/ por Edgar Soliz Guzmán
«¿No habrá algún maricón en alguna esquina
desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?»
Pedro Lemebel
San Francisco, 14:00. El sol cae violentamente sobre nosotros mientras esperamos iniciarnos. Las personas van y vienen, casi como una película muda en la que todos se mueven aceleradamente sin decir nada, sin decirse nada. La tarde se apresura en el conglomerado de la ciudad que pasa ante nuestros ojos, acelerando, a su vez, para tragarnos en el ajetreo que la habita. Ajenos a ese movimiento, observamos el río de bronce que baja por la ciudad dividiendo a la misma en una parte para los indios y otra para los españoles. Estamos en el pueblo de los indios, nuestro lugar, que no tiene orden, las calles y casas se acomodan como afluencias para el principal río, el Choqueyapu, y se pierden en la exuberancia de su descontrol, nada puede contener este cauce libertario. La ciudad de los españoles está ordenada en manzanas, cuadrados y calles perfectamente alineadas para organizar un modus vivendi sujetado al poder. Todo es cuadrado, incluso su plaza principal donde confluyen esas ilusiones de poder que tanto trabajo les cuesta creerse a ellos mismos. La ciudad es de bronce y brilla ante nuestros ojos para imponerse como única posibilidad en nuestro imaginario. Por suerte podemos cerrar los ojos y pensar esta ciudad desde nuestros colores.
14:35. Empezamos. Ceremonia maricueca en la que desplegamos nuestros colores para cargar la vida, cargar nuestros amariconamientos destemplando la armonía de la institución heterosexual, homosexual, social, religiosa, política, etc. Hablar cargando. Cargar hablando. Porque es la memoria en la que acunamos nuestros nacimientos y pintamos de matices vivos ese seno materno que tanto amor y calidez nos ofrecía. Incluso nosotros cargamos nuestras muñecas emulando a nuestras madres y burlando el control machista que violentaba nuestras infancias, aun así reíamos porque nuestros aguayos de entonces eran telas blancas, sucias de tanto arrastrarlas, que servían de trapos de cocina donde también encontrábamos nuestro sitio. Desde entonces cargamos el peso del mujercito, del mariconcito y del mamito, acumulando carga, como nuestras madres, en cada paso que avanzábamos y retrocedíamos. No fue fácil, para nadie. Y hoy tampoco lo es.
Desplegamos nuestros afectos y nos miramos. El pueblo de indios se sobrecoge porque en la puerta de su iglesia, que no le pertenece, dos q’iwsas se besan efusivamente mientras todos disimulan no haber visto nada. Algunos buscan en sus celulares para releer sus conversaciones en WhatsApp y observan de reojo el atrevimiento en el atrio de su iglesia. Otras se colocan los audífonos para distraerse y hacer como que no miran, pero miran, porque la curiosidad puede más, siempre. Algunos padres y madres nos dirigen miradas acusadoras, todo en película muda, mientras desvían su camino y tapan los ojos de sus hijos e hijas para evitar el bochorno de la explicación posterior. La ciudad no nos mira pero estamos ahí, besándonos otra vez para tomarnos de la mano y habitar nuestros afectos ante la impaciencia de la heteronorma colonial que se descontrola, porque se sabe vulnerable ante nuestros besos que provocan un fuego más intenso, a pesar de la tarde que sigue ardiendo en nosotros.
Pérez, 15:00. Atravesar la ciudad cargando nuestra infancia maricona. El reloj de la Pérez se detiene a esta hora para recordarnos que aquí se desbordaba la líbido marica de la ciudad en un tiempo en el que el deseo homosexual habitaba la calle furiosamente, y no se reservaba a las aplicaciones virtuales que hoy existen. ¿Acaso nos hemos creído esa ilusión capitalista de Grindr?, ¿acaso debemos personificar el ser hombres, más hombres, para triunfar en ese inexistente espacio virtual, como culto hedonista, falocéntrico, donde ser afeminado, indio, cholo, gordo, sidoso y viejo es no ser nadie porque lo gay es un ridículo poster glbtoso donde un adonis nórdico capitaliza el deseo maricueca? Como la disco de ambiente, como Grindr, donde nos venden la ilusión de la libertad encerrados en cuatro paredes que a determinada hora de la noche nos embrutece de alcohol, nos asfixia de amor y nos ahoga en el delirio del macho activo que no lo es porque, simplemente, no existe o no debiera existir en ese binarismo de los entramados/encamados homosexuales. Por eso entramos a la calle, donde debemos estar, para hacer el recorrido acompañados de nuestros afectos que necesitan airearse al igual que nosotros.
