“Me irritan un poco las sabidurías que prometen enseñar a morir y las filosofías que dicen cómo pensar en ello. Me deja indiferente todo lo que se supone que nos «prepara» para la muerte. Hay que prepararla, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los ingredientes, imaginar, elegir, recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin espectador que existe únicamente para mí, y sólo el tiempo que dure el más breve segundo de la vida. Los que sobreviven, lo sé bien, no ven en el suicidio más que huellas miserables de soledad, de infelicidad y de llamadas sin respuesta. No pueden plantearse el «por qué». Ésta debería ser la única pregunta que no hay que plantearse a propósito del suicidio”.
Michel Foucault, Un placer tan sencillo.
Aunque los estudios sobre el fenómeno social del suicidio son extensos y variados, y preferentemente podemos localizarlos en los albores de la sociología clásica, debiésemos considerar cómo su enorme carga simbólica lo transforma en una acción henchida de politicidad.
Ello implicaría ubicarlo en un dominio de análisis que rebase la relación entre las estadísticas sobre el suicidio (que han aumentado considerablemente en Chile en los últimos años) y la política de salud mental. Es decir, comprenderlo ya no como un fenómeno de población que debe ser regulado, sino como una línea de fuga ―en los términos de Deleuze― que tensiona los contornos del dispositivo y nos permite acceder a una reflexión crítica sobre el presente, porque se muestra indómito ante las gestiones del biopoder.
Aunque es evidente que algunas de las causas del suicidio son la creciente precarización en las condiciones de vida, así como la sensación de inseguridad e insatisfacción que le son inherentes, se trata de un acto que desplaza y desdibuja al individuo que lo protagoniza. Y esto, porque habría una nueva práctica del suicidio que altera el normal funcionamiento de las ciudades y que atenta contra el simbolismo de monumentos y edificios, transformándose así en un acontecimiento de gran impacto público.
Desde luego, no es azaroso que lugares tan significativos para el imaginario cultural de la sociedad chilena como el Costanera Center, símbolo de la consolidación de la sociedad de consumo; el Metro de Santiago, ícono tecnológico de nuestra modernización y manifestación cotidiana de la violencia estructural; y ahora el Morro de Arica, emblema de la Guerra del Pacífico, sean escenarios para el acto suicida. Aspectos todos de gran pregnancia en la conformación de la identidad nacional, son ahora resignificados por el suicidio que los ensombrece (o quizá ilumina) con su tonalidad grisácea.
¿Qué podría ser más degradante para las idílicas glorias del Ejército que uno de sus hombres decida saltar desde la cumbre del Morro de Arica, allí donde una vez otros cientos y hasta miles fueron dejados a merced de la muerte en nombre de la Patria? Esos decesos que curiosamente son motivo de orgullo. De alguna forma, los últimos suicidios evidencian una enorme capacidad de influencia política, allí donde la estructura es fisurada por el agente que, mientras lo hace, deja de existir. Reglamentos, jerarquías, sometimientos y constricciones son desafiados por la sublevación suicida que decide atentar contra el régimen policiaco de distribución de las cosas, como aquel soldado que en las dependencias de un regimiento, rompe la guardia y tras atentar contra sus celadores, decide quitarse la vida. Deserta pero abrazado a la muerte.
El suicida nos dice algo pero no de sí mismo. Antes una voz silenciada, una sombra ligeramente perceptible entre las millones de sombras que se interceptan, chocan e imbrican en el rutinario flujo citadino, es ahora un estruendo conmovedor que devela lo que somos, lo que hemos llegado a ser. Los conceptos hegemónicos son resquebrajados por el suicidio y entonces, el Costanera Center, el Metro y el Morro de Arica, ya no volverán a ser lo mismo después de que un cuerpo apesadumbrado pereciera a sus pies tras saltar al vacío.
Si consideramos que la pregunta que define el ethos de la filosofía es si acaso vale la pena vivir, el aumento en las tasas de suicidio concede una respuesta complementaria bajo la forma de una interrogante aún más incisiva: ¿vale la pena vivir de esta forma? Ello nos invita a reflexionar sobre el suicidio no desde los procedimientos de normalización inscritos en la mediación psiquiátrica, sino a través de la imaginación respecto al futuro, a lo que no somos y podemos llegar a ser.
Porque lo que ha sido objeto de cuestionamiento para el suicida no es la vida en sí misma, sino esos modos finitos que son susceptibles de ser transformados. Si bien los tipos de suicidios ―siguiendo tangencialmente los planteamientos de Durkheim al respecto― se ajustan a la estructura social, conceptualizar aquellos que aquí exponemos como «egoístas» y «anómicos» (según dos de las tipologías propuestas por el autor) no parece adecuado, sino que más bien se trataría del que llamaremos como «suicidio antinómico», resultado del exceso de regulaciones sobre la vida. Tendríamos que referirnos a un suicidio biopolítico. Habría, en efecto, una resistencia que se vuelve clausura totalizante ante la imposibilidad de ser en común, de pensar juntos otro mañana.
La muerte una vez más se resiste a ser tabú y deviene esclarecedora. Los ataques terroristas y las matanzas ―así como las guerras, pero en general todas las catástrofes que dañan a los vivientes― son experiencias que nutren la crítica sobre nuestras conjeturas y convicciones más enraizadas, nuestros modos de relacionarnos y las categorías con que pensamos esos vínculos.
El suicidio también.
El suicidio se torna sublime y, así como la vida para el último Foucault, ¿puede ser considerado una obra de arte?
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