Preámbulo. Ciudad, civilización y memoria de la fractura biopolítica.
Somos exilio
en la patria del río
Daniela Catrileo, Río herido
La fractura biopolítica de la que habla el filósofo italiano Giorgio Agamben se deja ver como un concepto ampliado o, si se quiere, como una explicitación del alcance heteróclito de lo que Karl Marx llama «lucha de clases». Ya no sólo lucha de clases, sino fractura política de la vida, división y antagonismo microfísico entre el movimiento de la vida ascendente y el de la vida sacrificable en múltiples dimensiones. La fractura biopolítica se operacionaliza mediante otros marcadores que rebasan el concepto marxiano o al menos explicitan su virtualidad en distintos niveles: civilización, nacionalidad, raza, clase, género, etc. O, dicho de otro modo, se trataría de considerar la lucha de clases sin substancializar su privilegio teórico: lo que cabría es considerarla complejizándola analíticamente en la contextura de fenómenos tales como «choques civilizacionales» (comunidad civilizacional internacional, bloque imperial-colonial), nacionalismo y xenofobia (comunidad identitaria nacional), clasismo (comunidad de clase social), racismo (comunidad cultural y biológico-fenotípica), dominación de género (república masculina), y la correspondiente discriminación inmunitaria de «locos», enfermos, homosexuales, «malentretenidos», putas, desadaptados, «enemigos políticos» y «anti−sistemas», «inmigrantes», indios, pobres, delincuentes, etc.
La ciudad moderna se define usualmente como una aglomeración de alta densidad de habitantes y concentración de edificaciones, centrada en actividades económicas de los sectores secundario y terciario (industria; comercio y servicios). En términos políticos, la ciudad tiende conceptualmente a implicar entidad de capital ―localización de poderes centrales del Estado― o al menos entidad administrativa con grados de autonomía ―a nivel de municipio. Las demás aglomeraciones humanas, de menor extensión territorial y densidad demográfica, más ligadas a la actividad económica del sector primario (agricultura) y alejadas de los centros de poder, son usualmente denominadas «pueblos». Las «ciudades» y los «pueblos», la metrópolis (“ciudad que da la medida”) y lo rural: no se trata de dos entidades de distinta naturaleza, sino que la ciudad gobierna el campo y proyecta en él una lógica de subordinación civilizacional: es en relación a esta lógica que Jean−Luc Nancy sostiene que “De hecho, la ‘civilización’ está vinculada a la ‘ciudad’, así como la ‘civilidad’ y la ‘ciudadanía’. El hecho de que se pueda hablar de ‘civilización urbana’ por contraste con una ‘civilización rural’, es testimonio únicamente de una extensión de la idea de ‘civilización’ en dirección a una configuración de conjunto de estructuras y costumbres propia de un espacio−tiempo definido. Pero la posibilidad misma de pensar tal configuración está vinculada a la ciudad”. El campo es un espacio «atrasado» porque mira hacia y va tras la ciudad, al tiempo que la abastece ―le es productivamente funcional. La idea de civilización toma su medida y agencia su gobierno desde la entidad soberana de la «ciudad». Para entender cómo se juega en ella la fractura biopolítica es preciso historizarla, rememorarla críticamente. La ciudad occidental tiene una historia, que es la historia de las transformaciones del habitar humano y de los antagonismos que han definido en cada caso su figuración soberana de lo familiar y la operativización de un patrón de acumulación cuyo reverso es la sacrificialidad de lo «otro» infamiliar. Se trata de la historia que va de la antigua ciudad amurallada contra el otro, a la moderna ciudad abierta al flujo.
La ciudad moderna (urbs, ciudad abierta) es distinta de la ciudad antigua (arx, ciudadela−fortaleza) y del campo (rus). La ciudad moderna es más un proyecto lógico de desarrollo («sociedad», civilización) que un lugar fundado y organizado ritualmente por un mito («comunidad», cultura). Sobre la base de estas indicaciones esenciales de Jean−Luc Nancy podemos considerar aquellas que aporta Saskia Sassen desde las ciencias sociales centradas en la cuestión de la ciudad, en lo que se refiere a la distinción analítica entre la frontera geográfica de la vieja ciudad cerrada ―en el contexto de una cultura local plegada sobre sí misma y definida por el espíritu de un mito― y el borde sistémico en la ciudad abierta ―en el contexto contemporáneo de una civilización mundializada y definida por la racionalidad del cálculo tecno−capitalista. Se trata de pensar, pues, la frontera geográfica (exclusión de lo otro) y el borde sistémico (inclusión/exclusión de lo otro) como dos formas históricas del apartheid ―modulaciones arcaica y moderna de la fractura biopolítica en relación con la espacialidad, modulaciones que hoy se cruzan en la gramática de la ciudad neoliberal, la segunda subsumiendo a la primera.
