No hay que ser especialista ni estudiosa del cine para reconocer que el sonido es uno de los códigos más potentes y presentes en el cine de Lucrecia Martel (Salta, Argentina, 1966). Es aquel que sitúa al espectador en un ambiente, en una atmósfera, en eso que está más allá del cuadro de la cámara. El sonido en el trabajo de Martel es el agua de una piscina en la cual pretende hundir al visitante de la sala o al que pone play en el DVD; es el que “viene a confirmar la realidad de las imágenes”.
Sobre esta clave, una de las piezas de su caja de herramientas, fue que Martel expuso y dialogó en su más reciente visita a Chile el 12 y 13 de junio; una caja más apegada al instinto y a la búsqueda de un punto de vista propio que a la malla de cinco años de las carreras de cine.
“No quiero desestabilizar a las escuelas, pero aprender las herramientas del cine lo haces en cuatro meses, cuatro meses y medio”, explica la directora, contraponiendo que “lo difícil es tener una posición narrativa y ese trabajo -lo digo por si acaso alguien cree que teniendo la materia lo va a lograr-, es muy difícil, requiere de un enorme esfuerzo. No va a bastar la vida para profundizar y lograr eso que se llama un punto de vista. En eso la universidad va a colaborar muchísimo para indicarles algunos caminos, pero esos caminos se recorren sólo a conchazos, conversando mucho con los amigos. Esta es una cuestión personal”.
“No va a bastar la vida para profundizar y lograr eso que se llama un punto de vista”.
Armarse la caja
La construcción de tal posición narrativa dialoga necesariamente con las herramientas que cada realizador va adquiriendo según su olfato, sus formas de ver la realidad y cómo va a querer representarla. Para esta conformación, advierte Martel, “las cosas que no son verdaderas también son útiles”, tal como es el caso de su propia caja donde ha ido depositando inventos e interpretaciones de utensilios ajenos, “sin una base científica”.
“Estas chapucerías de herramientas que yo me inventé” tienen a la base el concepto de inmersión, ese mismo que vivimos todos en nuestro primer baño y en los múltiples momentos en que hundimos nuestra cabeza en el agua. “Con el agua el sonido va más rápido por lo que la sensación es agigantada”, describe Martel sobre esas distorsiones sonoras que se perciben tanto a nivel físico como psicológico; tal como Diego de Zama y su sensación de estar atrapado a merced de la autoridad, expresada tanto en la incomodidad y sus gotas de sudor, como en los sonidos de ese encarcelamiento: ese ruido de desgarro de vidrio en la armonía de una música en ascenso.
Pero la caja de herramientas de Martel no es de las plásticas con manilla y múltiples cubículos para guardar piezas en la parte inferior y pernos en la superior. La caja de herramientas de la directora de “La Ciénaga” es una caja de luz, es una piscina de sonidos.
Armada con un cubo de vidrio, de esos para guardar galletas o abarrotes –reemplazable por un tupper, como dice ella misma-, Martel explica el concepto de “inmersión”, ante cientos de estudiantes que la observan con las luces apagadas. Su rostro se ve sólo con las emisiones azules que salen de su celular que posa sobre una de las caras de la pieza, permitiendo con ello que podamos ver el halo que queda dentro del espacio, visibilizando con éste la materialidad de esa atmósfera, tal como el agua de una piscina.
“La particularidad que tiene la pileta es que tiene ese elemento que es ajeno a nuestra posibilidad de respirar y que se vuelve inevitablemente percibible todo el tiempo”, explica la cineasta sobre ese espacio en el cual se mueve el sonido. “Para existir, el sonido necesita desplazarse. El sonido nos obliga al espacio. Sin espacio no hay posibilidad de escucha (…) Entonces, todo lo que nosotros construimos en el cine, en la banda sonora de nuestras películas, se va a desarrollar en este espacio. Todo lo otro va a estar en esta pequeña superficie plana, luminosa”, continúa aludiendo a que lo plano es el celular mismo y su luz.
