“La escritura es mi padre, mi madre, mi nodriza amenazada” Hélène Cixous, La llegada a la escritura
Los ingrávidos de Valeria Luiselli narra la historia de una mujer en distintos espacios y tiempos narrativos. Desde su presente de madre-esposa en Ciudad de México, recuerda su pasado como joven traductora empleada en una editorial en Nueva York, cuando se propone traducir la obra del poeta mexicano Gilberto Owen, quien vivió en esta misma ciudad hacia 1928. En esta evocación, la narradora se preguntará constantemente por su vida pasada como soltera, un tiempo marcado por la libertad, la soledad y la dedicación a la lectura y la escritura:
Me gustaban los cementerios, los parques y las azoteas de los edificios, pero sobre todo los cementerios. De algún modo, vivía en un estado perpetuo de comunión con los muertos […] Visitaba seguido un pequeño panteón a unas cuadras de mi departamento, porque ahí podía leer y pensar sin que nadie ni nada me perturbara (19-20).
Su pasado lo percibe como algo lejano e, incluso, como la historia de una mujer desconocida, por lo que su intento por narrar lo que verdaderamente aconteció durante ese tiempo resulta, a la larga, imposible. Esto lo advierte en el segundo fragmento de la primera página de la novela:
Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a ésta de ahora pero posterior a aquélla. Por eso no puedo escribir esta historia como yo quisiera –como si todavía estuviera ahí y fuera sólo esa otra persona—. Me cuesta hablar de calles y de caras como si aún las recorriera todos los días. No encuentro los tiempos verbales precisos. Era joven, tenía las piernas fuertes y flacas (11).
Su presente lo observa como un tiempo radicalmente distinto, pues la maternidad se ha vuelto una experiencia compleja, marcada por la angustia y la necesidad de entregarse a la escritura. Frente a este contexto adverso, la narradora adopta un ritmo discontinuo de producción, marcado por las interrupciones de tres cuerpos que exigen su presencia: un marido y dos hijos:
Sé que cuando entre hoy al cuarto de los niños, la bebé percibirá mi olor y se estremecerá en su cuna, porque algún lugar secreto de su cuerpo le enseña desde ahora a reclamar su parte de aquello que nos pertenece a las dos, aquello que nos arrebatamos todos los días, los hilos que nos sostienen y nos separan. Le daré de comer.
Luego, cuando entre a mi cuarto, mi marido también reclamará su porción de mí y yo me entregaré al goce indefinido, abrupto, sereno de su tacto (27).
En este ensayo nos proponemos analizar cómo se configura la subjetividad de la narradora-madre y cómo su experiencia, expresada sobre todo en la primera mitad de la novela, como dificultad o dilema, se vuelve motor de escritura. Una escritura particular, por cierto, que se concreta a intervalos y que altera la misma estructura de la trama. Al respecto, la narradora reflexiona:
Las novelas son de largo aliento. Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene que ser— de corto aliento. Poco aire (14).
La sensación de agobio de las madres-escritoras en la sociedad contemporánea es un tema que explora Lina Meruane en su ensayo Contra los hijos. En éste plantea que existe un dilema constante entre el rol materno y el oficio de escritor, que la ensayista denomina “dilema materno-escritural”. En dicho texto, se pregunta por la experiencia de la maternidad y por sobre cómo esta afecta la obra de las mujeres, llevándolas, incluso, a renunciar a sus labores creativas en pos del cuidado de los hijos:
Diría yo, volviendo a la sombría observación de Virginia Woolf, que si la dificultad es enorme para las madres-profesionales, es aún peor en el caso de las madres-artistas. Me parece a mí que ellas son las menos libres de todas, las que más trabajos tienen si no cuentan con una herencia como la que tuvo la escritora inglesa (86-87).
A lo que agrega: “Las que tuvieron hijos y no contaron con los medios suspendieron el oficio por un prolongado y doloroso período y escribieron mucho después, o poco, o simplemente renunciaron” (114).
Ambos textos, el de Luiselli y el de Meruane, coinciden en la sensación de agobio y las dificultades que afectan a las madres-escritoras, debido en gran parte a la ausencia de redes de apoyo que puedan alivianar las arduas tareas de la maternidad. Sin embargo, también se diferencian. Para Meruane las madres-letradas se encuentran en la encrucijada entre la carrera literaria o la maternidad, mientras que en la novela la narradora-madre se presenta como un sujeto que persiste en su oficio con honestidad, creando un régimen de trabajo que le permita continuar con la escritura bajo los rigores de la crianza. En este gesto de persistencia, las emociones son centrales. Éstas son exploradas y nombradas con tal de iluminar las zonas más oscuras de la maternidad:
Vuelvo a la novela cada [vez] que los niños me lo permiten. Sé que debo generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a la página, habitarla. Nunca meter más de la cuenta, nunca estofar, nunca amueblar ni adornar. Abrir puertas, ventanas. Levantar muros y tirarlos (20).
