(N. del E.: este texto es la continuación de Almanaque 17. Parte I. Haz click aquí para leerlo)
TELE
Historia Secreta de Chile.
No hace tanto tiempo las teles estaban apoyadas en los más diversos mobiliarios. Encima de una cómoda, de un mueble de cocina, arriba del refri o en un mueble diseñado especialmente para ese fin que era más un ruido que un nombre común: el rack. Cabe aún la razonable duda de que, de haber salido un modelo que suprimiese la energía eléctrica y la reemplazase por, digamos, una a base de carbón, la habríamos visto más seguido encima de los quemadores de la cocina o en la estufa a parafina. Algunas usaban antenas muy largas por las que en el verano se paseaban las moscas en equilibrada fila india. Y antes de que el prodigio del control remoto se convirtiera en una innovación decisiva en la forma de interactuar y ver tele, algunas tenían perillas para regular el color y el volumen. La futura arqueología de lo cotidiano, si es que no es del todo iluso creer en lo venidero, deberá apuntar que los primeros aparatos carecían de matices cromáticos y sólo podían transmitir un puñado de canales en blanco y negro. Esa disciplina investigará qué sintió la gente cuando les llegó el color a las cosas que se proyectaban catódicamente en esa extraña máquina de escribir imágenes. Dirá que lo que coloreó el color es impreciso. ¿Debemos a su efecto la pasión por la refulgencia de los zapatitos de charol? y ¿qué tan responsable es de «las luces que estallan» o del borde brillante de los planetas ocultos?. Que si los colores de la camiseta, que si los mono animados. Lo que sí podrá afirmar con seguridad es que por esos años todavía no había sangre (en la tele). Es por eso que muy pocos telespectadores de la década de los ochenta podrán decir que vieron una escena sangrienta (en la pantalla de sus televisores). Con todo, deberán consignar esos almanaques del futurismo antropológico, que gracias a esta avance estético tecnológico, por lo menos se pudo ver con detalle el refulgente rojo de la pelota de Chavita, el vestido rojo de Raquel bailando con Mario Moreno y otras variaciones del colorado.
Ahora en cambio, mucho más delgadas, livianas, aerodinámicas y grandes, se pueden pegar a la pared por medio de un soporte metálico. En contraste con su versión “tonta” esta que es, según los maestros de la robotecnia, su modelo inteligente, funciona también como un navegador web. Porque si es cierto aquello de que la revolución no será televisada no se puede descartar que la transmitan por streaming. Es en ese aparato, o ya directamente en la pantalla del computador (que es, en última instancia, una tele con teclado) donde se pueden revisar los capítulos de Chile Secreto, el programa que el escritor Jorge Baradit estrenó el año pasado en Chilevisión.
Doce capítulos son los que conforman la primera temporada del proyecto con que el súper ventas nacional trasladó su saga editorial al formato televisivo. El resultado impresiona por su meticulosa edición y la inserción de ilustraciones que funcionan como viñetas de cómics que acompañan la narración segura y a ratos apasionada (y por extensión apasionante) del propio Baradit. Cada episodio explora de la mano de historiadores (siempre más de uno, para intentar construir una visión coral en torno a los acontecimientos que se relatan) aspectos de la historia de Chile poco explorados o derechamente obliterados del relato oficial.
Ya sea en la historia de la rebelión Rapa Nui comandada por María Angata en 1914, ya en el futuro que no fue a través del proyecto Cybercyn desarrollado durante la Unidad Popular, el autor se preocupa por construir un diagnóstico de lo nacional complejo y cáustico. De este modo, a la transversal y permanente denuncia de un Estado oligarca, coludido con el capital extranjero y dedicado al servicio exclusivo de la ínfima clase social que integra y perpetúa, se suman las masacres militares dirigidas contra la clase obrera y las sangrientas campañas ejecutadas contra los pueblos originarios. Ese mensaje macizo que a ratos se robustece con la rabia de la indignación, recibe acápites que se comunican directamente con la estructura de sentimiento de la izquierda actual. Por eso es que se enfatiza en el liderazgo de una mujer en una sociedad de tradición patriarcal como la Rapa Nui. Otro tanto se hace al discutir y aplastar la cantinela acerca del pasado clausurado e irremediable del socialismo elevado a categoría de vestigio, a través del rescate del sistema de comunicación digital que diseñó el gobierno de Allende para calcular en tiempo real la producción total del país y que es considerado como un genuino precursor del internet.
