*En co-autoría con Paulo Contreras
En 1963, en el teatro nacional chileno ubicado en Antonio Varas, fue estrenada la obra Los invasores, escrita por Egon Wolff y dirigida por Víctor Jara, por esos tiempos también profesor de teatro de la Universidad de Chile. La historia arranca cuando un grupo de vagabundos irrumpe en la propiedad privada de una acaudalada familia burguesa, quebrantando la rígida y jerárquica frontera urbana. Representados como vagabundos, durante la obra los marginales impugnan, implementan y auto representan su propia justicia contra la autoridad del patriarca familiar y sus prerrogativas, develando como cualquier cambio social a favor de los más pobres, implica, inauguralmente, una pérdida de privilegios y un desorden de las posiciones de mando. Sobre esto último, es interesante Los invasores porque avanza en esa incómoda inversión del mando y la obediencia que casi nunca se aborda dentro de la política tradicional y sus rituales, y también, nos ayuda a comprender geográficamente cómo esa violenta distribución de privilegios se basa en una selectiva reproducción de condiciones urbanas, lugares y paisajes que no solamente marcan la posición de cuerpos y grupos en la ciudad, sino más profundamente, estructuran sus acciones y formas de ser; delimitan sus posibilidades utópicas, en este caso, reinvertidos en una vivienda-mansión que es, contradictoriamente, testimonio de privilegios y lugar de politización de la marginalidad.
La obra, naturalmente, fue un escándalo de proporciones. Mientras la derecha acusó a Wolff de incentivar a la violencia y el resentimiento de los pobres contra los grupos abc1, el PC criticó la imagen distorsionada de los marginados del dramaturgo, ajenos al movimiento obrerista y los procesos de apropiación popular (Sepúlveda, 2014). Hoy día, después de más de medio siglo de su estreno, la obra Los invasores emerge con una poderosa actualidad que merece el mayor de los resguardos ante las contradictorias posibilidades que enfrentan las energías movilizadas que han repletado las calles de política y de sujetos políticamente insurrectos. Por un lado, se actualiza la obra, porque se activa nuevamente el imaginario de la amenaza de perder privilegios, al ver que ciertos grupos organizados y de pobres comienzan a politizar y recuperar ciertas posiciones en el estadio urbano y político de las ciudades, antes, inauditas y cerradas. Y por otro, es vigente porque es nuevamente la violencia estructural de los privilegios la que se somete al interrogatorio político social, siendo el neoliberalismo la principal fuente de malestar y contradicción, que oblicuamente, también proyecta una frontera estratégica de grupos sociales y representaciones políticas urbanamente divididas, que comienzan una desigual batalla por la conducción del país.
Actualmente el escenario político del territorio nacional vive una compleja disputa por espacios de movilización, represión y negociación, que en realidad, son también luchas políticas con diferentes proyecciones de escala geográfica y organización. En efecto, mientras por un lado diez partidos tradicionales se articulan en una escala nacional donde se deciden los mecanismos de resolución para todo el país y las negociaciones pueden dirimirse en cuatro paredes en la capital de Santiago, por otro centenas de grupos y organizaciones sociales de diferente condición orgánica y alcance geográfico, a lo largo del país, articulan otros invisibles acuerdos y tareas, despleglándose, por lo general, en redes virtuales, vecinales, comunales, urbanas y regionales, sin tener necesariamente un mecanismo único y nacional de resolución, aunque sí un claro centro gravitacional de poder: la Plaza de la Dignidad (ex Plaza Italia). Se trata de una desigualdad organizativa tanto de escala geográfica como de jerarquía, pues, al tiempo que los partidos funcionan con mecanismos de poder institucionalizados y articulan una visión global de la situación del país, paralelamente, el movimiento social resiste espacialmente fragmentado, articulándose en el cotidiano para mantener activa la protesta, ya sea por redes virtuales-comunales-regionales o la ocupación directa del espacio urbano-comunal, pero sin direccionar una escala nacional o una red regional politizada de las experiencias conquistadas y organizadas.
