La velocidad es un problema para la reflexión. Su principal consecuencia es la pérdida de visión periférica, es decir la capacidad de articular la dispersión de fragmentos y discernirlos como parte de un proceso global. En física, la relación entre velocidad y visión periférica no admite discusión, sin embargo políticamente la situación es otra. El espectacular desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha impactado de modo significativo en el ámbito comunicacional y político, sobre todo si consideramos que los “medios de comunicación” son agentes mediadores que nos permiten hacer inteligible la realidad.
La transmisión en tiempo real ha facilitado la circulación cada vez más rápida de información a escala planetaria, así como el mayor acceso a la tecnología suponía un incremento del conocimiento para la sociedad. Nada de eso ha resultado como era sugerido. Por el contrario, el conocimiento se valora únicamente en la medida que posibilite la apertura de nuevos mercados, y la mayor disponibilidad de fuentes informativas no ha contribuido a la creación de una sociedad más crítica, responsable y comprometida.
Los acuciantes tiempos de la televisión estuvieron precedidos por la lógica de la prensa diaria, un fenómeno de aceleración que es consustancial a la modernidad capitalista. En esos términos habría que problematizar el concepto de noticia, ya sea porque ésta no preexiste como positividad sino que es resultado de la mediación discursiva y porque, en ese mismo sentido, el carácter noticioso de un acontecimiento está determinado ideológicamente —que no es la ideología impuesta desde arriba por un inquisidor sino que una condición hegemónicamente estatuida.
Seguramente por ello los periodistas, en su mayoría de grandes estaciones televisivas y radiales (los llamados “rostros públicos”), defienden de forma vehemente su independencia. Las escuelas de periodismo han tardado mucho en advertir a sus estudiantes que el poder es una relación social, y que hace bastante tiempo parece haber quedado claro (o no tanto) que no existen lugares de la sociedad que gocen de neutralidad ideológica, si asumimos que las ideologías son visiones de mundo en las que estamos implicados.
La independencia, si se quiere usar ese término, depende de la capacidad crítica (de los otros y de uno mismo). La responsabilidad periodística que debe volver a tomar fuerza es el análisis de escenarios en su singularidad y complejidad, para no ser engullidos por el ritmo vertiginoso de la contingencia policial, del escándalo público, las condenas mediáticas que violan el debido proceso y toda la abrumadora violencia simbólica que cada noche exhiben los noticieros en nombre del derecho a la información. Quizá sea pertinente que, en algún momento, el Colegio de Periodistas se pronuncie con más énfasis sobre estas cuestiones tan atingentes.
Por cierto, si la reflexión crítica es obstaculizada por la inmediatez –puesto que pensar requiere más tiempo– se sobrepone la emocionalidad y nos volvemos profundamente reactivos al ser estimulados constantemente por hechos que en su aparente objetividad, merecen irremediablemente nuestra condena, porque ¿Cómo no sentir rabia ante el descuartizamiento de un profesor en Villa Alemana? ¿Cómo no exigir la pena de muerte ante la violación de un lactante? ¿Cómo no aplaudir el endurecimiento de las penas contra los barristas involucrados en las bengalas que cayeron a la cancha del Estadio Monumental?
Eso puede explicar la tendencia a proferir insultos a través de Twitter y Facebook. Es impresionante (e impresentable) leer centenares, miles de comentarios cuyo contenido es altamente refractario, por decir lo menos. Nos hemos vuelto expertos en insultar, porque el garabato, la amenaza y el deseo de castigo como recurso argumentativo, reemplazan las categorías ausentes que obsequia el pensamiento crítico. En un país como Chile –a propósito de lo reciente– donde las diferencias son concebidas como aspectos nocivos para el orden, no es extraño que los barristas se quieran matar entre ellos, incluso los que comparten los mismos colores. Por eso es absurdo insistir en que el problema de la violencia en los estadios consiste en “unos pocos” a los que es preciso individualizar para aplicar condenas ejemplificadoras, como si las constricciones disciplinarias pudieran resolver el asunto de fondo.
Tampoco parecen reflexionar mucho más las autoridades. Los grandes referentes públicos casi siempre tropiezan con la reproductibilidad del sentido común y hacen de la criminalización su impronta comunicacional favorita, contra esos enemigos que atemorizan y de los que sería preciso defenderse. Paul Virilio (filósofo francés) asegura sobre esto que: “los Estados se sienten tentados a hacer del miedo, de su difusión mediática, de su gestión, una política. Los Estados, que se han visto progresivamente despojados por la globalización de sus prerrogativas tradicionales (entre otras de las asociadas al Estado de bienestar), tienen que convencer a los ciudadanos de que son capaces de preservar su seguridad física”. Con ello se justifican nuevos y más invasivos mecanismos de control social.
Entonces es hasta lógico que a los vecinos de la comuna de La Reina les enseñen a disparar, aunque la delincuencia común es la consecuencia y no el origen de un problema de seguridad pública. Y esa inversión de perspectiva no es menor, porque podremos masacrarnos mutuamente, incrementar la dotación policial y sus atribuciones, construir más prisiones y la violencia delictual no perecerá, en la medida que es resultado del alto valor simbólico que se le agrega a los bienes tecnológicos de consumo, constituyéndolos como un factor de integración social respecto a los criterios que miden el éxito de los individuos (y los bienes de consumo son conmensurables en dinero). En definitiva, una sociedad disciplinada por el dinero no tiene otro resultado posible que no sea éste: la violencia desatada por medio de la competencia de un mercado que se ha vuelto omnipresente.
En lo que respecta a delitos sexuales y crímenes, habría que considerar varios aspectos, pero especialmente el concepto instrumental que tenemos acerca del cuerpo, a raíz de los dispositivos de separación y/o categorías dicotómicas que ordenan el lenguaje occidental. Castigar la voluntad del individuo es el modo en que se nos priva de la pregunta por la producción de ese individuo y su voluntad. Y es probable que la respuesta esté más próxima a la filosofía del lenguaje que a la psiquiatría o a la antropología criminal.
La violencia y la velocidad transitan de la mano (¿no obedece acaso el incremento de los accidentes de tránsito, a la necesidad de ir de prisa a algún lugar?). Una semana es demasiado tiempo en el Chile contemporáneo y la hipercontingencia genera una degradación intelectual, que si le sumamos la fatiga a causa del exceso de rendimiento laboral y el colapso de las ciudades, puede tener (y está teniendo) efectos catastróficos. Hay que detenerse, entonces, agrupar los fragmentos, indagar en lo periférico y lo residual: volver a pensar contra la dictadura del tiempo como eterno presente.
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Portada: fotograma de la película They Live (1988) de John Carpenter
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