1.
Para nadie es novedad que la escalada de la crisis venezolana lleva un tiempo en su punto de máxima ebullición. A estas alturas, sin embargo, abordarla desde un ángulo diáfano parece una tarea más que imposible, imprecisa. Resulta a lo menos problemático que esto ocurra ya no por falta de información sino por exceso de ella. Tal vez lo único que pueda sacarse en limpio es asomarse al torrente: el fárrago de voces repartidas entre reportajes, noticieros parciales, enviados especiales y periodistas de matinal jugando al corresponsal de guerra. Y es que, traspuestas las primeras décadas del siglo XXI, los flujos de información llevan un tiempo configurando la política del nuevo siglo a través de conflagraciones mediáticas que estallan cada tanto por todas las pantallas del mundo.
Así las cosas, nos ponemos a la tarea de hacer cuenta que la historia nos interpela a desarrollar unas palabras sobre la presunta derrota de un proceso que se instaló, por vía democrática, con la misión de transformar una sociedad para llevarla hacia un modelo socialista, de carácter bolivariano, cuyo masivo apoyo sembró la esperanza de un orden distinto, soberano y popular, que elevaría los estándares de justicia social en esa parte del continente. Con todo, y como cualquier otro lugar en el mundo, dicho proceso llegaba a nuestra ventana como una evidencia testimonial, casi anecdótica, observada con interés, pero siempre a lo lejos, desde nuestra esquina neoliberal al sur de todo el resto. Para cuando todo empeoró se dejó caer una atmósfera de desconcierto e incomodidad, y por alguna extraña razón se volvió imperativo referirse a la situación de Venezuela. Tal vez desde que Santiago empezó a tomar un tono caribeño. Porque aunque sea innegable el estado crítico del proceso, ¿dónde queda el derecho universal e inalienable de toda sociedad por determinar soberanamente el rumbo que quiere seguir? Más que un derecho parece una alternativa, frente a la acción organizada de líderes nacionales ―más bien centinelas del empresariado, defensores de la libertad de explotar y acumular. Como sea, la actual crisis del proceso bolivariano se devela como el reflejo exacto del inmenso poder que tiene hoy el capital sobre el trabajo, negándose a aceptar el devenir histórico de un pueblo soberano, coordinándose internacionalmente para hacerlo colapsar. Mientras, la izquierda, histórica defensora del trabajo, atrapada en su auto−indulgencia, se revela incapaz de articular una crítica que permita superar la silueta decadente del tren sobre el que avanza el capital. Así las cosas, parece natural que el proceso bolivariano se parapete sobre sus barriles de petróleo y, aleonado por viejos aliados, se decida a resistir los embates, ensimismado en proteger lo poco que le va quedando; su soberana dignidad.
2.
Cumbres y festivales se replican en la respuesta que se le ha dado en la región a la reciente crisis en Venezuela. Sea en Cúcuta o en Viña del Mar, una tropa numerosa de artistas se ha mostrado solícita en su enarbolamiento de consignas de «Libertad Venezuela». El descubrimiento de la vocación democrática es tan poco creíble como la conciencia americanista de última hora que campeó entre figuras como Miguel Bosé, Juanes o Martín Cárcamo y María Luisa Godoy. Lo grosero de este diseño mediático no disminuye el hecho fundamental que expresa: el alineamiento de fuerzas en distintas latitudes del continente para presentar la situación con una simplicidad que no tiene y con una parafernalia cuyo objetivo parece claro: justificar la intervención extranjera bajo el manto de la democracia. ¿No era que aquí en Chile conocíamos ya de memoria ese guión de libertad blandido como bandera decorativa de los tanques respaldados por Estados Unidos? La seriedad de la situación queda desautorizada por el postureo de compromiso político y por el brazicorto presidente de nuestra Fértil Provincia haciéndose campo a codazos para alardear de la ayuda humanitaria de dobles o triples intenciones. Acaso la derecha tiene un talento para lo grotesco en medio de las crisis políticas y ahí se prefigura el tipo de democracia que le quieren exportar a Venezuela, mucho más cercana a ese simulacro político de la república que con tanto gustan de criticar.
