/ por Claudio Alvarado Lincopi
“¡jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!”
César Vallejo
En diciembre de 1997 las llamas hicieron visible lo invisible. Una herida olvidada de la historia patria, tan blanca y patricia desde su fundación, emergía desde el fuego. La morenidad mapuche, negada y despreciada desde el Chile decimonónico, encontraba su torrente público mediante las llamaradas que incendiaban tres camiones en Lumaco. Por supuesto, los de arriba, como tantas veces, alzaron sus voces aristocráticas para apagar con la bencina de la represión la profundidad histórica de ese kutral. Es que los camiones ardiendo una noche de fin de primavera en Lumaco son un hito de fractura del devenir mapuche que nos permite narrar la continuidad de las violencias coloniales en Wallmapu, desnudadas por estas llamas redentoras, así como nos provee también la suficiente luminosidad para dar cuenta del derrotero reflexivo de una nación en emergencia. Porque después de 1997 es imposible el silencio.
Kutral es fuego, el llamador de la memoria y la destrucción posible. Un descubrimiento que habita los límites de la vida y la muerte, de la destrucción y el renacimiento, que tanto borra como devela, es decir: un habitante más de la frontera. Por cierto, en la poética mapuche el kutral tiene un lugar imprescindible, habla de dolores y dignidades, de olvidos, silencios y reminiscencias. Y quizás por la condición política de la poesía mapuche –porque todo gesto del colonizado es un gesto político– este kutral poético ha tenido su sitio en el quehacer de la emergencia pública del pueblo mapuche. Porque poesía y coyuntura, creación y tragedia, se han confundido durante las últimas décadas, gestando palabras y quehaceres, como llamaradas que calibran nuestras visiones sobre el pasado y reabren las heridas para observarlas en su dimensión más profunda. Todo para agitar la historia oficial de la nación nobiliaria, con la intención de germinar nuevos horizontes, manchados de indio, de morenidad incandescente, de viva gestación champurrea. En ello, insistimos, ha estado el fuego poético y político para hacer arder la memoria o quemar el silencio, que son dos caminos de rotundas hermandades contra la negación de la vida mapuche; dos caminos que trenzados hablan de la porfía del fuego, ya sea como frío muerto o ardiente vida. Porque, como dice Luis Cárcamo–Huechante, “vivimos en medio de las llamas”.
Arder la memoria como frío muerto
Las llamas transforman, pueden volver ceniza lo construido, quemar lo que se presenta perdurable. La sociedad mapuche algo sabe de esto. Los últimos 150 años de historia han estado marcados por las llamaradas incandescentes de un pasado que mantiene su sustancia casi inalterable: el colonialismo es un fuego ardiendo. Quizás por ello “la marca del indio” lleva ese nombre, una cicatriz construida desde la quemadura corporal, grabada por el calor de la fricción, la génesis del fuego.
Es que el despojo territorial desarrollado en la segunda mitad del siglo XIX por el Estado de Chile reinauguró los dolores coloniales, instó el desarrollo sistemático de jerarquías raciales que han definido el lugar del indio bajo la bota de la oligarquía colonial en Wallmapu. Las llamas, por cierto, fueron otro instrumento en este proceso de ocupación. Un artefacto más entre las múltiples violencias gestadas por el colonialismo chileno. Las rukas en llamas, tristemente, no son parte de la fantasía argumental del movimiento mapuche, sino que fueron una realidad de la ocupación que pesa sobre la memoria de las actuales generaciones. Además, hablan sobre la densidad del proceso, ya que extinguir la presencia del colonizado es una prerrogativa en toda gesta colonial: volver ceniza el territorio íntimo del despojado para instalar sobre ella la arquitectura remozada de la quimera eurocéntrica del colonizador. Son tantas las memorias donde el fuego tiene un lugar de pesadumbre y dolor. Si no me cree, pregúntele al poeta Lienlaf de qué voces extrajo la vehemencia de las lágrimas cuando dice:
Bajan gritando
ellos sobre los campos
silbando por los esteros
corro a ver a mi gente
a mi sangre
pero ya están tendidos
sobre el suelo
sobre ellos pasan los huincas
hiriendo de muerte la tierra
dividiendo mi corazón.
Entré en busca de mi calor
A mi casa ardiendo
Brotó el estero de mis lágrimas lloviendo sobre mis pies
Ustedes ¿entienden mis lágrimas?
Escuchen al aire explicarlas
Están pasando los años,
Están pasando los nidos
Sobre el fuego
Está pasando la tierra
Y ya me estoy perdiendo entre las palabras
Escuchen hablar a mis lágrimas.
