuro a un mundo iluminado (versión ilustrada) o, a la inversa (como ocurre en la versión romántica), desde el mundo de la luz al de la oscuridad moderna. En cualquier caso, se trata de un proceso de “derivación” o de “sobrevivencia” de la religión precedente al interior de la nueva religión capitalista que funciona como un proceso de des–sacralización o de des–teologización. La totalidad de la filosofía de la historia –en sus diferentes versiones– se anuda aquí. Sin embargo, la hipótesis benjaminiana sugiere pensar al capitalismo mismo como una religión y, por tanto, situar el problema de su actualidad no como una “derivacion” ni como una “sobrevivencia”, sino como una verdadera mutacion de las religiones precedentes en la nueva religión capitalista (es cuando Stefano Franchini sugiere que la oikonomía cristiana se torna economía política).
Por cierto, en relación al decisivo texto de Benjamin son varios los comentarios que se han desarrollado en los últimos años, sobre todo motivados por la crisis subprime europea del 2008 y la enorme catástrofe financiera de los diferentes países implicados. Desde los trabajos de Carlo Salzani hasta los de Elettra Stimilli, desde Giorgio Agamben y Peter Sloterdijk hasta Boris Groys, la pregunta de estos pensadores ha estado dirigida siempre a pensar en qué sentido el funcionamiento del capitalismo operaría como una “religión”. Sin embargo, tal reflexión ha dejado en la sombra el problema de las religiones “clásicas” o precedentes (judaísmo, cristianismo, islam, entre otras) una vez operada la mutación capitalista.
En efecto, ¿no es el pregnante diagnóstico benjaminiano una vía posible para pensar no sólo el estatuto culpabilizante/endeudante del capitalismo, sino también su reverso, esto es, la mutación que experimentan las religiones clásicas, aquellas que, como el judaísmo, el cristianismo o el islam sí se articularon en virtud de una experiencia salvífica? ¿Y qué ocurre cuando estas religiones son colonizadas por la nueva religión capitalista? Hasta ahora, las ciencias sociales y las humanidades han usado en demasía la noción de secularización para subrayar el paso desde el mundo religioso al moderno, en todas sus modulaciones, diferencias o articulaciones, sin atender a que en dicho gesto se mantiene una cesura fundamental entre inclusión y exclusión, entre la supuesta civilización (mundo no religioso) y la barbarie (mundo religioso) o, lo que es igual, entre sociedades secularizadas y sociedades religiosas. Todo ello, por cierto, habrá tenido una incidencia directa en la articulación de las empresas coloniales desde 1492 hasta la fecha, que basaron su actuar en la diferencia entre civilizados y bárbaros, entre aquellos que estaban secularizados (evangelizados, civilizados o democratizados, dependiendo el momento histórico) y aquellos que no lo estaban y aún vivían o viven en la oscuridad religiosa (en la actualidad es el islam quien ha sido construido por el orientalismo contemporáneo como signo de la oscuridad religiosa).
Pero es ahí donde Benjamin desafía el paradigma weberiano haciendo del capitalismo una religión en sí misma. Una religión de culto, por cierto, mostrando que la diferencia entre lo moderno y lo religioso resulta insostenible, porque impone una nueva religión a escala planetaria. Al revés de la interrogación contemporánea que usa el texto benjaminiano para problematizar el funcionamiento del capitalismo, me parece que resultaría igualmente clave interrogar su supuesto “pasado”. La hipótesis que quisiera sostener es que cuando las religiones “salvíficas” fueron devoradas por la religión capitalista experimentaron mutaciones irreversibles (que la teoría social y las humanidades han denominado secularización) que las convirtieron en un dispositivo culpabilizante característico del capital y, por tanto, cerraron la puerta a las posibilidades de redención.
