La vida de Espírito da Luz Soares –compositor musical de una escuela de samba de la zona norte de Río de Janeiro– cambia radicalmente el día en que, durante un ensayo, es simultáneamente “descubierto” por un músico de orquesta y un dizque agente musical. Ambos advierten, no sin asombro, la fluidez con que versos y melodías acuden a los labios del músico, así como el ingenio y sentimiento de las letras; la diferencia entre ellos es que mientras el primero muestra un genuino interés (nacido de la admiración), el segundo ve una oportunidad de beneficio económico. Varios años atrás, Espírito quedó viudo y perdió la tuición de su hijo, por lo que ahora vive solo en un pequeño cuarto de madera en una favela de la zona norte. Por esa razón, este evento inesperado se le presenta como la posibilidad concreta de torcer su destino. Por unos días, en efecto, todo pareciera comenzar a encarrilarse en una dirección favorable: inicia la construcción de una casa; se reencuentra con el amor tras descubrir en Adelaide, vecina y bailarina de la escuela, a su nueva compañera; e incluso va a buscar a su hijo para convencerlo de volver a vivir junto a él. Lo interesante del punto de vista de Pereira dos Santos en Rio Zona Norte es que el espectador no se puede ilusionar completamente ante los progresos del protagonista pues su destino trágico ya ha sido anunciado en la primera secuencia de la película –que corresponde a la primera línea narrativa y es, a su vez, el punto de origen del relato. En esa escena, luego de unas cuantas imágenes donde se presenta la bullente ciudad de Rio, vemos cómo da Luz es rescatado de las líneas del tren urbano por unos trabajadores que lo encuentran moribundo. El juego narrativo consiste entonces en ir mostrando gradualmente los antecedentes de esta situación (a través de raccontos) para luego regresar otra vez a este punto de origen –así hasta que las dos temporalidades coincidan. En ese sentido, uno podría imaginar que estas son las secuencias de esa película de la vida que, dicen, se proyecta en la oscura antesala de la muerte.
En el último de los raccontos (son cinco en total), se desencadenan todos los avatares fatídicos: es estafado por el agente, abandonado por su mujer y, además, pierde a su hijo en una confusa pelea callejera. La vida de Espírito se ha vuelto a descarrilar y cuando pareciera que no hay vuelta atrás, ocurre por fin una buena: se vuelve a encontrar casualmente con su colega concertista y, a través de él, logra presentarle su última canción a la cantante Angela María –uno de los íconos del cine y la música popular brasileña– quien reconoce inmediatamente su talento y acepta grabarla. La letra de esta última canción –Malvadeza Durão– estaría inspirada en la muerte de su hijo y expresa una mirada fatídica sobre la violencia y la justicia en favelas de Rio de Janeiro –anunciando así uno de los tópicos que habría de explorar el cine social brasileño y latinoamericano:
Otro bandido cerró su chaqueta,
yo tuve pena, yo tuve pena,
cuatro velas prendidas encima de una mesa
Y una subscripción para ser enterrado,
murió Malvadeza Durão,
valiente, pero muy considerado.
Cielo estrellado, luna plateada,
muchas sambas, grandes batucadas,
el cerro estaba en fiesta cuando,
alguien cayó
Con la mano en el corazón, sonrió,
murió Malvadeza Durão,
y al criminal nadie vio.

