Me voy a disculpar de antemano por la autorreferencia con la que voy a entrar a este texto; no busco justificarme, pero es que hablar de Violeta Parra (o, mejor dicho, de las representaciones de en torno a su figura) no es algo fácil. Cuanto más la voy conociendo, más pienso ―paranoica, lo sé― que la relación que tenemos como colectivo nacional con la Viola forma parte de uno más de los juegos contradictorios al que nos arrastra al vincularnos íntima pero a la vez públicamente con su legado.
Claro, yo sé que todos tenemos un vínculo particular con Violeta Parra, y no pretendo relevar el propio, que de hecho, diría, no es de los más fanáticos. Declaro esto para compartir la contrariedad con la que me enfrenté a las representaciones de Violeta Parra en el teatro, a propósito de Santiago a Mil y otros festivales que se estaban dando paralelamente ―y con esto quiero ser enfática y literal: ¿cuánto teatro puede abarcar el público santiaguino, aturdido con 4 obras que se dan a la misma hora, en distintos puntos de la ciudad, cada día? ¿es esta estrategia productiva? Dejo esa discusión para otro momento―. Por supuesto que no pude ir a todas, pero el intento al menos me permitió parar las antenas respecto a cómo se nos mostraba esta Violeta centenaria en espacios teatralizables.
Según lo que pude constatar, en Santiago a Mil se publicitaron por lo menos 4 obras de Violeta Parra. Como podía esperarse, casi todas muy biográficas. Por supuesto que cada una con un valor estético propio. No, ver obras sobre Violeta Parra no es ver la misma película siempre, y ahí es donde se juega la propuesta teatral. Me atrevería a decir (pero no a afirmar) que ver montajes sobre la Viola siempre vale la pena, sobre todo si son obras seleccionadas para este festival, que con todas sus críticas, sigue siendo la chochera de muchos santiaguinos asfixiados con el calor de enero.
No tiene mucho sentido spoilear el contenido de cada obra que se presentó en honor a ‘nuestra’ Violeta; le conocemos la vida, la transparentó en cada expresión artística en la que dejó su corazón. Y a través de ella aspiramos (pues era su propia aspiración) conocer a un pueblo chileno vernacular, que por estos días parece llegarnos como ecos de pasos perdidos, o en forma de testimonios de un patrimonio inmaterial que se nos presenta encarnado en Santiago de la mano de folcloristas a los que la urbe escucha como un registro antropológico esencializado. Y aquí puedo arrojar una primera reflexión que puede atorar a varios por su insolencia: si Violeta alguna vez afirmó preferir quedarse con la gente (“la que me impulsa a hacer todas estas cosas” 1), nosotros preferimos quedarnos con Violeta.
Viendo las Violetas que aparecían en el montaje de Paloma Ausente de la siempre bien ponderada Patogallina, pensaba en el cuadro de Frida Kahlo (“Las dos Fridas”), y en cómo el genio de la artista engrandeció tanto su obra que terminamos por enamorarnos de su figura. Ella, la chilena, que atravesó campos, montañas y lagos por rescatar un tesoro cultural que veía en peligro, y que lo sentía tan propio como a su gente. Sin embargo, en el centenario de la recopiladora, de la folclorista, de la tejedora, la preferimos a ella, su vida y su pasión.
¿Será que nos es más fácil dialogar con la Viola que con el universo artístico que la movilizó? Pensaba en esto cuando miraba las reseñas de las obras basadas en el libro de Ángel Parra y su autobiografía en Décimas. En estas reflexiones estaba cuando llegué a la función de Ayudándole a Sentir, de Juan Pablo Peragallo (dirección) y Manuela Infante (dramaturgia).
Me quiero detener en esta obra, no por ser mejor que las otras, sino por una razón más bien sencilla: la decisión de centrarse en un solo pasaje de su vida ―su muchas veces ignorada infancia― para proyectar el diálogo espiritual que desarrolló Violeta, desde un estado más primigenio, con el mundo rural y popular.
Siendo una obra familiar que explora las posibilidades del teatro con el concepto real de integración (incluyendo un lenguaje aprehensible para personas sordas), Ayudándole a sentir presenta a una Violeta Parra que no habla sino que observa, viaja y com-padece los sentires de un pueblo que se ve aquejado del mismo mal que a ella la ha censurado, la viruela. No es un montaje que reproduzca los avatares de la vida adulta de Violeta, sino que ahonda sobre todo en el complejo universo cultural que Violeta buscaba relevar. Como pocas veces, no tenemos a una gran Violeta hablando de sí misma, si no a una Violetita de pie frente a un mundo del que brotan emociones. Y, por si fuera poco, la puesta en escena utiliza las potencialidades poéticas de la teatralidad contenida en la lengua de señas.
Mientras observaba a los niños, ya fuera en una sala de teatro o en los asientos improvisados en una población, pensaba en cómo han cambiado las representaciones sobre Violeta Parra desde antes que yo me convirtiera en una adulta. Por supuesto que no hay justicia en la comparación: definitivamente las formas en que el país ha ido retomando sus relaciones con Violeta desde la dictadura hasta hoy han ido cambiando para mejor, partiendo por la variedad de propuestas. Si a niños como a mí apenas nos obligaron a aprender “Casamiento de negros” en flauta (arrastrando el recuerdo tortuoso de quienes no nacimos con el virtuosismo musical), me imagino que los niños de hoy pueden aprovechar una multiplicidad de entradas al universo violetístico desde distintos soportes: cine, teatro, música, literatura, propuestas museales, etc. A esto, yo sólo agregaría una humilde observación: que el componente biográfico no haga del autor la obra. Apenas un detalle, sí, pero que puede cambiar la forma que muchos han tenido para aprehender la genialidad de Violeta, en vez de convertirla en un ícono que pretenda hablar por sí solo.
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[Portada] Fotografía de la obra Paloma Ausente de la Patogallina.
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