Frente a esa desigualdad de perspectivas y el llamado “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” en este texto nos interesa reflexionar el papel de la escala geográfica comunal-vecinal y los espacios locales de politización, pero buscando no perder de vista la dimensión nacional como una forma vibrante y diversificada de lo territorial. Una forma de construir escenarios heterogéneos, repertorios y estrategias de los caminos recorridos, tal vez, en otro estadio de la movilización vivida hasta hoy. ¿Cómo defender el proceso constituyente desde un enfoque territorial? ¿Cómo superar las formas autoritarias y centralistas de la política y potenciar un poder local como una intermediación territorializada y más democrática del actual proceso de movilización y proceso constituyente? De entrada, conviene advertir que independiente de las credenciales ideológicas, todas las tradiciones partidarias chilenas han sido estrictamente centralistas. Desde los republicanos partidos liberales, conservadores y nacionalistas, hasta las expresiones más vanguardistas y progresistas como el Partido Comunista y el Partido Socialista, se han caracterizado por mantener cúpulas hipercentralizadas y elitistas que operan desde Santiago y adolecen de mecanismos internos de democratización para la resolución de conflictos. Esta forma centralizada y autoritaria de poder, eficazmente, se ha distribuido y consolidado al interior de todo el aparato administrativo del Estado chileno, llegando inclusive a moldear las formas políticas de la sociedad civil y el mundo empresarial. Por ello, no es casual ni inédita la forma verticalizada y conservadora del último “Acuerdo por la Paz”, resultado del ensamblaje de tradiciones políticas históricamente desconectadas del mundo social y popular. Se trata, más bien, de un mecanismo altamente rentable de la hegemonía política centralista y conservadora, donde se reafirma la autoridad capitalista del Estado, en cada uno de sus puntos, al igual que en todas las constituciones triunfantes.
En efecto, en Historia del Municipio Gabriel Salazar destaca que los procesos constituyentes bien podrían ser definidos como “un crimen continuado y reincidente contra el más fundamental de los derechos humanos: la soberanía inherente de la vida en comunidad” (Salazar, 2019, p.18). Desde 1833 en adelante, sistemáticamente, todas las constituciones han venido fraguando un desmantelamiento de las expresiones político-territoriales del bajo pueblo, entiéndase estas como supresión de cabildos y, luego, de asambleas provinciales y municipios. En otras palabras, desde la llamada Gran Convención Constituyente de 1833 -valga la paradoja actual- ninguna de las formas locales más autónomas, volvieron a aparecer de forma íntegra en la arquitectura política del Estado. De ahí la importancia acerca de los elementos político-territoriales que están en juego en el actual proceso constituyente y las posibilidades de proyectar una geografía del poder anidada en una soberanía localmente colectiva y más deliberativa.
Ahora bien, el punto de inflexión que queremos reforzar a partir de nuestra reflexión territorial es el siguiente: para cambiar la estructura capitalista y centralizada del país es urgente, entre otras determinaciones, invertir y cuestionar los fundamentos jerárquicos de la división política territorial del Estado, es decir, desnaturalizar y re-democratizar el contenido geográfico autoritario del Estado Unitario, transofrmando sus formas de deliberación y gestión centralizada1. Una cuestión que jamás ha sido discutida profundamente desde las izquierdas y que hoy se manifiesta en mútiples defícit democráticos que invisivilizan la agenda de actores populares y minimiza otras experiencias locales de gestión colectiva, mancomunal, diferenciada. Antes de abrir esos debates constituyentes, por tanto, se hace prioritario proyectar líneas, ejercicios y estrategias de organización social para invertir el desigual cuadro de escalas de poder geográfico. Sin una proyección territorial superior a esa red local, sin un mecanismo o varios mecanismos capaces de articular la red organizacional inter-barrial o comunal, es díficil que los cientos de cabildos y asambleas territoriales puedan abrir una defensa política del proceso constituyente y no sean absorvidos ni intervenidos por los partidos del orden.
La proliferación espontánea y creativa de dichas instancias debe ser un insumo para potenciar el trabajo político desplegado en los territorios articulados concretamente, pero no un límite. ¿Cómo se puede consolidar una escala geográfica nacional del proceso constituyente desde las demandas y expresiones locales genuinamente organizadas? Si bien este último punto daría para otra discusión más centrada en lo jurídico-territorial de un “otro territorio a conquistar”, en el siguiente texto particularmente nos interesa problematizar el proceso constituyente desde lo comunal-vecinal para articular estrategias y ejercicios políticos de mayor alcance geográfico.