Sentimientos contradictorios, asociados al caos y la locura, sacan a la narradora de un eventual estado de abulia y frustración. Así asume un proyecto literario acorde a su experiencia, dando forma a una novela híbrida, fragmentada y en movimiento, a la que se pueda entrar y salir tomando distintas trayectorias, tanto de escritura como de lectura 1.
Retomando el tratamiento recibido por la maternidad en Los ingrávidos, éste reconoce el potencial creativo de dicha experiencia, incluso en condiciones adversas, de tensión familiar y cansancio. La narradora-madre dirá: “Ahora escribo de noche, cuando los dos niños están dormidos y ya es lícito fumar, beber y dejar que entren las corrientes de aire. Antes escribía todo el tiempo, a cualquier hora, porque mi cuerpo me pertenecía” (13).
El ritmo de producción de la narradora en su presente de madre es otro, diferente al de su pasado y al de su marido, quien se desempeña como guionista de cine y escritor para spots publicitarios:
Mi marido escribe rápido; hace mucho ruido al teclear. Escribe para el cine y sus personajes tienen voz y cuerpo. Los míos no existen. Él repite sus parlamentos cuando termina cada página. Dramatiza. Yo procuro emular a mis fantasmas; escribir como ellos hablan, no hacer ruido, contar nuestra fantasmagoría (20-21).
En esta diferencia existe una crítica implícita a la evasión de las responsabilidades familiares. En tanto Pater Familias, el marido no asume las labores del hogar en igualdad de condiciones con su esposa. Al encontrarse mayor tiempo fuera de casa y dedicado a sus trabajos, la responsabilidad recae exclusivamente en la protagonista:
Yo también voy a escribir un libro, me dice el niño mediano mientras preparamos la cena y esperamos a que vuelva su papá de la oficina. Su papá no tiene oficina, pero tiene muchas citas de trabajo y a veces dice: Ya me voy a la oficina. El mediano dice que su papá trabaja en el trabajorio. […] ¿Cómo se va a llamar tu libro?, le pregunto al mediano. Se va a decir: Papá siempre regresa enojado del trabajorio (14-15).
No obstante, de la lectura se infiere que la gran diferencia entre ambos es la renuncia a la vocación literaria, pues la narradora-madre no claudica ante su proyecto de escritura, más personal. Por el contrario, su marido cree haber perdido “…la vitalidad que se necesita para escribir buenos poemas…” (15). De cierta forma, el impulso por desarrollar una escritura literaria que se resista a lo comercial se halla en la experiencia de la maternidad que conecta a la narradora a sus emociones y cuerpo. En este sentido, la madre-escritora reconoce sus cambios corporales, las sensaciones que le provocan, y tomará nota de ellos, para integrarlos al relato:
Cuando me embaracé de la bebé, el doctor me dijo que este embarazo era de alto riesgo. Dejé de fumar, de beber, de caminar. Tenía miedo de que la bebé no se terminara de formar, o que se formara mal […] No soy religiosa, pero un día en la calle me asaltó un ataque de pánico […] y tuve que detenerme en una iglesia. Entré a rezar. Es decir, entré a pedir algo. Recé por la bebé sin forma, por el amor de su padre y su hermano, por mi miedo. Cierto silencio me devolvió la certeza de que en mi vientre tenía un corazón, un corazón con aorta, lleno de sangre; una esponja, un órgano que latía (37).
En los pasajes que describe sus embarazos y partos es donde entrega mayores detalles sobre las sensaciones corporales, en contraste con aquellos relatos de su pasado como mujer soltera. Respecto a los partos, dirá que el primero fue una cesárea inducida, por lo que no cuenta con una experiencia vívida del nacimiento de su hijo, mientras que el parto de su hija lo vive sin anestesia. La descripción de las sensaciones corporales durante el segundo se despliega en imágenes tomadas, al parecer, de las ciencias naturales, abandonando con esto la descripción anatomo-fisiológica que se privilegia en la elaboración de la noción moderna de cuerpo (Le Breton):
Esta vez, la sensación comenzaba a la altura de la espalda baja. Un calor helado. Después, empezando por los flancos, la piel se erizaba y tensaba. Un fenómeno más geológico que biológico: un temblor, un arqueo leve, y la panza entera comenzaba a elevarse, como un cuerpo de tierra emergiendo, rompiendo la superficie marina. Y el dolor, un dolor más parecido a un destello de luz, un destello que deja una estela, que deja una huella y que se esfuma tan incomprensiblemente como vuelve a llegar (50).