Las llamas, el fuego y la quemadura son también gestoras de la perdurable cicatriz que ha definido la deshumanización de las vidas mapuche. En 1914, por ejemplo, un hierro ardiente, calentado sobre fuego para quemar el cuerpo indio, fue el instrumento que marcó la carne del peñi Painemal, despojando su vida de toda humanidad. Porque el despojo no fue de la tierra únicamente, sino que también se extirpó la posibilidad de lo humano. El colonialismo chileno inferiorizó los cuerpos y saberes mapuche, los marcó como objetos de explotación y desprecio, como el lastre para el desarrollo civilizatorio de la nación.
El hierro ardiendo sobre la piel morena de Painemal es lamentablemente un gesto de incontrolable presente. Desde la edificación de la patria blanca y burguesa, “lo indio” ha constituido una página en llamas de la historia oficial, el lugar de lo no humano donde el racismo hace lo suyo para infligir la quemadura que perdura como el peso de la noche. Un peso que no cesa, que logra desangrar en completa impunidad. Allí están las vidas deshojadas de Alex Lemún, de Matías Catrileo, de Jaime Mendoza Collío, de Luis Marileo y de tantos otros, completamente en llamas, ardiendo en la memoria subterránea de un pueblo. Porque si sus vidas pudieron ser quemadas sin penas para los asesinos, develando que en Chile hay vidas que no importan, lo perdurable de sus biografías se encuentra en el recuerdo latente del movimiento mapuche: en el kutral de la memoria.
Porque el fuego –y he aquí su tensión permanente– puede transformar la materia en ceniza y humo, es decir, en muerte y sueño. “Recuerda siempre que, en el universo de la naturaleza, los sueños se convierten en realidad. La lluvia es el sueño del agua. El humo es el sueño del fuego”, nos dice Elicura Chihuailaf, dado que las llamas pueden jugar mejor tanto su rol de frío muerto como ser el principio del fogón, “símbolo que arde en medio de este soliloquio, compilación, o como desee usted llamarlo. Tal vez, un recado confidencial” que viene ungiendo el pueblo mapuche para que –como insiste siempre Chihuailaf– la chilenidad reconozca su hermosa morenidad.
Quemar el silencio como ardiente vida
Mauricio Waikilao es poeta, un escritor de la rabia y los sueños de un pueblo que el año 2009 fue detenido bajo el amparo de la ley antiterrorista. En la cárcel, junto con una treintena de presos políticos mapuche, realizó una huelga de hambre que marcará a fuego la historia del bicentenario chileno. Cuando pasen los años, las décadas y los siglos, no se podrá contar las celebraciones de los 200 años patrióticos sin nombrar las oscuridades de la fiesta nacional, materializada en esos cuerpos mapuche hambrientos de justicia. Waikilao era uno de ellos, y el año 2011 publicó su libro Bitácora guerrillera, donde escribía: “En mi niñez el hambre era una vocecita que robaba el pan a mis compañeros de curso […] Casi me convencen de que el hambre era un regalo de Dios que había que padecer con entusiasmo para ganarse el cielo”. Un poeta y preso político mapuche reflexionando sobre el hambre después de una huelga de hambre, para decir que el hambre siempre estuvo allí y que incluso fue la que impulsó la rabia y las ganas de transformarlo todo: “La consciencia me la despertó el hambre de otros. Recibí una orden del llanto de esa viejita saliendo del negocio del gringo, con su bolsa vacía, y me enrolé en esta guerrilla del pensamiento incorregible”. Porque finalmente fueron décadas, más de un siglo de penas acumuladas, de hambre y empobrecimiento, de desprecio y racismo de una chilenidad que colonizó la tierra y las vidas mapuche. Entonces nada de raro: ¿por qué se sorprenden? Es que sólo los mojigatos y embusteros pudieron poner cara de asombro cuando los tres camiones ardían en el Lumaco de 1997. Allí estaba en llamas la memoria del fogón, porque como dice el mismo Waikilao: “Nunca olviden que la sangre que pisotearon se levantó chorreando fuego en Lumako. Y ahora marcha en nuestras venas”.
Tantos olvidos intencionados, tantos dolores, tantos menosprecios. En nuestra historia reciente, las periferias de la patria neoliberal debieron guardar la voz para alimentar la imagen del jaguar latinoamericano, tan pintado de gringo, tan jaspeado de primermundista, tan falto de tierra india. Quizás sólo los poetas cantaban despacito las chispas de futuros fuegos. Porque de alguna manera el aviso de incendio estaba contenido en el canto de Lienlaf cuando decía en 1989: “Volveré a decir que estoy vivo, que estoy cantando cerca de una vertiente ¡Vertiente de sangre!”. Lienlaf, nacido en 1969 en Alepue, cerca de San José de la Mariquina, territorio williche, sintetizó con su poética una emergencia mapuche que hizo público el torrente de vida denegado por la chilenidad oficial. Su premiado texto llamado Se ha despertado el ave de mi corazón fue una tierna y poderosa embestida de pasados y presentes magullados por el desprecio y la negación, que llenaron de sangre las vertientes desde donde se canta con rabia y ternura. De alguna manera, ese primer texto de amplia resonancia pública fue el primer aviso de incendio.