El capitalismo como religión no provino de ninguna religión o cultura en particular. Ni del judaísmo ni del cristianismo ni del islam, aunque estas últimas contengan algunos elementos que fueron utilizados por la nueva religión. En rigor, el capitalismo es el reverso especular de las religiones clásicas: si estas últimas orientaban sus esfuerzos a la redención, aquel los dirige hacia la culpabilización. En efecto, en sus diferentes figuras (mercantil, industrial o financiero), el capitalismo puede ser entendido como un modo de producción del mundo que carece de un origen territorial y epocal preciso, porque, según plantea Hamid Dabashi en su crítica a Imperio de Michael Hardt y Toni Negri, siempre fue espacialmente ubicuo y temporalmente simultáneo, en tanto no podía desarrollarse si no era de un modo estrictamente mundial: “el capitalismo fue global desde el principio […] desde el mismo comienzo el capitalismo era un evento global y en ello no importó si ocurrió como una consecuencia de la ética protestante o de la revolución industrial en Europa; o en África o en Asia, o en Latinoamérica; haya sido con una visión de mundo budista, hindú o islámica”. Sin patria ni fronteras, su propia consistencia global –dice Dabashi– hizo que el capitalismo afirmara su rumbo más allá de una cultura o religión en particular. El punto crucial es que siempre fue un evento global o, según podemos pensar con Benjamin, una religión global que tuvo como consecuencia la transformación de las prácticas de las religiones clásicas en prácticas características de la nueva religión capitalista, hundiendo progresivamente a las primeras en un “parasitismo”: sin poder ordenar ni salvar el mundo, se volvieron siervas de la culpabilización proveída por el capital. Un momento clave de ese proceso fue 1492, cuando el naciente espacio atlántico comenzó a sustituir al mediterráneo y la Europa del Norte se volvió hegemónica en relación al Sur, en cuya vanguardia se abría paso el eje hispano–portugués con la Conquista de América y África. Tal proceso implicó una mutación del cristianismo que lo hizo, entre otras cosas, constituir una relación de patronazgo entre la Iglesia y el Estado español de ese entonces, constituyéndose como el nuevo discurso del horizonte imperial. Así, las diversas religiones existentes a lo largo y ancho del planeta iniciaron su largo naufragio subsumiéndose como parte de las lógicas del capital. Mientras los fieles pensaban que su religión era la de siempre, ahora la religión capitalista llegaba al mundo para adorar a un Dios completamente distinto, pero mucho más poderoso: el capital.
Justamente, la advertencia benjaminiana en torno a que el capitalismo es una religión sin dogmas implica que puede vestirse de cualquiera. Y las religiones clásicas, ahora “parasitarias” de la nueva religión capitalista –que a su vez lleva consigo diferentes movimientos y cesuras internas–, prestan sus formas a una religión que carece de una forma precisa y que, por eso, pudo articularse inmediatamente como religión mundial. El capitalismo puede vestirse de fascismo, de islamismo, de sionismo, de socialdemocracia, de ecologismo, de opus dei, de monarquismo o democracia liberal. Todas las vestimentas caben. Como ocurre en el día de hoy, en plena hegemonía del capitalismo financiero por sobre los otros capitalismos (mercantil o industrial), tenemos una proliferación de diversos capitalismos “culturales” en diversas etapas de desarrollo, donde cada uno practica la liturgia al mismo Dios. Que ISIS proclame la voz de Allah mientras degüella a miles, que Netanyahu haga de la noción judía de pueblo elegido una noción racista o que un agente de Wall Street se obsesione con la subida o bajada de la bolsa, da igual. Es siempre la enorme liturgia que, en su praxis, no deja de adorar a un mismo Dios en la diversidad de sus modos (mercantil, industrial y financiero, tres fases yuxtapuestas de una historia propiamente religiosa).
Nunca antes una religión había sido tan numerosa y, a su vez, tan eficaz en transformar a las otras religiones en verdaderas “sectas” de su propia deriva. Al igual que el Dios monoteísta, el capital tampoco se ve, pero habla. Vive bajo la forma del consumismo incondicionado o del cumplimiento cotidiano del trabajo. La liturgia no cesa. Tanto el espacio como el tiempo son enteramente devorados por la liturgia total de la nueva religión capitalista. El capital no se ve, pero muchos creen estar llamados o condenados por él. Las cifras caen o suben, las ganancias perviven o se van, pero el movimiento no cesa. El capitalismo hace del capital un Dios trabajólico que, como mostró Marx, no es sino la forma que muestra la expropiación del trabajo común, característico de los nuevos regímenes de acumulación.
A veces revela sus mensajes y aparecen gurús para “capacitar” a otros (o sea para volverles más escrupulosos en los rituales) o ciertos teólogos que orientan su saber a calcular las tendencias económicas del momento. El capital es una fuerza divina que, a su vez, “diviniza” a las religiones clásicas bajo un nuevo horizonte de inteligibilidad. Estamos muy lejos de aquella promesa ilustrada de poner fin a la religión. La religión capitalista vive de otras religiones que integra a su propia y anárquica lógica. Seguirán las religiones proliferando como cristalizaciones particulares de un único Dios al que realmente rinden tributo. El capitalismo es precisamente su motor. Y, más aún, el pivote hacia su transformación asesina, el mecanismo que las convierte en nada más que armas de explotación. No quiere decir todo esto que las religiones clásicas hayan sido el paraíso de la paz y el amor. Por cierto que no. Pero al menos articulaban una cierta idea de salvación que desafiaba a las formas puramente culpógenas de subjetivación. El texto de Benjamin nos da una clave –es tan sólo una de sus entradas– para pensar el fin de toda salvación en las religiones clásicas en virtud del hundimiento en la lógica culpabilizante impuesta por la nueva religión capitalista. Al final del día, sean musulmanes o judíos, católicos o protestantes, todos saludan su fe con Wall Street en la frente, con el peso de la catástrofe de una religión que estetizó a las religiones precedentes convirtiéndose así en la única y verdadera religión planetaria.
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