De acuerdo a Zygmunt Bauman, en la antigüedad las ciudades se constituían para proteger a determinados grupos de personas de los peligros que representaba una otredad configurada como el «otro» amenazante: lo mismo versus lo otro, lo familiar versus lo infamiliar, lo propio versus lo extraño, lo seguro versus lo peligroso. Entonces, en los límites de la ciudad se construían murallas y fosos para impedir el paso del otro. La frontera se transformaba, por tanto, en el límite “entre el orden y la tierra salvaje, entre la paz y la guerra: eran enemigos quienes estaban al otro lado de la valla sin que les estuviera permitida la entrada”. Si en principio la ciudad antigua se configuró para impedir el ingreso del «otro», la ciudad de la modernidad, vinculada al capitalismo urbanizador, es al mismo tiempo incluyente y excluyente. La inclusividad se expresa en que permite el ingreso, establecimiento y reproducción de clases sociales identificadas ―por las clases dominantes― como potencialmente «peligrosas». El aspecto excluyente se relaciona con el hecho de que se segmentan y aíslan las clases sociales «peligrosas» al interior de la misma ciudad. Se las incluye económicamente como categorías objetivadas de sujetos hiperexplotables, y al mismo tiempo se legitima tal condición en virtud de su inferiorización y exclusión de la comunidad local por las lógicas más arcaicas del racismo. A este respecto, Bauman sostiene que “los residentes sin medios y, por lo tanto, considerados por el resto como amenazas potenciales para su seguridad, suelen verse obligados a abandonar las zonas acogedoras y agradables de la ciudad, y acaban apiñados en barrios separados, parecidos a guetos”. En contraposición, “quienes pueden permitírselo compran su casa en escogidos barrios apartados, también parecidos a guetos, e impiden que se establezcan los otros; y por si esto fuese poco, hacen todo lo posible para desconectar su mundo cotidiano del resto de los habitantes de la ciudad”.
La antigua ciudad amurallada se plegaba sobre sí misma, como cultura urbano−cristiana centrada en su catedral y su arquidiócesis, saliendo de sí pastoralmente pero excluyendo a lo otro que habitaba más allá en el vasto campo del paganismo; y más tarde saliendo de sí, pero definiendo las fronteras entre el espacio estatal−nacional metropolitano de la vida civilizada y el espacio colonial de la vida salvaje. La forma arcaica de la fractura biopolítica espacializada adopta así la figura de un apartheid definido por una «frontera geográfica» que separa, o bien a la ciudad de Dios de la vastedad pagana dispuesta para su conversión, o bien a la metrópoli estatal−nacional civilizada de los territorios salvajes dispuestos para su colonización.
En contraste, la forma contemporánea de la fractura biopolítica espacializada adopta la figura de un apartheid sin fronteras o, dicho de otro modo, la de una proliferación de «bordes sistémicos» que ya no se identifican con las fronteras geográficas tradicionales: lo otro ya no está en tierras lejanas y exóticas, sino entre nosotros, en medio de las metrópolis globales, pero en determinados lugares de ellas. La vida misma deviene frontera y va así marcada. De modo que la contemporánea co−implicación entre política y espacialidad, que modula el juego entre la biopolítica (promoción y protección de una forma de vida ascendente) y su reverso mortífero o necropolítico (desprecio, segregación, explotación, castigo, abandono y muerte de una vida sacrificable), se juega hoy en una lógica de inclusión/exclusión, lógica que da cuenta del «borde sistémico» que viene a inmanentizar a la vieja forma−límite de la frontera geográfica. O, evocando la expresión chilena de uso coloquial que pondría de manifiesto la lógica de inclusión/exclusión que articula la fractura biopolítica en los contextos metropolitanos contemporáneos: “juntos, pero no revueltos”. La expresión dice “juntos” (inclusión): los inmigrantes haitianos llegados en los últimos años a Chile, por ejemplo, se inscriben en la gramática económica de la ciudad, integrándose a una sociedad disciplinada económicamente (se les asigna un lugar en la división jerárquica del trabajo) y securitariamente (se les vigila en función de la peligrosidad que reviste su alteridad). Pero la expresión también dice “no revueltos” (exclusión): los inmigrantes son segregados espacialmente en función del mito de la comunidad pura (racismo: alteridad cultural, moral y biológica).