3.
En uno de los ensayos incluidos en El fuego y el relato, el filósofo italiano Georgio Agamben propone la idea de que la pantalla, a diferencia de la página en papel, oblitera su propia materialidad, es decir, mirarla siempre es observar una proyección que borronea su propia superficie. Este espectro, que perdió su cuerpo, pero conserva su forma intacta, nos transmite, periódicamente desde distintos dispositivos, una proyección discursiva más o menos articulada en torno a una narrativa hegemónica ―una que a juzgar por el campo de tensiones políticas que operan actualmente en Venezuela, se encuentra atravesando por un periodo de reconfiguración. Frente a esta retórica continua e irrefrenable de imágenes y alocuciones, siempre la mejor estrategia será armar un nuevo cuadro contrainformativo con los retazos. De lo contrario arriesgamos no columbrar la antítesis con la que nuestra tesis antagoniza y a través de la cual busca dotar de dinamismo y dirección su síntesis política ―que, en el mejor de los casos, decanta en una estética de la contradicción siempre presta a colectivizarse.
En el capitalismo tardío, digital e inmediato, la pantalla provee de material a nuestras posiciones, en una praxis que debe responder a las piezas que ponen en juego, primero, y de forma invariable el, o los bloques, dominantes. Por eso la trama de una dialéctica jamás es estática y su composición debiese recordar la hechura elusiva y móvil que adquieren los significantes en una poética.
¿Pero qué hacer con los retazos? La cobertura mediática es poco menos que delirante: Bosé en su encarnizada cruzada contra Bachelet graba afónicos mensajes en los que reclama su presencia en Venezuela, los matinales montan paneles en los que se dedican agudos análisis en torno al gobierno de Maduro ―y a veces invitan como contrapeso a Eduardo Artés, que desarrolla dementes digresiones en las que celebra las dinastías que dominan Corea del Norte― pero no se atreven a decir que los cortes de luz son los golpes de gracia que intenta dar Estados Unidos y sus aliados ―con el gobierno de Chile entre los más incondicionales de la región― con tal de desencadenar una guerra civil. Esta facilidad para dar coherencia a un discurso maniqueo y artificial es, por cierto, amparada por una crisis humanitaria mayúscula en la que el chavismo tiene una porción de responsabilidad significativa.
Sin embargo, la excesiva atención mediática que Chile prodiga a Venezuela desata una nueva secuencia de imágenes de catástrofe que descarrilan los vagones de la información centrífuga y regresan a enroscarse alrededor del territorio nacional. En ellas se puede ver a empresarios que torturan a sus trabajadores, sindicalistas que se autoflagelan para protestar por el despido masivo de compañeros, o la muerte de un comerciante ambulante perseguido por carabineros. Muertos anónimos que se arrogan a diario al metro, o por la baranda del último piso de un centro comercial; abuelos que deciden morir porque la pensión no les alcanza para nada. Si a todo esto sumamos la violación permanente de derechos humanos en el sur, el cuadro se torna nefasto. Tal vez no sea mala idea practicar el ejercicio constante de compaginar pantallas, sobrescribirlas en el curso de su propia emulsión, y subvertir así su supuesta coherencia discursiva.
4.
Es evidente que el frente ideológico donde se disputan nuestras vidas y anhelos sigue estando dominado por fuerzas globales; da igual si fijamos el escenario allá o acá, en Santiago o en Caracas. La localía de las disputas se queda pequeña cuando las fuerzas del capital se reúnen para hacer peso a un proceso nacional.