15:40. Fluimos, como fuego que se propaga rápidamente. Nuestros besos q’iwsas son el centro de miradas que se detienen a escrutarnos y condenarnos, para perecer en nuestro propio fuego, ese en el que seguimos retozando porque somos lo nefando. Desandamos esta ciudad en todas sus desigualdades para pensar de qué, exactamente, debiéramos estar orgullosos, y cuáles debieran ser nuestros colores. Pero la parte cuadrada de la ciudad, la ciudad de los españoles donde no quedan españoles, apenas despierta de su modorra de tiempos inmemoriales, apenas se inmuta con nuestro andar marica. Pensar es difícil en esta parte de la ciudad donde una indiferencia malsana corroe lo poco de vida que queda en sus calles y cicatrices que, como fantasmas, emiten quejidos inaudibles como memoria de lo que alguna vez había sido. Transitar la Comercio merece levantar esas miradas para recorrer esas subjetividades que nos miran y explorar sus razonamientos cuadrados como la parte de la ciudad que habitan.
Plaza Murillo, 16:15. La patria está cagada, literalmente. Por encima de ella se alza, altanero, el señorón que dice que dejó encendida la tea de la libertad. Tres palomas se asoman al vuelo, le cagan el rostro y lo dejan anonadado. Las palomas continúan su vuelo, son únicas, son las que se cagan en el centro del poder. Luego se elevan, en bandada, para iniciar una coreografía al son de campanadas que marcan el ritmo de la tarde. Vuelan, como las personas ajenas a lo que sucede, a lo que nos sucede, mientras nos desatamos para provocarnos a nosotros mismos. Creemos ser los nietos de esos indios que tenían prohibido el ingreso a la plaza o de esos otros que murieron en las revueltas de 1781. Pero no, sólo somos dos “maracos besándose en la plaza”, como lo acaba de decir un transeúnte visiblemente molesto. Maracos que no creemos en el cuento del proceso de cambio y menos en la representación indígena, como ornamento vacío de sentido, a la que han reducido o absorbido a las figuras indias de los pueblos milenarios. El poder es como la nada que lo destruye todo. No seremos los maracos alineados al poder por un mendrugo de ley que en la práctica cotidiana no resuelve nada, nada.
16:50. Mástiles, detrás y delante de nosotros, mástiles y banderas. De todos los colores y países, abandonados a su erección en la que se acumulan uno detrás de otro, y uno al lado de otro. En fila, en orden, violentos y fálicos como los símbolos patrios, esos que permanecen inertes mientras nuestros besos nos derriten como sujetos descontrolados, irreverentes e insanos delante de esa ilusión de representación ciudadana. Lo más real de este paisaje: la mirada interrogante de una niña que aguza la vista para alcanzarnos con su mirada. Lo más falso e ilusorio: una Asamblea Legislativa que duerme el sueño plurinacional de los justos mientras al lado se fermenta, cada vez con mayor intensidad, la podredumbre del Palacio Quemado. Es media tarde y esta pudrición, que carcome consciencias, nos obliga a retirarnos tomando el camino más corto hacia nuestro propio abismo.
Avenida Camacho, 17:25. La calle se abre para recibirnos mientras la ciudad nos expulsa. Cargamos con nosotros mismos en este transitar por nuestros orígenes y nuestros colores, nuestras sensibilidades y nuestros afectos, nuestras disidencias y nuestras filiaciones. Transitar cargando. Cargar transitando. Las miradas ya no pesan como al principio, son sólo eso, miradas que se deshacen en el lenguaje de nuestros aguayos o en la furia de nuestros amariconamientos. Atrás el Illimani se oculta, apenas se asoma a través de los bloques de cemento y se borronea a sí mismo ante tanta desidia de la metrópoli. La ciudad es fría como la tumba de tiranos, es sombra como la maravilla de su ausencia, es muerte como el imaginario de progreso que fomenta. Ardemos en ese fuego amariconado que nos carcome amorosamente. Todavía queda algo de luz para la tarde. El semáforo, en rojo, inicia su cuenta regresiva.
¿Acaso es tan difícil cargar el reconocimiento de nosotros mismos?
¿Tan difícil ser pobre, cholo y maricón?
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Desandar la ciudad es una intervención callejera llevada a cabo por Edgar Soliz Guzmán, miembro de Movimiento Maricas Bolivia, en las calles de La Paz, Bolivia.
Fotografías de Huáscar Pinto Saracho
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