Sobre esto último, “se han escrito la mayor cantidad de libros en la historia de cine: de la paleta de colores, del foco, de la profundidad, de cómo se compone la imagen, del movimiento. Para cada cosa, para cada detalle de lo que sucede acá hay una palabra específica que la pueden aprender y usar”; a diferencia de los fenómenos del cine que tienen que ver con el sonido, donde “hay muchas menos palabras, y las conocen solamente los muy expertos”.
Tres momentos de la emergencia del sonido
“El cine es 3D a partir de que existe el sonido. La tercera dimensión al cine se lo dio el sonido. El espectador está inmerso en ese volumen de aire (…) Este aire en el que estamos inmersos hace que el cine tenga tres dimensiones”, plantea insistentemente Martel sobre uno de los efectos de la inclusión de la técnica sonora en un arte que nació mudo. Después vienen “todas las tecnologías que convierten la experiencia visual en algo con volumen. Yo a eso lo llamaría de otra manera, pero no sé cuál”.
El segundo efecto de este vital aditivo es “la gran fascinación de ver a las estrellas con su propia voz. No hay nada que genere más conocimiento del otro que el registro de la voz”. Sobre lo mismo, un mini ejercicio propuesto por Martel: “piensen en sus seres queridos que ya no están en el planeta, y en la diferencia entre ver una foto y escuchar un registro de voz de esa persona”. Piénsenlo…
El tercer efecto es que las cosas tuvieran más materialidad y más peso al sonar. “Eso marcó un camino del uso del sonido en donde éste, en el cine, viene a confirmar la realidad de las imágenes: viene a fortalecer su referencialidad”. El sonido complementa la ya enorme potencia que tiene la imagen en relación con su referente, por lo que, a pesar de que es muy difícil “confundir una vaca con una mesa por la potencia que tiene la imagen, aunque ambas tengan cuatro patas. El sonido afirmó aún más esa capacidad de referencia de las imágenes”.
“Ese mundo plano empieza a sonar y a tener peso. Y por supuesto la otra gran cosa que esperaba el espectador era la música, que ya la tenía en vivo y que poco a poco se fue incorporando como parte propia de la banda sonora”, continua Martel sobre el tercer momento de esa sumatoria de sentidos a la representación.
Esta sumatoria significa que “el sonido, además de una experiencia táctil, además de ser el volumen en donde estamos inmersos, es una huella del espacio. El sonido es la forma de algo que la cámara no puede estar registrando todo el tiempo: esa idea del sonido como huella de un espacio mayor. Es una idea fundamental para nosotros pensar que vamos a tener inmerso al espectador en unas huellas de un espacio que excede al que se va a ver por la pantalla, que nos libera de mostrar”.
Evangelizando contra el pitcheo y la mirada domesticada
Otras de las herramientas de Martel es su rechazo a la trama e historia lineal, en la cual el final es predecible, ya que para ella la trama es “casi una excusa para organizar el tiempo”.
Es por eso que una de las frases más repetidas por la realizadora en sus charlas era su afición a reiterar, “como pastor evangélico”, que la narrativa que teme al spoileo, “es la narrativa que cree que el sentido y la importancia está en eso que te va llevando hacia el final. Ese cine del final, esa vida puesta siempre mirando para el futuro, lo que desprecia es el cuerpo, desprecia el presente, desprecia el segundo a segundo. Cree que la tensión se construye subiéndose al caballo loco del plot, y que el turning y que el otro point, y ahí vamos, y mientras eso sucede estamos pensando ‘quién será el que mató, y con quién se irá a casar’, estamos siempre pensando en el futuro”.
Es por ello que enfatiza que aquellas películas que se pueden pitchear (no pichear, como mascar hojas de coca), “realmente no tiene sentido filmarlas”.
“Esa idea de pitchear viene de la publicidad. Hay un mal que es del orden del virus, que es cuando el ingenio de un humano se doblega para hacer un producto. Es tal el esfuerzo que hay que hacer para doblegarse, y poner la creatividad para vender una pasta de dientes que sabemos que no es muy buena y unas galletas que hacen engordar a los niños, que un montón de otras cosas se olvidan”, continúa predicando la artista para quien tal proceso está asociado a la domesticación y a las certezas de ese futuro pre escrito por la narrativa del correlato, de la linealidad y de la consecutividad de los textos.