Llámese IIRSA, llámese Grupo de Lima, llámese Prosur, lo fundamental es que estas alianzas propiciadas por la derecha neoliberal y neofascista irrumpen para crear un proyecto de extensión voraz del consumo. Y, a la vez, para aislar a cualquier proyecto de sociedad que no cuadre con «su» patrón de expansión económica, que no se suba al barco del aumento de la tasa de ganancia a consecuencia de desastres ambientales.
Venezuela se volvió una piedra en el zapato para estos intereses. No se podía aceptar la idea de que las mayores reservas de petróleo le pertenezcan a un país que se hace llamar “popular” y “bolivariano”; Venezuela es la valla a aplastar por el Imperialismo y sus correligionarios del territorio.
Hace unos 11 años desde un estrado repleto de oyentes se escuchaba: “Váyanse al carajo Yankees de mierda”. Hace 11 años se marcó la historia señalando que “acá hay un pueblo digno”, y eso para el imperialismo es imperdonable. La osadía contra el poder se paga. Al menos desde esa moralidad opera el poder, y el pueblo de Venezuela viene dando batalla, contra los problemas propios, pero sobre todo contra el grado de injerencia e intervencionismo del capitalismo contemporáneo.
5.
Aún no se sabe cuándo acabará la noche calamitosa de la crisis venezolana, y la izquierda latinoamericana, interpelada en su fracaso del ciclo progresista, no sabe hacer otra cosa que guardar silencio. Antes que los bloqueos económicos, los «golpes blandos» y los impeachments la abofetearan y la dejaran a un rincón ―observando, pusilánime, a la derecha servirse el banquete―, los escándalos por corrupción y los coqueteos con el neoliberalismo ya anunciaban la crónica de su propia muerte. Durante mucho tiempo, el chavismo pareció blindado por una riqueza que el resto de la región no conocía, que parecía dotarlo de un ímpetu pocas veces visto por estas latitudes, desde insultar al presidente de Estados Unidos en la ONU (gracias por tanto), hasta financiar proyectos en distintos rincones del continente. Alguna que otra inconsistencia hubo en el camino que siguió Maduro, que se concedió el abandono de políticas que debieron haber seguido un proceso socialista bolivariano, para condenar al país a ser un gran productor de petróleo ―inconsistencias no sólo de orden político, vale decir; pues la bonanza petrolera no se condice con la infraestructura actual del país―, lo que nos lleva nuevamente a la incómoda pregunta acerca del progresismo latinoamericano y sus vicios con la corrupción. Nadie se acordó de las advertencias de los teóricos de los sesenta, tan pasados de moda, cuando todo era coser y cantar con la plata del oro negro que alcanzaba para todos, incluso como para financiar una universidad en el sur del mundo. Pero la fiesta terminó y la cosecha fue exigua: la izquierda regional, trémula, se ve así misma incapaz de reaccionar ante uno de los peores desastres de la historia política reciente sudamericana.
Al parecer, el reclamo por el derecho soberano a la autodeterminación es lo único que queda por pelear. A pesar de los llamados desesperados de la población venezolana ―tanto la que permanece allá como la que se vio forzada a subirse al tren de la diáspora― a ponerle fin lo antes posible a la crisis humanitaria, el fracaso total se verá materializado si se concibe la intervención extranjera como la única salida del trance. Pero también la izquierda latinoamericana debe saber ver (oír y palpar) que la perduración de Maduro en el poder ya no es una alternativa posible. El negacionismo, menos. Lamentablemente, la inexistencia de propuestas ante la ferocidad del bloqueo sólo deja preguntas sin respuesta. Y, evidentemente, es muy tarde, y ya inútil, hacerse preguntas a estas alturas del partido. Pero una vez que todo termine ―y que sea más temprano que tarde―, a la izquierda latinoamericana le va a tocar aprender la gran lección: hasta acá nos llevó confundirnos con discursos progresistas y populistas. Y, también, que de las lecciones no aprendidas la derecha hace un festín.
*Fotografía: Carlos Jasso/Reuters
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Equipo Editorial LRC