Una expresión bastante popular en el español de Perú es utilizar la palabra «caballero» como sinónimo de resignación o aceptación de una circunstancia desfavorable, constituyendo una especie de metáfora de la «actitud que tendría un caballero» ante este tipo de situaciones. A saber: “Ellos jugaron mejor. Caballero, nos ganaron bien”; “A esta hora ya no pasan buses, hay que tomar taxi, caballero nomás”.
Sin embargo, y esta es una vergonzosa confesión que en aras de la absoluta honestidad prefiero referir al inicio de esta nota, existen situaciones de resignación en las que uno se siente cualquier cosa menos un caballero. Como el dilema en el que me encontré a mediados de 2006, durante la segunda vuelta electoral de aquel año, en la que, ante la posibilidad de que asumiese la presidencia del Perú un ex−militar de perfil autoritario y antidemocrático (léase: Ollanta Humala, quien pocos años después demostró ser bastante menos que inofensivo), opté por lo que en ese momento erróneamente consideré el mal menor: Sintiendo arcadas, le di mi voto a Alan García. “Caballero”, pensé de todas formas…
Ya sea por mi escasa afición a eso que llaman caballerosidad, o quizás por simple rechazo a esa fácil resignación o falta de rebeldía atribuible a muchos peruanos, lo cierto es que esta expresión nunca ha sido de mis preferidas. No obstante, la tengo grabada desde muy pequeño, pues para los que vivimos nuestra infancia en el Perú de la segunda mitad de los años 80, la resignación era moneda corriente a nuestro alrededor. No hacía falta ser mayor para percibir esa realidad que los adultos nombraban con palabras que nos sonaban raras… Hiperinflación: Comprar diez panes en la mañana y por la tarde con el mismo dinero sólo poder comprar cinco. Desabastecimiento: Hacer inmensas colas para intentar conseguir azúcar o un tarro de leche y al final tener que tomar la aborrecible leche en polvo Enci. Ineficiencia: Observar a los buses Ikarus pasar repletos y con gente colgada de las puertas mientras tus padres comentaban que otra vez se habían paralizado las obras del futuro tren eléctrico. Y luego estaban los asuntos que veíamos en las noticias pero que, como chiquillos de clase media limeña, nos resultaban ajenos y no podíamos todavía entender en su real magnitud: corrupción, dólares MUC, violencia política, terrorismo, coches−bomba, Sendero Luminoso, MRTA, comando Rodrigo Franco, Accomarca, Cayara, El Frontón y Lurigancho. Muerte, por todos lados y desde todos lados. Un país al borde del colapso.
Líder del APRA, heredero de Víctor Raúl Haya De La Torre, orador rimbombante, ególatra monumental, y joven presidente de aquel Perú fallido de los ‘80: fue así como yo conocí a Alan Gabriel Ludwig García Pérez, a quien ya desde entonces la gente apodaba “Caballo Loco”. Cual Nerón y su arpa, mientras él entonaba “Sigo siendo el rey”, el Perú entero se incendiaba.
Su salida del poder, a mediados de 1990, y que tendría que haber sido celebrada, resultó no estar exenta de contrariedades y polémicas: Entre la muy sospechosa fuga del terrorista Víctor Polay (amigo de juventud de García) y el total apoyo de su partido a la candidatura presidencial de un desconocido llamado Alberto Fujimori con el único objetivo de evitar el triunfo de Mario Vargas Llosa (el APRA inclusive difundió un apocalíptico comercial de TV que intercalaba imágenes de The Wall de Pink Floyd con el fin de demonizar el plan de gobierno del premiado escritor), el líder aprista parecía querer jodernos hasta el último de sus días en Palacio de Gobierno. Y vaya que nos jodió: Fujimori ganó esa elección. Pero ésa es otra historia…
A continuación, vinieron los meses de los cuestionamientos hacia su gobierno, de las investigaciones sobre manejos ilícitos, de las acusaciones de corrupción, y de, por supuesto, la repetida réplica de García: “El que no la debe, no la teme”. Una supuesta persecución por parte del gobierno de Fujimori, que acababa de dar un autogolpe de Estado, concluyó con su asilo en la Embajada de Colombia. La primera evasión había sido exitosa. Seguidamente le tocaron los años de exilio, primero en Bogotá y luego en París. Fueron casi nueve años que solamente finalizaron cuando a inicios de 2001, y a pocos meses de derrumbarse el régimen fujimorista, prescribieron los delitos de los que había sido acusado. La segunda evasión había sido aún más exitosa.
El esperado retorno a Perú por fin era posible. Se avecinaban nuevas elecciones, y los giros del destino le habían dado la oportunidad perfecta para, además, volver en olor a multitud: El fugado era ahora Fujimori, y García en sus inflamados mítines pretendía pintarse como uno de los primeros en habérsele enfrentado y en haber sido víctima de la persecución de su siniestro aparato de poder. La estrella del APRA empezaba a subir en las encuestas y pocos parecían recordar que fue precisamente García quien inventó a Fujimori. Afortunadamente, la débil memoria colectiva de los peruanos sí recordó la catástrofe de su gobierno: El trauma de los ‘80 disuadió a las mayorías y, tras una reñida segunda vuelta electoral, el voto popular determinó que no habría un segundo gobierno aprista… Todavía…
Pasaron cinco años y el líder del APRA, que por aquel entonces parecía estar experimentando una muy visible competencia de crecimiento entre su corpulencia y su ego, tendría otra oportunidad. Las ingenuidades y torpezas de la candidata que encabezaba las encuestas propiciaron que García repitiese su pase a la segunda vuelta. Fue en dicha instancia que se suscitó la situación que describí al inicio de esta nota y que, repito, todavía no deja de avergonzarme. Era el año 2006, y para perplejidad e incredulidad de cualquiera que hubiese vivido y padecido el Perú de los ‘80, Caballo Loco estaba de vuelta en Palacio de Gobierno.