Organizamos así una sucinta genealogía de la reorientación política de los municipios en las últimas décadas, justamente, para desentrañar sus formas autoritarias y (des)movilizadoras, entrelazando perspectivas de politización y organización que nos ayuden a pensar la actual coyuntura. Se divide el texto en cuatro secciones: 1) El momento comunal de la Unidad Popular; 2) El pacto comunal autoritario; 3) Transición y ruptura comunal vía farmacia popular; 4) Sobre el acuerdo y la vía comunal constituyente. Para quienes no cuentan con el tiempo a su favor y les interesa reflexionar más específicamente sobre la actual coyuntura constitucional, recomendamos saltar las secciones 1, 2 y 3, e ir directo al apartado 4 donde sintetizamos una pequeña propuesta comunal sobre la salida constituyente.
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El momento comunal de la Unidad Popular
Dentro del homogéneo paisaje autoritario y centralista de la gestión del Estado chileno, tal vez, existió un pequeño paréntesis en los últimos 50 años, en el sentido de dibujar experiencias y formas políticas futuras. En efecto, durante mediados de 1972 y sobre todo después del “tanquetazo” de julio 1973, las fuerzas políticas de la Unidad Popular (UP) proyectaron y dotaron mayor poder a los espacios locales y articulación de los niveles barriales y comunales. Fue a finales del gobierno de Salvador Allende, cuando el golpe era inmimente y el clima de sabotaje de la ultra derecha era pan de cada día. Transversalmente, la UP llamó a conformar y organizar comandos comunales, donde diferentes capas de trabajadores, pobladores, organizaciones locales, juveniles, escuelas, barriales, etc, se coordinaban territorialmente para defender el proyecto de la UP y resistir a la agresión permanente de los grupos golpistas. El historiador Sebastián Leiva señala que los comandos comunales de trabajadores originalmente fueron la respuesta al paro patronal de octubre de 1972.
No obstante, con el transcurso de la crisis y la agudización de la violencia, los comandos fueron adquiriendo una mayor importancia y se multiplicaron, llegando a ser un tipo de expresión de poder popular coexistente a los Cordones Industriales, que era, tal vez, la experiencia de poder popular más desarrollada del periodo (Leiva, 2004). Es importante destacar el carácter emergente de los comandos comunales, pues, no fue una iniciativa de vanguardia ni de programa. Estrictamente, se trató de una respuesta urgente y desesperada de la UP producto la gravedad de la situación política del país. No obstante, lo relevante de los comandos comunales es el carácter inédito de dicha política territorial en el sentido que entrelazaba diferentes sectores fragmentados en su territorialidad específica, organizados y desorganizados, lo cual, entre otras implicancias, ampliaba el poder de aquellos espacios menos politizados, buscando cohesionarse desde los territorios locales en medio de una guerra de comunicaciones y propaganda sin cuartel.
Según la revista Chile Hoy, publicada en 1972, el objetivo de los comandos comunales era “coordinar todas las acciones que se emprendan en la comuna para vigilar, prevenir el sabotaje, asegurar la distribución de alimentos y bienes esenciales, el transporte, el abastecimiento de materias primas, etc, y en este sentido toman decisiones, planifican el trabajo, distribuyen responsabilidades, etc, es decir, ejercen realmente una determinada cuota de poder llegando a ser verdaderos organismos de poder en el seno de las masas” (Leiva, 2004). Basado en los trabajos de Pastrana y Threlfall (1974), el sociólogo Alexis Cortés destaca que la novedad de los comandos radicaba en su capacidad de coordinar diferentes fracciones de la clase trabajadora “mediante la centralización de sus reivindicaciones sobre un organismo que asumiese la defensa del conjunto de sus intereses de clase; que aquello fuese sobre una base territorial, partiendo de límites reducidos, tales como los de la comuna o un sector de ella, a fin de que, mediante la combinación de esos dos elementos, se conseguiese ejercer un poder local, un poder de masas que levantaría paralelo al poder institucional y comenzaría imponer sus intereses sobre los de la burguesía, creando una dualidad de poderes, base de la destrucción del poder estatal burgués” (Cortés, 2018, p. 131, traducción propia).