La fractura biopolítica «espacializada» se llama, en un sentido esencial, frontera. En este ensayo pensaremos, a través de un montaje de escenas, el cruce de las dos lógicas de frontera antes señaladas, fronteras que marcan la cesura entre una forma de vida que se autoafirma como vida ascendente y lo que queda fuera de su norma como vida residual, como resto ingobernable, como vida despreciable y sacrificable. Por una parte, la lógica de la frontera territorial, ya sea como frontera urbana de la comunidad política que da la medida de la «civilidad», o ya sea como frontera geopolítica en algún momento del avance imperial−colonial de la «civilización» ―el territorio protegido del ingreso de la vida «otra», infamiliar y peligrosa. Por otra parte, la lógica de la frontera simbólica como borde sistémico metropolitano que inscribe la frontera en los cuerpos de la vida sacrificialmente dispuesta ―la vida incluida como excluida en la gramática de la ciudad moderna en general, y de la contemporánea ciudad global en particular.
En esta ocasión, este modo dúplice de frontera, en su sentido más marcadamente territorial, se cifra en las figuras de dos ríos: el Bío Bío y el Mapocho. No un foso, ni un muro, ni una valla, sino un río como frontera. Lenguaje babélico de las aguas, cuyo flujo trenzado de corrientes camino a fundirse en la mar es fijado, en virtud de una vieja racionalidad política, como frontera de antagonismo, como cesura en el continuum de lo viviente.
1. Primera escena: El río Bío Bío como frontera de la civilización.
El río es voz
que no
calla.
¿Qué se abre
en el lenguaje de
las aguas?
Daniela Catrileo, Río herido
La civilización es la forma moderna, «secularizada» o «ilustrada», de la evangelización. La espada y la cruz; la espada y la instrucción. Evangelización y civilización son procesos coloniales de asimilación forzada ―detrás estuvo siempre el poder de las armas― y aculturación que, en el caso del Wallmapu y sus habitantes, han atravesado las constelaciones históricas de la invasión imperial española y la ocupación estatal−nacional chilena. Constelaciones de la «Historia» como avance de la evangelización sobre el paganismo (historia de la providencia), y luego como avance de la civilización sobre la barbarie (historia del progreso): espiritualización de la naturaleza, progreso del orden de la representación de la humanidad sobre el supuesto desorden de la animalidad.
En algún momento el río Bío Bío marcó el límite ―la orilla «de acá»― del avance imperial−colonial occidental (imperialidad latina) sobre el Wallmapu, y luego el inicio ―la orilla «de allá»― del avance de la territorialización soberana del Estado de Chile como punta de lanza de ese mismo proceso civilizatorio traducido a su forma republicana criolla. Desde que el río fuera avistado por los «conquistadores» españoles en 1544, Pedro de Valdivia y sus sucesores fundaron varios fuertes y ciudades en la cuenca del Bío Bío, tales como Concepción y Los Confines, con el fin de avanzar desde allí hacia el sur. Tras el desastre de Curalaba en 1598, la conquista del sur se detuvo y el Bío Bío se mantuvo como el límite de facto entre españoles y mapuches, siendo oficializado como tal en 1647 con el «parlamento» de Quilín. Desde entonces la zona atravesada por el río Bío Bío fue señalada como la región de La Frontera. El río como frontera entre el Imperio Español y el Wallmapu, entre la persona occidental cristiana que hace parte de una empresa capitalista colonial y el indio como animal matable, productivizable y humanizable.
Antes del río Bío Bío fue el río Maule el que marcó el inicio del territorio en que se desató la Guerra de Arauco, ocupación armada desplegada desde 1535, de carácter continuo durante la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, y luego con períodos intermedios de paz policial durante la segunda mitad del siglo XVII, el XVIII y parte del XIX, debidos a los términos de acuerdo sancionados en los parlamentos realizados entre 1641 y 1825, primero entre los mapuche y los españoles, y más tarde entre los mapuche y los chilenos ―con ello la frontera norte del territorio mapuche se desplazó desde el río Maule hasta el río Bío Bío. Más tarde, en la década de 1880, el Estado de Chile ―que se había establecido ya desde 1810― radicaliza el proceso conocido eufemísticamente como «Pacificación de la Araucanía» que, iniciado en 1861 bajo la presidencia de José Joaquín Pérez, consistió en la ocupación militar a gran escala de los territorios mapuche al sur del río Bío Bío ―operación militar chilena de invasión, limpieza étnica, desplazamiento forzado y sometimiento que hacía parte de una arremetida mayor de imposición de soberanía estatal−territorial a este lado de la cordillera. Algunos de sus hitos fueron la ocupación militar de los territorios aymara del norte por parte del Estado de Chile ―en el contexto de las campañas de las que hizo parte la denominada Guerra del Pacífico acaecida entre 1879 y 1883―, y más tarde la anexión de la isla de Rapa Nui al territorio de Chile en 1887.