“Tengan cuidado” (amén) “porque esa domesticación no es gratuita” prosigue antes de dar inicio a la dinámica análoga y digital de su charla “Phonurgia”.
“Ese cine del final, esa vida puesta siempre mirando para el futuro, lo que desprecia es el cuerpo, desprecia el presente, desprecia el segundo a segundo”.
Talar la flecha: la predicción de los imaginarios comunes
Este es el ejercicio del taller. Martel les pide a los participantes que hagan dos dibujos: uno de una mujer viendo un reloj, y otro de una mujer escuchándolo. Tras unos minutos y antes de proyectar las ilustraciones enviadas vía whatsapp, Martel pregunta si es que la mayoría de las imágenes tienen a la personaje al costado izquierdo del papel, si el reloj despertador es antiguo -como los que ya nadie tiene en casa-, que si la hora marcada por sus manecillas es las 03:00, y si es que las mujeres tienen el pelo largo. Todos sonríen y murmullan porque mientras aprieta el enter para avanzar entre las propuestas de los estudiantes la mayoría reproduce estas características.
Con este ejercicio -que ya ha realizado en otros lugares del mundo- la cineasta propone nuevamente la reflexión sobre las convenciones visuales y las limitaciones a otras formas de representación en donde los finales y las acciones no sean esperables. Dice la cineasta:
“Todo esto, este dibujito y en lo que estamos inmersos más allá de las letras, muestra que estamos inmersos en una cultura que nos organiza la percepción de una manera. Por nuestra evolución o por lo que sea, nuestra percepción está muy domesticada y gracias a eso podemos comunicarnos tan rápido, y eso es bellísimo, hay que abrazarlo, pero es una trampa también”, cuestionó Martel refiriéndose a cómo los imaginarios sobre ciertas realidades se instauran como verdad y con ello determinan su percepción. En otras palabras, definiciones que actúan sin ser vistas, que se despliegan como naturaleza.
La sospecha de Martel, bajo la mirada de sus lentes afelinados, es que “la imagen es un instrumento de dominación muy poderoso que lo hemos ensayado mucho. Lo tenemos muy asentado, y cuando algo está muy usado, puede desaparecer como desaparece el aire”.
Esta capacidad de predicción basada en los imaginarios comunes tiene que ver con una “arbitrariedad sumamente útil”, que guarda en ella un problema político. El problema es que “las arbitrariedades que hemos inventado para dominar y crear determinadas cosas nos hace olvidarnos que son arbitrariedades y comenzamos a creer que el mundo es así. Y en el momento de que el mundo, la realidad -que es un consenso entre nosotros-, empieza a ser una maquinaria que camina sola, perdemos la capacidad política de transformarla”.
Estas convenciones que derivan en la capacidad de predictibilidad basada en los consensos se representan en la línea de tiempo, en esa flecha que comienza en el costado izquierdo y que termina en el derecho. En esta flecha los acontecimientos van uno al lado del otro, con una relación de causa-consecuencia. “Asumir eso como algo propio de la existencia, como una imposición nuestra sobre el mundo, puede llevar a las mayores tragedias políticas, humanas, y me parece que esto es la historia”.
Es por ello que, como explica Martel, “este cine que hago yo y que hacen muchos otros directores -porque no inventé la pólvora-, es un cine que apuesta a una construcción de sentido y a una tensión necesaria para mantener al público ahí, siguiendo la película, no en con los recursos de la trama, no con los recursos del qué va a pasar, quién la mató, de quién se va a enamorar; sino que con los recursos de la totalidad del cuadro, del tiempo en un sentido no lineal, de tal manera y en tal desequilibrio que obliga a una vuelta por la imagen más lenta”. Se trata de “relentar el tiempo de lectura de la imagen y generar con el sonido una cosa que no viene impuesta al argumento, sino que es parte misma del argumento”.
“Por nuestra evolución o por lo que sea, nuestra percepción está muy domesticada”.
Muerte a la ficha clínica
“Estoy en contra de esa fantasía de que se puede hacer un perfil psicológico de un personaje”, continúa Martel sobre otra de las claves de su cine. Esto, “porque un perfil psicológico es un sistema cerrado”.
