Violencia es probablemente la palabra más pronunciada -y manipulada- este último mes en Chile. La violencia, pensada como problema filosófico, ha tomado un número -no menor- de formas en el pensamiento occidental, especialmente desde la esfera de la filosofía crítica. El carácter paradójico y ambivalente de la violencia es lo que nos impide lograr sostener un discurso único y sólido, o establecer directrices para una solución a esta problemática. A 34 días del inédito y aclamado “estallido social”, desde que la indignación se transformó en rabia y el malestar se materializó rápidamente en fuerza de lucha que arremetía contra el orden establecido. La re-configuración de una comunidad que parecía olvidada, comienza a imponerse al individualismo contemporáneo que ya mostraba una crisis profunda de todo tejido social y una ilusión de emancipación sometida al único orden del capital. Desde este escenario surgen una pluralidad de lugares desde donde se denuncia la violencia, pero ¿desde qué punto, desde qué mirada, puede ser legítima tal condena? Ahora bien, es necesario tomar cada fragmento, en sus diferentes matices de experiencias, pues son constitutivos de la totalidad de la realidad.
Pensando en las últimas semanas de protestas que hemos vivido en Chile, este lugar controversial de la violencia se ha hecho evidente desde el primer día. Lo que estamos viviendo es gigantesco. Si bien en un principio – y aún fuertemente en algunos sectores- se vivió en la mayoría de la población con entusiasmo, en otros casos este sentimiento se vio invadido por miedo y angustia, debido a la fuerte represión policial que día a día tiene por único objetivo ejercer una violencia de carácter vacío. Es decir, con el único objetivo de reclamar una obediencia y una restitución del “orden” que no encuentra otra forma de expresarse que no sea a través de una imposición violenta por medio de las armas y el abuso de poder ejercido en contra de una ciudadanía que se ha mantenido en las calles, bajo una demanda común que reclama mejor calidad de vida. Pero, precisamente será este “orden” anterior donde se gestaron inevitables contradicciones que generaron un exceso y desborde de lo que está en la base de lo social-político. Tal desbordamiento se encarnó en rabia, una manifestación violenta de un malestar que en su núcleo contiene años de exposición y sometimiento a un status de violencia sistemática, que no se ve necesariamente, pero que se siente. Tal diferencia se ha vuelto evidente en este espiral de la violencia, donde la mayoría de las personas -afortunadamente- dan cuenta y son capaces de portar un discurso que identifica y denuncia diferentes formas en que la violencia se hace presente desde distintos niveles, por ejemplo, cuando el gobierno y la oposición criminalizan las protestas y la destrucción de la propiedad privada, antes que el asesinato y violaciones de derechos humanos a manos del Estado. Así, la antigua trampa sobre la violencia legítima e ilegítima entra en juego. Digo trampa, porque después de un mes de ver cómo el gobierno incurre en violaciones a DDHH a manos de la policía que ejerce sufrimiento, tortura, mutilación y muerte en contra de la ciudadanía, tal concepción de la violencia se vuelve absurda e inviable. En su pretensión de universalidad la ley se enviste de poder. Su calidad de principio unificador y abstracto, le permite ejercerse de manera violenta. En su período de juventud, Hegel examina el concepto de positividad de la ley, según el cual la ley como universal vacío, supone una lógica sacrificial que reduce la vida a su expresión mínima y la naturaleza es desprendida de todo contenido, de esta manera los individuos, a los cuales somete, son sacrificados en nombre de su propia sobrevivencia. En este sentido, la ley niega la vida para implementarse, pues el ejercicio de ley es un ejercicio de la fuerza, la cual se vincula violentamente a la vida. Esto puede demostrarse en su impotencia para reclamar obediencia, que sólo se ejecuta a través de una imposición violenta en base a su autoridad para forzar a su cumplimiento. En este sentido, existiría un ciclo de la violencia que la ley impone de manera inevitable y que acaba con toda posibilidad de comunidad política y toda singularidad.
Más aún, la vida como tal sufre un extrañamiento de sí misma, y la incapacidad de reconciliación con una ley abstracta y vacía produce una contradicción que no admite otra forma que el sacrificio para su conservación llevado a cabo por un agente externo que determina al individuo, debido al mandamiento de ejecución por imposición y terror. Pero este no es un orden que pueda mantenerse indefinidamente, su soporte y contradicciones se han hecho evidentes, y al igual que el esclavo que despierta de un estado de letargo, la ciudadanía se levanta ante la terrible realidad de que al final del día “no hay nada que perder”. La autoridad como tal, no puede constituirse por mera imposición, previamente existe un momento en que los individuos confieren tal calidad a un sujeto y, en la eventualidad en que tales razones no están presentes, tal reconocimiento puede ser retirado, lo que trae consigo el colapso de su legitimidad. Legitimidad que ha perdido el gobierno y todos sus actores, las instituciones policiales, los medios oficiales de comunicación y, en general, cualquier tipo de autoridad actual del país.
Así, lo que se debe señalar, al traer a discusión los límites de la perspectiva jurídica, son las contradicciones que subyacen a la fundación y el modo de operar de la ley, su carácter impositivo, externo y por ende violento. Siguiendo la crítica de un joven Hegel, se debe buscar la posibilidad de una nueva relación entre ley y comunidad, una que se realiza dentro y fuera de la legalidad, en vistas de la recuperación de cierta eticidad, que es parte constitutiva de la vida en comunidad. En este sentido, el tránsito desde la positividad de la ley, que escinde la vida entre el ser y el deber ser en una sumisión ciega y estéril a las normas, debería encaminarse a la superación del mecanismo de implementación y conservación, pues “cualquier doctrina, cualquier mandamiento pueden convertirse en positivos con sólo ser proclamados violentamente, reprimiendo la libertad”. Ahora bien, en nuestra época el problema de la violencia se puede ver desde una multiplicidad de lugares, la violencia de la ley, no es de naturaleza únicamente jurídica, sino un complejo entramado de corrientes de violencias muy distintas, lo que imposibilita fundar y conservar ley alguna sin que, a su vez, tal fundación y conservación se vuelvan transgresión y usurpación. Es por esto que es urgente crear otra forma de relaciones en el ámbito “ley y comunidad”, una re-configuración desde donde no se administren más relaciones de exterioridad, de dominación y castigo, para no reproducir más este ciclo instaurado por la violencia de la ley. En este sentido la “nueva comunidad” ha logrado identificar rápidamente qué es lo que da soporte y condena a una vida de miseria, de injusticia y explotación: la Constitución gestada en la dictadura de Pinochet. Bajo una organización casi impecable, la ciudadanía ya lo sabe y ha demostrado tener más inteligencia de lo que espera el gobierno, al proponer como primera y única salida la Asamblea Constituyente. Después de mucho tiempo se está comenzando a pensar y actuar en conjunto, pues las representaciones que configuraban nuestra “normalidad” ya no sirven más. Las personas ya están dialogando, reuniéndose, aprendiendo y expresando en el espacio público lo que quieren como comunidad social-política. Los individuos dejaron de ser actores pasivos para convertirse y re-encontrarse como “pueblo” y demostrar su potencialidad día a día en la calle, una experiencia colectiva que permite aflorar un nuevo sentido de vida -a pesar del cansancio y a pesar de la violencia del Estado- que descaradamente intenta criminalizar las protestas, la ciudadanía se mantiene, porque la herida es mucho más profunda, porque nunca se trató sólo de 30 pesos.
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