Estos cambios corporales no solo son consignados en la novela, sino que dan forma a una estética marcada por la maternidad y la relación con los cuerpos de los hijos, dirá la narradora: “Una novela compacta, porosa. Como el corazón de un bebé” (37).
La visión de la maternidad como torrente de creatividad permite complejizar el discurso que ha puesto al centro la figura de la madre profesional, heterosexual y mesocrática. En esta misma línea, las reflexiones de otras feministas, como la artista y activista postporno María Llopis, buscan articular un diálogo entre obra y maternidad que escape a la imagen de madre impuesta por el sistema patriarcal, y que asimismo desafíe las limitaciones de la sociedad heteronormada. Esta capacidad subversiva de la maternidad la hallará encarnada en cuerpos “maternantes” queer, trans, inter y -en menor medida- heterosexuales, que reconocen la importancia de los cuidados como base de la supervivencia de la sociedad, cuestión que, según Llopis, el “…patriarcado capitalista ignora” (19).
En este punto vale la referencia a la obra de Gabriela Mistral, quien curiosamente es citada en el canon que Meruane configura en torno a escritoras-sin-hijos, desconociendo la importancia gravitante de la infancia, de la maternidad pobre e indígena, y sobre todo la propia experiencia de la poeta como madre adoptiva de su sobrino Yin Yin, en compañía de Palma Guillén. Según Magda Sepúlveda, la escritura de Mistral, sobre todo en el capítulo “Canciones de cuna” de Desolación, y en Ternura, se centra en la preocupación por las “madres que crían, sin el apoyo del padre, a sus hijos” (63), dando voz a las madres abandonadas, pidiendo respeto por ellas, y reconociendo que “…así como benditos son los quehaceres y lugares de la madre pobre, bendita es también la lengua que desea entrar en ellos y cantarlos” (81). Si bien Luiselli no incorpora la variable de clase para la configuración de la narradora-madre, al igual que la poesía mistraliana, otorgará voz propia a la narradora-madre sin idealizarla, exponiendo la sombra: “Dejar una vida. Dinamitar todo. No, no todo: dinamitar el metro cuadro que uno ocupaba entre la gente […] Lo que pocos entienden es que uno deja una vida para empezar otra” (61).
En Los ingrávidos no se desconoce la presencia de los hijos, son figuras que participan del proceso escritural que lleva a cabo la narradora. Se integran a la trama para realizar acciones relevantes. Ejemplo de esto es que el hijo mayor, denominado el “mediano”, es quien abre y cierra el relato con dos acciones que invitan al movimiento. En el primer párrafo despertará a su madre, mientras que al final encontrará al narrador fantasma, Owen, conectando de esta forma ambos niveles narrativos, durante el derrumbe del espacio familiar: “En la oscuridad lechosa, escucho a mi lado la risa suave, ráfaga alegre, de un bebé. Siento elevarse el saco que me cubre los ojos, el calor del cuarto entrar y sacudirme el cuerpo, la voz excitada de un niño golpearme la cara: ¡Encontrado!” (146).
Para Luiselli la escritura no es, como diría la escritora afroestadounidense y madre lesbiana Audre Lorde refiriéndose a la poesía de mujeres marginadas, “un lujo”, que se da en condiciones ideales. Es, más bien, un ejercicio vital que se practica a pesar de las demandas inacabables, entre “la leche, el pañal, los vómitos y regurgitaciones, los mocos y la baba abundante”, en “los ciclos [..] cortos y urgentes” (56) de cuidados; y en donde la maternidad se convierte en motor de creación “… mediante el que nombramos lo que no tiene nombre para convertirlo en objeto de pensamiento” (Lorde 4). Es así, que la escritura en Los ingrávidos no se produce contra los hijos, sino con ellos.
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Portada: collage de Gustavo Ramírez
Perfil del autor/a:
Profesora de castellano / Magíster en Estudios Latinoamericanos / Estudiante Programa de Doctorado en Literatura, Pontificia Universidad Católica de Chile
Notas:
- Por ejemplo, como lectores, podemos comenzar por la narración de la madre, o romper con la lectura lineal, de comienzo a fin, y partir por el relato del segundo narrador de la novela, cuando el cruce entre niveles narrativos es más notorio y se introduce el segundo narrador: Owen. Esta modalidad de lectura “en movimiento”, es similar a la propuesta de Cortázar en Rayuela.