Episodios como el dedicado al abogado y psíquico Jaime Galté, o el de la cofradía de brujos que gobernó en paralelo a la administración del Estado la isla de Chiloé bajo el inspirado nombre de “La recta provincia”, ponen al telespectador frente a relatos históricos fidedignos que se presentan mezclados con la levadura social que propicia la maravilla y la leyenda. Esta última dimensión, descuidada, o desdeñada más bien por cierta academia (diminuta en el de por sí minúsculo campo que ocupa la institución académica en la cultura masiva) que cada tanto asoma la nariz fuera del campus universitario para lanzar bolitas de papel ensalivadas contra Baradit, tiene la ventaja de generar un interés genuino en el público, que reconoce y disfruta la estructura de lo legendario.
Consultado sobre estos proyectiles el autor se apura en advertir sobre el carácter deliberadamente divulgativo de su trabajo. Sin embargo, lo más revelador en esa sentencia es lo que Baradit entiende por divulgación. Sería un error confundir el término con el ademán aséptico que rodea a las publicaciones científicas. Al contrario, el escritor concibe la difusión de un determinado saber a un público masivo como un acto que no es posible (ni deseable) disociar de la exposición de un punto de vista, una posición y un proyecto. En otras palabras, desecha la posibilidad de una objetividad en la articulación discursiva del relato. Lejos de cualquier pretensión de neutralidad, y libre de seudo teorías de análisis de sospechosa pompa intelectual como la que se ha empozado en torno a la “post verdad” en la tele abierta, Baradit llega a una conclusión sencilla y ostensiblemente política: no existe lo inmotivado o lo imparcial cuando se habla de conceptos como nación, (in)justicia, espacio público o democracia.
Nadie podría decir que esta conclusión a la que llega Baradit respecto a la tarea que cumple la divulgación histórica en un medio de comunicación masivo es producto de una sobre ideologización. Los resultados están a la vista si se examinan los capítulos y se descubre el énfasis que hace el autor a la hora de articular una lectura del país en donde la explotación, la injusticia y los abusos de una clase dominante sobre la mayoría del pueblo se ha vuelto una práctica endémica y hasta cierto punto cíclica. Este duro diagnóstico no impide que se lance entusiasmado a desmontar la mistificación de la figura heroica en la nación. Cuando lo hace no abandona una perspectiva crítica. A Arturo Prat, por ejemplo, se lo chorea de un lanzazo limpio a los conservadores, retratando a un marino intelectual, practicante de ocultismo, con ideas liberales y profesor de obreros en una escuela. Un cuadro que está lejos del “semi dios plano, y sin matices que te venden en el panfleto histórico desde que eres un niño” tal como pronuncia en trance televisivo el propio Baradit en uno de los capítulos del programa.
Y, si bien es cierto, la incursión en nuevos formatos de fenómenos editoriales no es nueva, como pasó con el popular Adiós al séptimo de línea de Jorge Inostroza y sus múltiples adaptaciones, es primera vez que un autor se involucra de manera tan exhaustiva en su realización. Los textos que Baradit incluye en el programa que conduce y narra revelan a un actor público plenamente consciente de la magnífica tribuna que asegura la TV. En el capítulo dedicado a la matanza de la escuela de Santa María de Iquique, termina por enumerar todas las masacres que el Estado a perpetrado contra su pueblo, o contra otros pueblos con los que convive en su territorio, a modo de catastro. Este sangriento inventario culmina con la visión de la cisura social más reciente: “la más grande de todas, la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte, donde se utilizaron todos los medios para liquidar al trabajador y luchador social del siglo XXI”.
Por último, para terminar por el comienzo, en el primer capítulo Baradit señala: “La historia es un punto de vista. El Estado elige que contarte y que esconderte de acuerdo con sus propios objetivos. Para conocernos mejor es imprescindible incorporar esos otros puntos de vista, los desconocidos, los no contados, lo ocultos. Incluso los pequeños detalles que pueden arrojar nuevas luces sobre nuestra historia para ayudar a entenderla mejor”. En ese sentido Chile oculto se puede entender a partir de lo que la intelectual estadounidense Nancy Fraser 1 denomina, a través de una reformulación del concepto de esfera pública y publicidad que desarrolla Habermas, un “contra público”, cuyo principal cometido es antagonizar con la idea de relato oficial. En los próximos años nos vendrá bien contar con Jorge Baradit en televisión abierta considerando el desfile de profetas del mercado y la higiene que nos espera.
Con una segunda temporada en camino cada episodio dura aproximadamente 50 minutos. Se puede ver desde el archivo de la página del canal o también por youtube.
UN DISCO:
La síntesis O´konor.
El mató un paco en moto.