La territorialización colonial del Imperio español y del Estado chileno se articula en virtud de una racionalidad civilizatoria que aun resuena en el discurso universitario chileno, como ocurre en el caso del historiador Sergio Villalobos. El discurso de Villalobos es una de las lenguas del río, la lengua de la frontera y del punto de partida de la expansión que dispone de la vida allende el río. Aquí la traza del río destella como escena o figuración de una fractura biopolítica que articula el avance de la historia en sentido humanista. Para Villalobos el río era la Frontera, pero también la posibilidad de trascenderla civilizatoriamente ―el ejército y la agencia civilizadora como un «puente» al lado salvaje, y de los salvajes al dominio de lo humano. En efecto, para el historiador en cuestión la lengua del salvaje queda proscrita allí donde la lingua franca latino−castellana es la lengua civilizada y monumentalmente escrita de la teología y el derecho, así como también de los negocios: los mapuche son «araucanos», nombre impuesto por los dominadores y «consagrado por el uso» ―en el hábito que sucede al castigo. La lingua franca cae como un castigo a la otra orilla del río fronterizo, pues se deja caer en «el lado salvaje» como hierro sobre la carne, en la carne. Imposición soberana e introyección de su norma, allí donde también hay resistencia y violencia defensiva. Si durante la Guerra de Arauco la frontera se desplazó desde el río Maule al río Bío Bío, con la Pacificación de la Araucanía el río Bío Bío fue el escenario fronterizo desde donde se tendió nuevamente el puente civilizatorio hacia la finis terrae.
En la trama diegética de su discurso historiográfico, Villalobos ofrece un argumento económico para fundamentar la necesidad del avance político−militar del Estado de Chile sobre el Wallmapu, para luego sostener ―sobre la base de los hechos consumados― que, tras la violencia soberano−militar que puso en obra la dominación política del Estado chileno sobre territorios y poblaciones más allá del Bío Bío, vino el gobierno chileno sobre la vida «araucana». Éste consistió en civilizarla y sumarla paulatinamente al tren del progreso de la cultura occidental de raíz greco−latina, cristiana y tecno−capitalista. De acuerdo al catecismo historiográfico de Villalobos, el Estado de Chile fue la punta de lanza de la civilización occidental en la región del Wallmapu. Y aquí es donde precisamos hacer una consideración esencial: «Occidente» como «civilización» no existe, o dicho con más rigor, necesita de la violencia soberana y gubernamental porque no existe como algo substancial, sino que sólo se agencia como la autoafirmación de una racionalidad monológica y monocrónica mediante la performance de violencias físicas y simbólicas, violencias en virtud de las cuales tal racionalidad se territorializa y afianza securitariamente en las poblaciones que son convertidas en objeto de sus «procesos civilizatorios».
