<A mis primas Galán, estas letras que se empañan en la humedad de su mirada. Con el corazón>.
Pedro Lemebel. Stgo. 2004
Conocí a Pedro Lemebel el año 2004 en Santiago de Chile. Fue en el II Seminario Internacional Sexualidades y Sociedades Contemporáneas 2004: Ciudad y Política. ¡Qué nombre! Un encuentro de artistas, feministas, locas y maricas del margen; todo un despiste para sus organizadoras, el Departamento de Progénero de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. La invitación no llegaba porque sí, sino que fue más bien un camino cargado de historias y complicidades entre Susanna Rance, nombre legal de mi querida hermana K–os Galán, la incitadora Virginia Ayllón, y la inspiradora Diamela Eltit (Chile, Premio Nacional de Literatura, 2018).
Curiosamente, Diamela inició su texto enfatizando en la necesidad de que Bolivia tenga una salida al mar. Reconoció allí (año 2004) que el malestar boliviano contra Chile era legítimo y requería de una solución que sólo podía ser marítima, no obstante, se retardaba y retardaba. Su reflexión giró luego hacia una diversa noción de límites, esta vez culturales, y habló del aporte de la Familia Galán. Entonces, fue Diamela la responsable de que el mundo cultural en Santiago de Chile supiera de nuestra existencia. Seguramente así llegamos a oídos de Pedro Lemebel.
Lo que más ansiaba yo en Santiago era conocer a Lemebel. Diamela ya nos lo había retratado con las Crónicas de Las Yeguas del Apocalipsis, nombre con el que Pedro y Francisco Casas habían denominado a su colectivo artístico. Yo conocía todas aquellas atrevidas intervenciones de Las Yeguas y una de las imágenes que me llenó de valor y deseo fue su irrupción en la Universidad de Chile (1988), desnudas, montadas en una yegua, con la consigna de refundar aquella universidad. La acción pretendía visibilizar los cuerpos homosexuales en resistencia y criticar a la dictadura y al sistema patriarcal que reflejaba la universidad como institución-ancla de los valores conservadores del sistema. Esa potencia discursiva me conmovía. Y en pocas horas tendría la posibilidad de ver a Pedro frente a mí.
Aquel día Pedro Lemebel se hizo esperar. Yo, vestida de unicornio en blanco y negro, y mi querida hermana K–os tritética (vestía una polera con tres tetas), nos paseamos por la universidad antes de ingresar a nuestro panel (7 de abril 2004). A las 16:30 iniciamos el diálogo “La Familia Galán de Bolivia: una entrevista con Diamela Eltit”. Yo buscaba a Pedro entre el público y no estaba. Mis ojitos pintados de marica pobre se llenaron de tristeza al no encontrar a mi diva star, a esa madre aguerrida que hizo de las locas un arma política.
Tuve que esperar al segundo día para conocerlo. A las 12:30 comenzaba la tertulia “Incitaciones de la Sexualidad: El uno por uno”, donde participaban Pedro Lemebel, Nelly Richards y Héctor Hernández (bautizada luego como Descaro Galán). La heroína de mis lecturas entró en la sala toda vestida de negro. La gente ovacionándola y ella sabiéndose amada. Me metí entre la gente y me apresuré a presentarme. Me dijo: “Niña, yo sabía que estabas acá”, y remató: “Tengo un regalito para ti, niña, que podrás llevártelo hasta mi querida Bolivia”. Emocionada, me senté a escucharlo.
Entre sarcasmos y risas, Pedro se llevó al mundo por delante. Leyó La noche Quiltra, discursos corales sobre la erótica de la sexualidad y algunas amorosas perversiones sexuales que se publicitan en zonas marginales y demoníacas de la noche. Luego, Levántate, Pier Angeli, por demás sensible y develadora, parte de la historia coliza (jerga para denominar al marica) conectada con la historia de Violeta Parra. Hasta que finalmente dijo: “Tengo estos dos textos que voy a dedicarles a mis primas Galán”.
El primero está en su libro “Crónicas de Sidario: Los mil nombres de María Camaleón” (dijo que las Galán teníamos un conjunto de nombres que parecían sacados de un afiebrado santoral digital). Emocionada, grité y aplaudí como si estuviera en un concierto de rock. El segundo fue <Carta a un niño boliviano que nunca vio la mar>. Mis ojos se humedecieron. Pedro estaba leyendo parte de mi infancia; me hizo retornar a mi pasado olvidado. Chile me vio nacer, pero mi madre nunca quiso que fuera chileno; tenía miedo a perderme ya que esos años ni bolivianas ni peruanas podían inscribir a sus hijos porque decían se los quitarían los milicos fascistas de los que tanto hablaba Pedro.
Terminado el evento, Pedro se acercó: “Niña, esta noche las espero en casa para recorrer los rincones innombrables de Santiago”, dijo. Ahora entiendo por qué el olor a mar y el sabor de los mariscos me conmueven hasta las lágrimas.
Un mar de sueños
Esa noche fue mágica. Fuimos a buscarlo por un callejón en la calle Dardignac, en Recoleta. Ese primer encuentro estuvo cargado de amor, de locura razonada, complicidades, borracheras, atrevimientos corporales. Nos creíamos invencibles, pero Pedro nos ganó enteramente en bohemia, sencillez, profundidad de mar boliviano, pasiones urbanas y poesía en serio. Nos llevó al inconsciente y a la inconsciencia.
La Danna, quien era yo, se retiró con desmayos, producto de no sé qué mezclas delirantes, y la K–os se fue fumando sus últimos humos. Tengo recuerdos borrosos de una caminata cerca de una autopista en la que quería meterme en medio de los autos, producto de mis delirios placenteros. Entre risas de una fiesta en su mundo privado, entre lecturas que arrancaron lágrimas y amor al poeta, retornamos a La Paz con la promesa de que el siguiente 23 de marzo saldríamos por las calles paceñas vestidas de mar azul, a intervenir, relatando la <Carta a un niño boliviano que nunca vio la mar>. Así lo hicimos y le enviamos fotografías de este taconeado caminar marino.
Mi último encuentro con Pedro fue en el Museo Nacional de Etnografía y Folklore, en marzo de 2012, cuando finalmente vino a Bolivia. El amor y la complicidad habían crecido, su amor por Bolivia era muy fuerte, pero su salud no le permitía llegar. Esa vez sí estuvo con su voz algo apagada, pero persistente, incisiva. En un abrazo fraterno, envueltos por una mantilla irreverente, nos juramos amor eterno.
Fragmento del texto Carta a un niño boliviano que nunca vio la mar 1
(…) “Aún así, pequeño niño boliviano, te puedo contar cómo conocí la gigante mar, y daría todo para que esta experiencia no te fuera ajena. Incluso, te regalo el metro marino que quizás me pertenece de esta larga culebra oceánica. Tanta costa para que unos pocos y ociosos ricos se abaniquen con la propiedad de las aguas. Por eso, al escuchar el verso neopatriótico de algunos chilenos me da vergüenza, sobre todo cuando hablan del mar ganado por las armas. Sobre todo al oír la soberbia presidencial descalificando el sueño playero de un niño. Pero los presidentes pasan como las olas, y el dios de las aguas seguirá esperando en su eternidad tu mirada de llokalla triste para iluminarla un día con su relámpago azul”.
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