El sexto disco de esta banda argentina lanzado el año pasado, tal como el título de su primer corte promocional, es un “tesoro”. Provenientes de La Plata, y de alguna forma sobrevivientes de una escena de rock alternativo en decadencia —que tuvo las declaraciones de Gustavo Cordera de Bersuit como preludio a la acusación y el posterior arresto de Cristián Aldana vocalista del Otro yo por abuso sexual “gravemente ultrajante” y abuso de menores— El mató un policía motorizado es un grupo difícil de clasificar, sobre todo si se comienza por este último disco. Entonces renunciar de antemano a esa tarea y dejarles a los especialistas de la taxonomía musical el asunto del membrete y dediquémonos a la sencilla intuición estética de este álbum.
Pero quizás este ejercicio precise dar al menos un par de vueltas alrededor de la conceptualización que perfila su proyecto musical. Desde su debut homónimo el 2004, el grupo no tarda en llamar la atención por la ejecución de un punk melódico que maneja la distorsión y la cadencia de manera tan pareja como prolija, además de una propuesta artística original. Esta última característica, notoria ya desde el nombre de la banda, sacado de un afectado diálogo de cine yanqui de los ochentas (¿Querías un milagro, John? Te presento al FBI de Duro de matar fue otra opción que se consideró) extiende el juego de las referencias bastardas a los integrantes del grupo. Así, los miembros del quinteto se presentan como personajes de una película de bajo presupuesto, filmada esta vez, en un barrio sudaka de La Plata: Santiago Motorizado (voz y bajo); Niño Elefante (guitarra); Pantro Puto (guitarra); Doctora Muerte (batería) y Chatrán Chatrán (teclados).
La película que inspiró el nombre de la banda.
Se trata de una afición por la máscara y la teatralidad que tiene coherencia no tan solo con su música, sino que además con la autogestión asumida como ética de trabajo. Está en primer lugar la alusión al espíritu punky en tanto movimiento que funde filosofía y estilo en un mismo modo de habitar el espacio (musical y cotidiano). Sus primeros seguidores se paran el pelo en escarpadas mohicas, cruzan alfileres en sus solapas, calzan bototos negros y pegan hileras de tachas en sus chaquetas y, en resumidas cuentas, construyen a partir del disfraz su real y definitiva faz. Porque en el punky la vestimenta no solo expresa la adhesión a una determinada subcultura musical, sino que significa una perspectiva discursiva. El cálculo en la ropa del punketa devuelve al sistema, no sin un aire de cinismo enrabiado, la impostura de su careta, la falsa normalidad que define su estampa de ciudadano de una ciudad que lo devora. Esto lo hace exacerbando el uniforme, parodiándolo hasta anular el contenido de su forma, vaciando el poder de los emblemas que representa. En ese antagonismo social la primera antítesis es el atuendo militar, la hipérbole de su protocolo y corrección, pero también el oficinista, el yupi. La construcción de esta máscara que desenmascara, de esta faz que es al mismo tiempo antifaz, está hecha de remiendos sociales que provienen de mundos próximos y lejanos. Se trata de una intersección de elementos en que se compila la parafernalia castrense, la mezclilla proletaria y las reminiscencias del mundo indígena a través del mohicano. Este estilo armado con retazos es lo que el análisis antropo(lógico) estructural designó bajo el concepto de “bricoler”. Está demás decir que esta estrategia coincide con la originalidad de lo mejor del arte sudaka y su capacidad de construir el tejido de su expresividad a partir de los materiales sobrantes o degradados dentro de una modernidad maltrecha y subordinada. Esta condición de la creación es, después de todo, la disposición de una dialéctica entre materia disponible y genio dispuesto, que la crítica marxista no debe dejar de tener en cuenta en sus estudios.
Ahora bien, esto poco se entiende si se mira una presentación en vivo de El mató un policía motorizado. De short y polera, melena más de metalero que otra cosa, barba recalcitrante, Santiago Motorizado canta alguno de sus temas. El resto de la banda, en segundo plano, toca con concentrada circunspección sus instrumentos. Visten por cierto lo que cualquiera se pondría para tomar una pilsen en el patio de su casa. Por supuesto, el bricoler no está en la indumentaria, como estuvo en los comienzos del punky, sino que se encuentra trasvasado y puesto otra vez en escena a través del concepto que propone el grupo. Hecho con los residuos de la cultura global gringa de fin de siglo, la idea detrás de la teatralidad que instalan en la escena alternativa, exhibe y trastorna la grandilocuencia de la identidad del rock argentino, la atrabiliaria estridencia de su máscara. Pero dado que la prerrogativa del espíritu punky (o del imperativo del bricoler) es la selección y la rearticulación de los materiales que recolecta en una nueva estructura significante, El mató a un policía… hace otro tanto con las influencias musicales que conjuga: Sonic Youth, Velvet underground, Pixies, Weezer, Pavement. La gracia no está, como podría pensarse, en la crudeza del contrate, sino en el hiato a partir del que se trabaja y que se colma con el material que producen en colectivo los músicos. De este modo, reformulan en sus propios términos esta nueva serie de referentes (de indudable más prestigio que la anterior). Pero sería un error disociar una de la otra basado en algún criterio de valoración jerárquica. Eso equivaldría al yerro de desechar la lección de la careta, y tomarla otra vez con la solemnidad de una cara, puesto que la conciencia artística que los pone en relación requiere de ambas para generar la coherencia del proyecto. Esta confluencia (de la que aberraría la gravedad del rostro) entre antípodas aparentes, es la que la honestidad del artificio permite. En ella aún se puede reconocer el arte y la lección de la máscara, la suprema libertad de las facciones que la componen, ahí donde el uniforme militar y la mohica hirsuta despliegan un nuevo sistema de signos.