En efecto, por primera vez se centralizaban intereses del campo popular en una lógica de unión de diferentes fracciones de la clase trabajadora, por lo general, dispersa territorialmente. Proliferaban así inéditas combinaciones, comunicaciones y asambleas entre sectores populares y medios que anteriormente se articulaban de manera separada o sectorializada. Al momento del golpe, según Leiva (2004), existían aproximadamente más de cien comandos comunales en todo Chile, con diversos grados de organización, escala y orgánica. Es un dato relevante porque, como decíamos más arriba, la UP nunca consideró esta estrategia política como una forma de potenciar el poder popular que se pretendía instalar, sino más bien la incorporó sólo cuando el golpe era inminente, adquiriendo una forma estrictamente defensiva.
Las restricciones y desconfianzas de los líderes de la UP recaían en el potencial poder dual que podrían expandir dichas instancias. Algunos dirigentes socialistas y comunistas proyectaban que los comandos comunales siguieran la estructura y jerarquía administrativa de las autoridades territoriales ligadas al gobierno, es decir, que alcaldes y concejales de la UP ejercieran la coordinación central de los comandos y así, el poder de la UP se operativizaría territorialmente articulado con el gobierno de Allende a nivel nacional, sin dualidades. La izquierda radical empujada desde el MIR, por su parte, proyectaba un sentido irruptivo y transgresor de los comandos comunales contra la política burguesa. “Los Comandos Comunales, Comités y Consejos -afirmaba el secretario del MIR, Nelson Gutierrez- (serían) los órganos embrionarios de un poder alternativo, que debe afirmar orgánica, ideológica, programática y políticamente la independencia de clase del proletariado en su lucha por el poder… Los comités, Comandos y Consejos deben ser organismos que coordinen a nivel comunal la actividad e iniciativa de los distintos sectores del pueblo, unifiquen sus fuerzas, centralicen su dirección y permitan desarrollar en mejor forma sus luchas inmediatas y la lucha por el poder” (Leiva, 2004). En 1972 Miguel Enriquez destacaba que: “Lo fundamental en los Consejos Comunales de Trabajadores… es que en ellos será posible incorporar a los amplios sectores urbanos, como los estudiantes, las mujeres, y sobre todo a los sectores postergados, a los pobres de la ciudad, como lo son los pobladores, lo sin casa, los cesantes: más que incorporar, se trata de unirlos bajo la conducción del proletariado industrial, y establecer bases sólidas para la alianza de clases que permitirá avanzar” (Leiva, 2004).
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El pacto comunal autoritario
Con sofisticados y crueles mecanismos de coerción y coesión, la dictadura militar y sus diecisiete años de persecución política y neoliberalismo pulverizó los tejidos sociales surgidos desde los comandos comunales y todas las incursiones de izquierda, transformando la vida pública comunal en un laboratorio de técnicas autoritarias y clientelares destinada a ampliar y mantener el nuevo modelo económico. En efecto, la ingeniería política del proceso comunal fue parte de un diseño territorial mayor que, entre otras cosas, implicó una nueva división política administrativa de las unidades subnacionales, con mayores niveles de coordinación y competencias. La puesta en juego de un nuevo Estado territorial en regiones jerarquizado militarmente y tecnificado por cuadros neoliberales-gremialistas, significó también el traspaso de importantes recursos y redes técnicas burocráticas a los territorios locales que, por sobre todo, y aquí su actualidad, permitió el reclutamiento de una nueva elite política que se enclaustrará y expandirá en los circuitos políticos institucionales del Estado, un grupo dirigente favorecido que tendrá la marca inexorable de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y algunas bases de Renovación Nacional (RN).
En efecto, el espacio político municipal se volverá el principal mecanismo de integración, despolitización y validación social del régimen. El proceso de ordenamiento territorial en comunas se ejecutó desde 1977, comenzando desde los extremos norte y sur, luego recortando el centro, hasta finalmente llegar a Santiago, donde se crearon 17 nuevas comunas en 1981. Mientras en el conjunto del territorio nacional los recortes comunales tendían a integrar una o dos comunas para ampliar y jerarquizar su administración, el recorte comunal de Santiago se trató de fragmentar, creando comunas más pequeñas y consolidando la segmentación clasista del territorio. Paulatinamete, a su vez, las municipalidades irán adquiriendo mayor peso político producto de dispositivos sociales neoliberales destinados al procesamiento de programas de empleo comunitario y el traspaso de servicios como la salud y la educación, lo cual reabrirá un importante núcleo de desigualdades y nuevos repertorios de movilización y conflicto, en asenso hasta la fecha. Debido a la reforma municipal de 1979 durante la década del ochenta: “los recursos municipales aumentaron en términos tales que los ingresos y gastos en el gran Santiago en 1987 eran tres veces más altos que a fines de los años setenta” (Huneeus, 2016, p. 359). La mayor cantidad de recursos recaudado hacia las comunas, sin embargo, no se tradujo en un mejoramiento de los servicios públicos municipales en términos geográficos generales, pero sí implicó un mayor poder político del municipio y el régimen, producto que se aceleró y sofisticó el margen de maniobra para los alcaldes designados y sus equipos técnicos (SECPLAC), ahora con más capacidad de acción, y con apoyos institucionales por redes nacionales (SECPRES) y regionales (SERPLAC) en caso de necesitar reforzar alguna política territorial.