“A mí me sirve un sistema que me lo inventé a mí misma, que es pensar todos los personajes como un monstruo in-forme, ni siquiera parecido anatómicamente a un ser humano. (…) Y, ¿por qué? Porque yo tengo una cultura. Soy una chica de clase media –una chica /señora-, de provincia, de Argentina, de Latinoamérica, blanca, que son muchas cosas que me limitan para ver el mundo. Me permiten una cierta viveza pero también una tremenda limitación. Entonces, para escribir, para filmar, necesito inventarme cosas que me permitan salir de mi propia estupidez lo máximo posible, nunca enteramente, porque es muy difícil salirse por completo de uno”, narra, esta vez, en una repleta sala de la Cineteca Nacional.
¿Por qué el monstruo? “Porque el monstruo, es en el sentido más clásico, algo que significa ´mostrar’ o ‘el que traía un mensaje divino’. Y para mí lo humano tiene, no un mensaje divino (…) sino que me parece que en la naturaleza humana monstruosa, que es ésta que me sirve para pensar los personajes, está lo divino, quizás en un sentido más spinoziano de participar de la divinidad de toda la existencia”.
Cuando se piensa un humano como un monstruo, prosigue Martel, no importa si es hombre, si es mujer, si es niño. “El monstruo es algo que desea, que quiere perseverar, que quiere estar vivo, y desea sin ninguna ley. Y desear sin ninguna ley me sirve muchísimo para dirigir actores. Porque si yo supongo que si aparece un hombre serio entonces es un heterosexual adulto y otras cosas, me voy a equivocar y no voy a lograr ver a ese personaje, porque ya tengo el prejuicio de cómo es un hombre heterosexual adulto. En cambio, si pienso que es un monstruo, lo miro para saber, a ver, qué es, cuándo me revela su ser”.
Desconfianza en las fuentes y de las herramientas de otros
Vamos terminando. El cine para Martel “es una actividad excluyente por excelencia en el mundo. En el mundo, el gran problema que tiene el cine no es internet, no es Netflix, no son las series. El mayor conflicto que tiene el cine es su pobreza intrínseca porque solamente está representando a una clase social, que es la clase media alta blanca. Todo a lo largo del globo, el cine está en manos de la misma gente: nosotros”.
Mismo problema identificado por el lente de Martel cuando se trata de acudir a las fuentes, como es el caso de la realización de una película de época basada en una novela histórica.
“Con Zama teníamos un problema muy grande porque nosotros no confiábamos en las fuentes, porque las fuentes que teníamos del siglo XVIII en su mayoría eran blancas. ¿Cómo es posible que en los últimos 400, 500 años, de un continente que tenía un montón de inventos, de cosas y de formas de comunicarse, no nos quede nada, o poquísimo? ¿Cómo podemos confiar para hacer películas de época en las fuentes? Si nosotros hacíamos una película confiando en las fuentes históricas tradicionales, las crónicas históricas que hay del siglo XVIII, no hacíamos más que suscribir a la mirada del hombre blanco europeo sobre un continente que no entendía y que lo veía con colmillo y del que quería sacar provecho”.
Es por ello que, como respuesta a tal disyuntiva, detalló Martel, “optamos por la misma libertad con la que se trabaja la ciencia ficción” en un ejercicio fílmico cuyo resultado “no es una película para probar cómo era el pasado, es una película para pensar sobre nosotros, sobre el presente”.
En definitiva, “narrar necesita que cada narrador invente sus herramientas, y con esto los voy a liberar de un montón de peso: las herramientas no tienen que ser verdaderas, tienen que ser útiles para ustedes. Tiene que ser lo que sea que les sirva para poder observar la realidad un poco mejor, para escaparse un poco de la propia estupidez y cada uno sabe cuál es la propia estupidez de la que tiene que escapar”.
“Si nosotros hacíamos una película confiando en las fuentes históricas tradicionales, no hacíamos más que suscribir a la mirada del hombre blanco europeo sobre un continente que no entendía y que lo veía con colmillo”.
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Fotografías de Gonzalo Santander
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