La síntesis O’konor, se llama el álbum de estudio que lanzó la banda argentina el año pasado. El título subraya, quizás más que cualquier otro trabajo anterior, la cultura de masas que inspiró el nombre del grupo. El arte, diseñado por el propio Santiago Motorizado, tiene a dos guerreras recortadas contra un fondo rosa magnético en la portada del disco. Las figuras parecen evocar a personajes del cine de fantasía o ciencia ficción de los ochenta, además de hacer una alusión a los tiempos que corren a través de visos que exploran la modulación de una estética anti patriarcal. Por lo pronto se puede distinguir la referencia a Red Sonja (Brigitte Nielsen) en Conan el bárbaro y, quizás, más que nada por las cuencas de los ojos que traslucen el fulgor rosa de la portada, y la pose de la modelo que observa desde abajo, algo a Gozer (el gozeriano), la deidad sumeria que asalta el centro de Nueva York en los Cazafantasmas.
La fuerza que transmite la imagen de la portada convive con un material musical melancólico que, provisto quizás de las claves que aporta el arte del disco, posee un vigor inusual. En “El tesoro”, el trabajo del teclado de Chatrán Chatrán crea una atmósfera de una ternura fulminante, con una melodía que trasmite cierto regusto de infancia noventera, mientras la letra de Santiago Motorizado punza con un extraño y dulzón pregón que indaga en la experiencia de la ausencia y la añoranza: “paso todo el día pensando en vos / ¿qué hay de malo en todo esto?”. Reverbera hacia el final de la canción un compás que incluye el sonido de una de esas ranas de feria artesanal a las que se le pasa un palito de madera por el lomo para que croen.
“La noche eterna” continúa la excursión musical al país de las cosas quebradas. Esta vez, desde la voluntad abrasadora que despierta el añico: “Hoy / voy a salir a robar todo lo que quiero / voy a derrumbar mi casa y empezar de nuevo/ todos se escondieron ya/ bajo la noche eterna / sé que el cosmos cuida / a todos por igual. / Dame algo esta noche / esta noche es especial / voy a recorrer tu casa en la oscuridad”. “Las luces”, cambia súbitamente la escena para proponer una secuencia de acción algo onírica que se sostiene mediante el trabajo de una percusión que se precipita voraz y avanza hacia sosegados estuarios que arrastran imágenes poéticas pulidas: “rezamos sobre el río sin agua / buscando recompensar / y todo el tiempo que reunimos así / con ira”.
En “Destrucción” destaca la armonía que alcanza la distorsión de las guitarras con las exigentes y fabulosas aventuras que proponen los sintetizadores. Tal como en todo el disco la coda de cada canción está pensada desde la lógica épica del clímax. El final con las palmas en este caso inyecta una energía jovial de esas que solo se pueden lograr cuando ya no se es joven. Por otro lado “Excalibur”, la espada empotrada en la piedra que simboliza la fuerza interior es uno de los temas que mejor representa la lírica intimista que Santiago Motorizado imprime al álbum. En un bucle desolador la voz no para de inquirir con parco desconsuelo “Por qué tuviste que decirme eso” (fórmula que el grupo ya había propuesto en la composición del tema “nuevos discos” de La dinastía scorpio). “El mundo extraño” en cambio, rescata el pesimismo alegre de la derrota con un sonido que recuerda a lo mejor de los Weezer. La letra, tematiza el desolado y ridículo extravío de envejecer: “no sé qué pasa en este lugar / todo el mundo es más joven que yo / empujé buenos recuerdos pensando en nada / parado en la puerta con vos”. Y más adelante, con la fuerza de un himno dedicado a un rival invencible: “quiero estar con vos que me quieras así, liquidado estoy esperando hasta el fin / sé que es lo peor / pero esa es la mejor versión de mí”. El disco cierra con “fuego”, una canción arrobadora que consigue amalgamar de manera convincente esa extraña mezcla de combustión y tristeza que propone la Síntesis O´konor en exactos, suficientes y adictivos 38 minutos de duración.
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