Más allá de la hondura del drama y la complejidad narrativa del guión escrito por Pereira dos Santos, aún hoy resulta notable la construcción del personaje protagónico: no sólo se trata de un hombre pobre y afrodescendiente, sino además de un cantante popular que de modo invisible expresa el claroscuro de la vida de su clase a través de la música. Una decisión clave, sobre todo si se considera que en los años 50 el cine brasileño –fuertemente influenciado por Hollywood– comenzaba a ser dominado por el impulso industrialista que pretendía profesionalizar la producción cinematográfica local para ponerla a competir a nivel internacional. Por supuesto, el reverso ideológico de ese proceso era la proliferación de –usando un término de Ruiz– “imágenes utópicas”, sin lugar ni raíces; o, como acusaría más tarde Glauber Rocha, de una industria de cine de espaldas a Brasil. En ese sentido, la decisión de Pereira dos Santos de representar el mundo popular (su primer filme Rio 40 Graus ya iba en esa misma dirección) a través de un elemento clave de la cultura brasileña como es la samba, le permite articular una mirada a ras de piso, es decir, territorialmente anclada, socialmente posicionada y sin ínfulas extranjerizantes. Configurar una mirada propia de lo propio: ese sería precisamente uno de los ejes centrales del proyecto de los cineastas latinoamericanos comprometidos durante la década siguiente. En cuanto a lo técnico, más allá de un par de secuencias que pueden resultar algo acartonadas para el ojo contemporáneo –mínimas, en todo caso, para una película de hace ya 60 años–, la realización del segundo film de Pereira dos Santos es la de un cineasta maduro y sobrio que anuncia, con ojo crítico y sensibilidad social, el camino que habría de transitar el nuevo cine de Brasil.

Hacia el final de la última escena retrospectiva está la que, a mi juicio, es la secuencia más bella del filme. Espírito, luego de reunirse con su amigo concertista y sentirse fuera de lugar en una sala llena de intelectuales blancos, llega a la Estación de trenes algo contrariado. Tras ingresar y sentarse en un asiento disponible, escucha una conversación de dos jóvenes que comentan sus preparativos para el carnaval. Vemos cómo Espírito comienza a abstraerse y a susurrar en voz baja un par de versos. Sonríe al comprobar que calzan en la métrica. De pronto, uno de los pasajeros anuncia que el tren de al lado partirá antes y la multitud de pasajeros reacciona rápido para asegurar un puesto. Espírito, que ha estado distraído, alcanza a subir apenas y queda parcialmente colgando de la puerta del vagón. Cuando se acomoda, se afirma y el tren reinicia su marcha, el compositor vuelve a retomar a su vez el proceso creativo. Plano contra plano, se va articulando un paralelo entre imágenes de la ciudad en movimiento y de Espírito, que va cantando y marcando el ritmo dando palmadas contra el tren. Poco a poco, la sonrisa va volviendo a formarse en su rostro hasta alcanzar un cenit extático que trágicamente coincide con el momento en que pasa otro tren en sentido contrario. A propósito de este momento de epifanía creadora, resuena en mi memoria una frase de Bolaño en esa famosa entrevista en La belleza de pensar: “Todos los escritores incluso los más mediocres, los más falsos, los peores escritores del mundo, han sentido durante un segundo, la sombra de ese éxtasis. Sin duda, el éxtasis no lo han sentido. El éxtasis, tal cual, quema”.
Después, un contrapicado de los tres trabajadores mirando hacia la cámara con estupor nos vuelve a situar en la mirada moribunda de Espírito y, de ese modo, se cierra el círculo de esta moderna tragedia tercermundista. La luz de esperanza (supongo que de ahí el nombre del protagonista) se instala en la escena final, donde el concertista y un vecino de Espírito se encuentran en el hospital para acompañarlo en sus últimos momentos. Luego, salen a la calle y, tras un silencio incómodo, el músico le pregunta al vecino si conserva alguna de las sambas de Espírito. Éste responde que no, pero afirma que, en el cerro donde viven, hay tres o cuatro canciones (“las mejores”, subraya) que la gente recuerda, y lo invita a ir con él hasta allí. Entonces, el travelling se detiene y los deja ir hasta que se pierden en el ritmo nocturno de esta ciudad en mutación que no perdona pero tampoco olvida.
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Todos las canciones de la película fueron compuestas por el músico Zé Keti, quien además interpreta el papel Alaor Costa en la película, músico al que el agente le vende la composición robada a Espírito.
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