El viejo argumento repetido recientemente por Villalobos es que, en primera instancia, la ocupación militar chilena del Wallmapu obedeció a “(…) la necesidad de la nación chilena de avanzar sobre la Araucanía (…) para alimentar a la población”. El Estado de Chile habría avanzado al sur en primer término por una necesidad económica, para expandir territorialmente la agricultura: ahí no había nada, dice Villalobos, y “no podía seguir ese desperdicio”. El Estado de Chile avanzó su ocupación sobre el Wallmapu y se impuso brutalmente por el poder de las armas (trabajo de muerte en función de la sumisión total). Les reservó tierras fragmentadas a los mapuche sobrevivientes, en calidad de «concesiones graciosas», y confirió a algunos caciques cierta autoridad en nombre del Estado. En todo ello se juega la lógica de subordinación e incorporación de un pueblo (concepto político, vida común en potencia) al diagrama estatal como parte de su población (concepto económico, vida capturada, objetivada y administrada por la potestad soberana). El discurso de Villalobos, claro está, eclipsa la fractura biopolítica que traza la frontera entre el dispositivo de la persona y la barbarie de las fieras, y lo hace en virtud del mito de la unidad nacional: el proceso civilizatorio hará de los araucanos otros chilenos más, mientras los chilenos de las clases oprimidas no son sino partes integrantes de un cuerpo social cuya desigualdad está unitariamente organizada por la jerarquía como principio de representación−conducción y obediencia. En efecto ―sostiene Villalobos―, la civilizada y vanguardista nación chilena es una entidad «unitaria» cuya «voluntad general» es «representada» por el Estado soberano y su Constitución, algo muy distinto a lo que ocurriría con «los araucanos», una dispersión de tribus culturalmente pobres e improductivas, de indios sin ley en atrasado estado de naturaleza. De ahí que el avance colonizador chileno estuviera motivado por el “interés y voluntad no sólo de la clase dominante”: si a la clase dominante, vanguardista y creadora, le interesaba la instalación expansiva de la empresa capitalista terrateniente de producción agrícola, ello coincidía con “el interés y voluntad de la clase media y el bajo pueblo” en orden a suplir sus necesidades de alimentación. Tal argumento económico ensamblado con el mito de la unidad nacional justifica, para el historiador, la violencia de la ocupación militar del Wallmapu.
Pero Villalobos va más allá: la violencia soberana reordenó el modo de producción de la vida en sentido occidental (subjetividades, relaciones sociales, riqueza y distribución) y en el curso de tal reordenación «pacificó» la región al sur del Bío Bío, permitiendo el despliegue y consolidación de procesos de «civilización». Los «araucanos» en estado de naturaleza no habrían generado más que una pobre cultura recolectora, cazadora y guerrera ―ni agricultora ni ganadera, «no trabajaban» la tierra ni producían excedente más allá de la huerta de sobrevivencia cultivada por las mujeres alrededor de la ruca. En cambio, la «asimilación a la cultura dominante chilena» ―salvo en el caso de los indios «violentos» que se resistieron― les habría permitido acceder a la rica cultura religiosa y científica en lengua europea, al desarrollo técnico y económico, a la agricultura y la educación. En suma, la asimilación sería el puente a la civilización cristiana y tecno−capitalista. En esta dirección van las palabras de Villalobos en la entrevista antes citada:
― Daniel Matamala: ¿Usted considera tan valiosa a la cultura mapuche como a la cultura occidental?
― Sergio Villalobos: No, hay culturas y culturas. No va a comparar la cultura romana con la de los sirios en el siglo V a.C.
― DM: ¿Y qué valor le da usted a la cultura mapuche?
― SV: Muy poco. Creo que ha significado un aporte muy pobre, no hay las cosas esenciales, la dinámica creadora de nuestra cultura cristiana occidental, de la cultura dominante.
[…]
― DM: ¿No se ha aplastado a los mapuche por parte del Estado de Chile?
― SV: Pero a la vez se les ha dado todas las garantías para un desarrollo, para un progreso.
― DM: ¿Para asimilarse a la cultura dominante?
― SV: Claro, como el señor Huenchumilla que usa reloj, internet, avión, televisión. Se han incorporado. Hasta son profesores en universidades norteamericanas.
Quizás lo más ominoso del discurso de Villalobos sea el modo en que se declara con fuerza en él la relación entre la utopía civilizatoria y su distopía o, dicho de otro modo, la relación entre el agenciamiento biopolítico y su núcleo necropolítico ―tecnología de producción de mundo de la vida como obra de muerte. Cuando al historiador se le pregunta si acaso no ha habido violencia en el trato del Estado de Chile al pueblo mapuche, responde que “ha habido violencia, sin duda, pero también todo lo positivo y creador”. Esa respuesta destila, sin duda, todo el horror del humanismo. Cuando el río no va a fundirse a la mar, sino que traza la frontera desde la cual se tienden puentes para el asalto civilizador, el río ya no habla una lengua babélica, sino la lengua franca que articula el texto soberano, esa racionalidad que decide sobre la verdadera vida y la sacrificial. El sacrificio del animal en nombre de «lo humano». Pero siempre podremos volver a preguntar: ¿Qué se abre más allá en el lenguaje de las aguas del Bío Bío?
* Este ensayo toma como punto de partida un texto escrito en coautoría con Leonor Abujatum, que apareció bajo el título “De ríos y puentes entre Santiago y La Chimba: para una memoria de la ciudad contemporánea”, en Revista NN, nº 3 (septiembre 2018), Concepción, Chile.
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