Para la historiadora Verónica Valdivia la reforma municipal de 1979 fue el dispositivo que entrelazó integralmente la lógica neoliberal y la lógica conservadora, pues delegó una serie de servicios públicos a firmas privadas, en la escala comunal-nacional, reestructurando un Estado subsidiario de gestión local focalizado en la pobreza como única acción social significativa (Valdivia, 2012). Del mismo modo, Valdivia destaca que la división del poder territorial jerarquizado, en la práctica, reforzó el centralismo en el plano nacional, no obstante, facilitó una agenda regional y local de participación instrumentalmente funcionales con aquellas constelaciones ya comandadas y decididas a partir del poder central. A ese fenómeno extraño y propio del proceso chileno la autora lo denomina “democracia dictatorial”, pues el margen de la participación todo estaba siempre supeditado al programa del neoliberalismo y la colaboración civil pactada por el régimen, en un área geográfica inferior a la comuna. La municipalización, así, fue un elemento llave para la ampliación de la autoridad política del régimen y su expresión neoliberal, conjugando una representación autoritaria de escalas geográficas desiguales que resguardaba el poder del centro vía comunal: “La democracia dictatorial suponía una participación colaborativa, no confrontacional, y sólo consultiva, la que transcurría en la escala comunal. Los municipios eran únicamente ejecutores de las políticas diseñadas en el nivel nacional y puestas en vigor en la región. Por ello, las decisiones del nivel comunal parecían disociadas de lo nacional, aunque eran su materialización: la neoliberalización de los servicios sociales, privatizados o municipalizados. Los alcaldes parecían sus promotores, aunque sólo eran y son, sus ejecutores” (VALDIVIA, 2015, p. 187).
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Transición y ruptura comunal vía farmacia popular
Lejos de romper las lógicas de centralización y violencia estructural instaladas en dictadura, las desigualdades territoriales en democracia siguieron profundizándose a lo largo y ancho del mapa municipal. Así, mientras comunas como Las Condes y Vitacura cuentan con una ejecución presupuestaria anual que fluctúa entre los ochocientos mil y un millón doscientos mil pesos por habitante, comunas del poniente, centro y sur de la Región Metropolitana, como Puente Alto, Pedro Aguirre Cerda y Cerro Navia, disponen de aproximadamente ciento veinte mil pesos por año (Observatorio Fiscal, 2019). En esos desiguales escenarios comunales, no es tan extraño que un solidario alcalde del sector oriente, Joaquín Lavín, pueda donar la suma de mil millones de pesos al municipio de La Pintana para reponer luminarias e inmobiliario público. Y como dice Redolés, nadie dijo nada/era un pobre diablo. Tan sólo es una parte de aquella violencia naturalizada del orden público territorial desafectado de derechos políticos universales. Se trata de una gestión comunal dividida radical y geográficamente en municipios gerentes y municipios precarizados que, por un lado, fomentan la incursión privada en aquellos sectores privilegiados a partir de una acaudalada recaudación económica local, mientras por otro, normalizan y reproducen la precariedad estructural de sus conciudadanos más fragmentados y alejados de servicios y bienes públicos comunales, escindidos de sus demandas y necesidades sociales.