No son pocos, y no sólo apristas, los que consideran que este segundo gobierno representó una suerte de vindicación por parte de García. Desde el inicio de este nuevo mandato, y tras haber blandido por décadas la bandera socialdemócrata y antiimperialista, él y ―por arrastre― su partido se proclamaron defensores del neoliberalismo económico, se aliaron con los grandes poderes económicos y, para completar el cuadro, se acercaron más que nunca a las jerarquías más conservadoras de la iglesia católica. El APRA perdía la R de Revolución y Haya De La Torre seguramente se retorcía en su cripta. Mientras tanto, las cifras cerraban en azul, Perú lideraba el crecimiento económico de la región, y García no sólo se daba el lujo de inaugurar obras tan ostentosas (e innecesarias) como la remodelación del Estadio Nacional, sino que inclusive logró al fin poner en marcha su tren eléctrico, obra emblemática que había quedado inconclusa en su primer gobierno y cuyas columnas inservibles habían representado por dos décadas un mudo pero a la vez elocuente testimonio de la ineficiencia y corruptela ochentera.
Sin embargo, no había que escarbar mucho para percibir la podredumbre. Por ejemplo, bastaba alejarse de la capital unos 200 kilómetros en dirección sur: Hacia mediados de 2010 me tocó ver con mis propios ojos como en la ciudad de Pisco, tres años después del terremoto que la asoló, todavía reinaba la destrucción y la devastación. A este indignante caso de inacción y desidia habría que sumarle los constantes escándalos de corrupción entre mandos medios cercanos al presidente, los numerosos indultos y rebajas de penas a consabidos narcotraficantes, los incontables conflictos sociales consecuencia de la descontrolada actividad minera y el manifiesto desprecio de García hacia las comunidades indígenas ante tales situaciones, la masacre producida en Bagua, y un largo etcétera que no hacían sino evidenciar que este segundo gobierno aprista distó muchísimo de considerarse como un lustro positivo para el Perú.
Los siguientes cinco años pasaron sin mayores zozobras. García parecía salir bien parado de cualquier investigación, acusación o megacomisión que le pusieran delante, así que a nadie sorprendió su nueva postulación a la presidencia en 2016. Pero si todas estas denuncias e imputaciones no habían llegado a ponerlo ―todavía― en serios aprietos con la justicia, sí habían logrado mermar su popularidad. Las encuestas le eran desfavorables y Alan García, el otrora candidato infalible, se mostraba por primera vez errático en campaña; los tiempos habían cambiado, y para amplificar su descalabro, las redes sociales se apresuraban en viralizarlo todo. Al final, con apenas 5% de los votos, el revés de García fue total y estruendoso. Su estrella, la del APRA, empezaba a apagarse.
Los tiempos cambiaron, sí. Por primera vez en mucho tiempo el sistema judicial peruano mostraba síntomas de haberse independizado del poder político y uno a uno, consecuencia de los destapes de sobornos por parte de la empresa brasilera Odebrecht, empezaban a caer los peces gordos: Ollanta Humala, Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski, todos veían cómo se les estrechaba el cerco de la justicia. García, aún sin sentirse acorralado, respondía a similares cuestionamientos con su habitual arrogancia: “Demuéstrenlo, pues, imbéciles”. Pero las pruebas seguían apareciendo, los testigos iban hablando y el margen de maniobra se le iba acabando. El desesperado intento de repetir la jugada de los ‘90 asilándose esta vez en la Embajada de Uruguay, no solo terminó en fiasco, sino que lo delató de cuerpo entero: Por primera vez, el escapista profesional estaba cercado.
Sobre su decisión final, que todavía está en boca de todos, prefiero no comentar demasiado. Sus erráticas acciones de los últimos meses y su carta de despedida hablan por sí solas. Y si quedara algo por comentar, sería la continuación de las investigaciones que de seguro confirmarán todas las sospechas de corrupción que sus partidarios todavía intentan negar ―por lo pronto, se supo que el director de Odebrecht había dado un apodo muy delator al intermediario de García: “Chalán”, nombre de los jinetes de caballos de paso del norte peruano. Simplemente, el plomo del revólver que utilizó no significó más que la última y definitiva evasión de Alan García.
Y aunque su colosal egolatría lo haya convencido de que ocupará un lugar importante y digno en la historia del Perú, lo más probable es que el recuerdo predominante sea el del embustero, ladrón, mitómano, desequilibrado, evasor de la justicia y mal perdedor, que, a diferencia de sus pares, ni siquiera aceptó hidalgamente y como un caballero su derrota. Como animal político y experto en el ajedrez de su oficio, quiso ser el rey, pero nunca pasó de ser un caballo acostumbrado a escapar saltando por encima de todas las piezas que le salían al frente. Al final se encontró acorralado por los peones (jueces y fiscales) que tanto despreciaba. Caballero nomás, Caballo Loco.
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