A pesar de que en las últimas décadas muchos hemos tenido la buena o mala suerte de vivir un terremoto de dimensiones más o menos catastróficas, cuesta dimensionar lo que fue el de 1906 en Valparaíso. Las fotografías ―que podemos encontrar fácilmente en Internet― nos muestran un paisaje de guerra, con enormes edificios y catedrales en el piso. En un libro dedicado a recoger relatos de la catástrofe, los autores lo describen así: “En medio de este interminable período, se extinguieron las lámparas de gas y el alumbrado público y cayó sobre Valparaíso la más espantosa tiniebla, y la ciudad continuó muriendo en medio de las sombras”. En medio de esas sombras, “el cielo, cubierto de nubes, presentaba una coloración rojiza, y a cada instante se abría en explosiones de luz de relámpago que abarcaban todo el espacio y desaparecían instantáneamente para que viniese en seguida una obscuridad aún más espesa”.
Y entre medio de esa enorme hecatombe, Pezoa Véliz. Un año antes, el escritor había anunciado a través del diario La Voz del Pueblo la publicación de sus prosas. El nombre, Tierra Bravía. La crítica, según algunos fragmentos que nos da a conocer Cristóbal Gaete, detective detrás de los fragmentos perdidos del poeta, esperaba su arribo con laudatorios comentarios. Lo comparaban con Baldomero Lillo y evidenciaban el influjo naturalista de un Émile Zola. Quienes quisieran un ejemplar de la publicación, debían comprar en verde, escribiendo a la casilla 18 de una Viña del Mar que imaginamos muy distinto a la Viña del Mar de hoy, con su embriaguez de farandulilla y alcaldesas sórdidas. Una Viña del Mar donde Pezoa Véliz ―esto también nos lo cuenta Gaete― ofició de secretario del municipio.
Y bravía la tierra, se sacudió.
Pezoa, que en aquel entonces vivía en la pensión Traslaviña, es rescatado de los escombros por Isabel Dagnino, hija del dueño del recinto. Pierde sus piezas dentales y sus piernas quedan hechas un desastre. “Se despide de la bohemia”, anota Gaete. Podría decirse que con Valparaíso se vino abajo también Pezoa Véliz: luego de pasar por algunos hospitales y ser diagnosticado de tuberculosis al peritoneo, muere dos años después, en 1908. De aquellos días en camas y salas que imaginamos radiantes de oscuridad hospitalaria, salieron esos versos tristes, los versos más tristes de esta noche, la noche chilena, que pesa más que la noche de los enamorados y por supuesto que es más oscura y no tiene astros titilando: “Y pues solo en amplia pieza, / yazgo en cama, yazgo enfermo, / para espantar la tristeza, / duermo”.
La tarea de Cristóbal Gaete ―ya lo dijimos― fue recuperar esa Tierra Bravía que Pezoa Véliz proyectase antes de que el terremoto y la pobreza lo terminaran matando. Estos textos, digamos crónicas, muestran a un Pezoa agudo en sus observaciones, de humor filoso y sano desprecio por la autoridad. Ya sea describiendo los hábitos de la calle Viana o la compleja vida social que se desarrolla en los alrededores del Marga−Marga, su prosa parece alimentarse tanto de su oficio de versificador como de ciertas inquietudes antropológicas propias de la mejor crónica chilena del siglo XX. Uno podría ver en Pezoa Véliz a un Joaquín Edwards Bello proletario, que transita en tugurios con poetas populares y otros personajes endémicos del ecosistema porteño. Uno podría también, cómo no, intentar trazar una genealogía de poetas cronistas, que tiene a quien comentamos como cultor, pero también a Daniel de la Vega, Teófilo Cid y, más cerca, a Germán Carrasco y Leonardo Sanhueza, por nombrar dos.
Dentro de los textos que vienen en esta Tierra Bravía recobrada, «El candor de los pobres» debe ser el mejor y más agudo de todos. Mirar al chileno promedio con rayos X es una tarea que Internet y la televisión han facilitado: ambos funcionan, en cierta medida, como sendos museos de la estupidez y torpeza que practicamos con un afán casi deportivo. Pero pesquisar ciertos caracteres que incluso hoy, a más de cien años de escrito el texto, siguen igual de frescos e ilustrativos, tiene un mérito que hace que el texto tenga vida propia más allá del propio Pezoa Véliz. La imagen, por cierto, está llena de una delicada violencia. El autor, podríamos decir, se ríe desde un rincón, protegido por un murallón de escepticismo. Y anota:
El presidente Balmaceda había violado la Constitución. Las huestes libertadoras del general Canto defendían los derechos constitucionales… (¡Oh, La Constitución!)
Hubo campesinos de las provincias australes que se la imaginaron un templo donde se guardaban los estandartes tomados de la guerra contra el Perú y Bolivia o las cenizas de Arturo Prat. Y los niños que allá en su inocencia hacen más bellas las cosas, figurábansela una inmensa mujer de cabellos rubios… ¡Hermosísima!.
Y en la misma, esto sobre Carrera: “¿Carrera? Un joven que vivía en España entre el cuartel de granaderos y las casas de vida alegre. En la cubierta del buque que lo trajera a Chile, declaraba sencillamente su ambición de hacerse un Napoleón sudamericano. Fue enemigo de O’Higgins desde el primer momento, y juntos sacrificaron la vida de dos mil chilenos en el desastre de Rancagua. ¿Sabéis la razón? Carrera envidiaba las nacientes glorias de O’Higgins…”.
Parece, siendo supersticiosos, paranoicos ―aunque a veces, concédanme el punto, la superstición parece una versión deforme y amistosa de paranoia―, que el destino se ensañó con Pezoa Véliz de la misma forma en que éste se ensañó con la sociedad de su época. Como bien dice Bolaño, Pezoa Véliz sólo quería medrar, “aunque para llegar a ese punto tuviera que pasar por etapas tan contradictorias como el anarquismo, que lo sedujo, y por la burocracia, en donde encontró la paz de espíritu, un sueldo, las necesidades cubiertas, algo de tiempo para escribir”.
Una paz, oh, tan pasajera.
Tierra Bravía (2018)
Carlos Pezoa Véliz
Investigación, edición y notas de Cristóbal Gaete
Garceta ediciones
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