Después de diciembre de 1997, decíamos, es imposible guardar silencio. Es curioso cómo el fuego devela e ilumina, así como destruye. Los zapatistas, en el sudeste mexicano, dicen que se taparon el rostro para que los pudiesen ver. Fue el desacato representado en la capucha lo que los hizo visibles. En Chile ese símbolo fue el fuego.
Llamaradas de letras se han abierto después de Lumaco. Primero, por supuesto, hacerse entender. El fuego fue la luz que iluminó la cara india, esa morenidad que aguardaba en las tinieblas de la historia. Pero era imprescindible relatar con detalle cada llamarada, y justamente ahí recae la labor mayor del Recado confidencial a los chilenos de Elicura Chihuailaf. Una prosa y ensayo poético para narrar con ternura la rabia acumulada, para volver inteligible los camiones en llamas. Después, una vez explicado, el recomponernos. La luminosidad del fuego permitió ver sin eufemismos el rostro del colonizado y el colonizador. Y vista la verdad es imposible ser los mismos. Se hace urgente la descolonización, intentar zafarnos lo más posible del yugo de los años atrapados. Roxana Miranda Rupailaf, en los primeros años del 2000, se confiesa pecadora y busca desatarse: “Confieso que le he robado el alma al corazón de Cristo. Confieso que me comí todas las manzanas y que suspiro tres veces al encenderse la luna […] que he pecado de pensamiento, palabra y omisión. Y confieso que no me arrepiento”. La recomposición de un pueblo colonizado implica desatar el pensamiento, librarse lo más posible de los elementos que fueron yugo y dolor.
Ahora bien, este desate, cuando busca ser literatura, quema. Convierte en llamas la misma percepción del nosotros. Porque la luminosidad del fuego permite vernos el rostro en toda su dimensión. Ver los surcos, las cicatrices, los fluidos. Las llamas de 1997 no sólo cambiaron la relación entre las partes en conflicto, profundizando diálogos y enfrentamientos, sino que también quemaron nuestra aparente homogeneidad. Es que ningún pueblo en proceso de desalambrar la historia queda incólume. En el andar se despiertan nuevas ruinas. Los grises buscan su lugar en la llamarada. En 2005, Paulo Huirimilla descoloniza la sujeción y al sujeto, nos dice:
Yo cazador recolector urbano de chaqueta e’ cuero
Hablo tartamudo por los muertos de mis antepasados
Con el ceño partido
Parco de palabra se me ha perdido el carnet de identidad
Miro a los gángster que nos buscan en el sueño
Por cortar el gas de los eucaliptos
Y encender fuego con velas de mamita virgen.
Tal como Rupailaf, Huirimilla deviene pecador confeso, quemando el árbol del extractivismo neoliberal, el eucalipto, con el fuego de la vela santa. Pero el sujeto en el andar no queda incólume, pierde su carnet de identidad y se vuelve un barroquismo de pasados y presentes, entre urbano y rural, un cazador recolector con chaqueta e’ cuero. Quizás, quien extrema este desate interno, con llamas que queman esencias momificadas, es el poeta David Añiñir Guilitraro, cuando nos entrega palabras como un torrente que no cuaja, un desborde permanente, un eterno incendio donde el retrato de una ciudad manchada de indio y un cuerpo mapuche manchado de urbe son las cenizas y la combustión de un parto perpetuo: lo mapurbe.
Somos mapuche de hormigón
Debajo del asfalto duerme nuestra madre
Explotada por un cabrón
Somos hijos de los hijos de los hijos
Somos los nietos de Lautaro tomando la micro
Para servirle a los ricos
Somos parientes del sol y del trueno
Lloviendo sobre la tierra apuñalada
La lágrima negra del Mapocho
Nos acompañó por siempre
En este santiagoniko wekufe maloliente.
Lumaco sigue ardiendo. Es un fuego alimentado por los quehaceres y reflexiones de las actuales generaciones mapuche, que beben toda la pasión, todo el dolor de pasados arrancados a la muerte. Desde 1997 se viene quemando el silencio. Los poetas han estado presentes, como otra espesa coyuntura, en un proceso de descolonización que es territorial, político y epistémico. Por cierto, luego de Lumaco nada es igual, no hay vuelta atrás. Hemos atravesado el punto de no retorno. Es por ello que las poéticas mapuche se bifurcan, no encuentran un camino por donde retornar, todo es nuevo, todo es impugnable. Después de los tres camiones ardiendo en el epílogo de Lumaco de 1997 todo es creación.
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Claudio Alvarado Lincopi forma parte de la Comunidad de Historia Mapuche.
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