En efecto, durante las dos primeras décadas de gobiernos democráticos el pacto comunal diseñado en el periodo anterior se consolidó. Si bien los alcaldes y alcaldesas pasaron a ser electos democráticamente y se desplegaron con un abanico más amplio de agendas públicas y procedencias partidarias, la lógica clientelar centrada en la administración no conflictiva del neoliberalismo se reglamentó. Sin entrar en disputa con los fundamentos autoritarios, el municipalismo paulatinamente fue tomando posiciones simbólicas de disidencia, pero casi siempre, al amparo de redes y procesos definidos por sus tradiciones partidarias y sus lógicas centralistas (los y las ediles son también, en su mayoría, militantes de grandes partidos políticos). Como señala Verónica Valdivia: “En el Chile de los noventa predominó una versión tecnocrática de la gestión municipal, como lo afirmó uno de los asesores del entonces candidato presidencial Ricardo Lagos: “introducir en el orden social y en los comportamientos económicos, sociales y culturales, la idea de libertades individuales y no solo colectivas, a través de las nociones de competencia y emprendimiento privado…donde la idea de igualdad se refiera más al acceso de oportunidades que a la construcción, vía ingeniería social y voluntad política, de un modelo igualitarista. El ciudadano…no es en esta perspectiva… anterior al individuo y sus intereses privados y…el Estado es…más bien un garante de las libertades individuales”. En ese sentido, se pretendía una participación que asegurara la eficiencia de la gestión y no una ciudadanía que decidiera los destinos de la comuna/país. El texto de Campero era una opción explícita por lograr un cambio de perspectiva en la población, la que debía ser empujada a aceptar el nuevo orden no estatista” (VALDIVIA, 2018, p. 130).
Aun así y producto el efectivo contacto de los alcaldes y alcaldesas con las comunidades empobrecidas y las evidentes contradicciones del neoliberalismo y la gestión tecnificada de los gobiernos de la transición, en determinadas ocasiones las autoridades locales entraron en tensión con sus propios partidos y rivalizaron como Asociación Chilena de Municipalidades (ACHM) a las posiciones del gobierno de turno (PÉREZ, 2020). En la actual coyuntura constitucional, recordemos, fueron alrededor de 230 alcaldes y alcaldesas representados en la ACHCM, quienes anunciaron el primer plebiscito constituyente, desbordando los tiempos y la agenda del propio Ministerio de Desarrollo Social y sus “diálogos ciudadanos”. ¿Habría sido anunciada una nueva Constitución de manera tan improvisada y sin mecanismos definidos por parte del gobierno, sin aquella propuesta de los alcaldes y alcaldesas en el tablero nacional?
Ahora bien, más allá de la coyuntura, en el periodo democrático hubo una disidencia esporádica de los municipios que no modificó estructuralmente el pacto comunal autoritario. Sin embargo, lo curioso e interesante del fenómeno es que, pese a que toda la clase política se encuentra fuertemente deslegitimada, hoy día, son los alcaldes y alcaldesas los políticos mejor evaluados y, en algunos casos, incluso, son alcaldes de la derecha liberal (Rodolfo Carter, La Florida) o de la derecha conservadora (Gustavo Hasbún, Estación Central) los que tienen mayor reconocimiento y proyección social en el imaginario público santiaguino. ¿Pueden ser los alcaldes y alcaldesas de derecha representantes genuinos del malestar social? No es una pregunta ingenua si consideramos las condiciones desiguales y particulares de los municipios. En la estampida del proceso constituyente, de hecho, algunos de ellos (Germán Codina en Puente Alto y Rodolfo Carter en La Florida, por ejemplo) pasaron a tomar parte de las movilizaciones como protectores de los vecinos y locales, siendo capaces de articular y movilizar redes sociales de apoyo a un gobierno central aislado e intransigente.
¿Cuál fue, entonces, la ruptura del pacto comunal en democracia? ¿Hay algo que removió el escenario comunal de los últimos años? Si bien estamos muy lejos de comprender la profundidad de las actuales dinámicas comunales, a nuestra manera de ver, hay un hito que marca una ruptura fundamental del pacto comunal autoritario. Se trata de la “Farmacia Popular Ricardo Silva Soto” de Recoleta, un dispositivo municipal que bien vale la pena profundizar y distinguir en sus capilaridades internas y externas, pues, si bien se continuó con la misma “alcaldización” del proceso anterior (se potenció la figura de Daniel Jadue), por otro lado, se invirtió radicalmente el contenido y la forma de politización del municipio y sus redes territoriales. En efecto, fue una fisura municipal dirigida abiertamente contra el modelo neoliberal que, en primer lugar, repercutió más allá de lo estrictamente local, alterando la discusión a lo largo y ancho del territorio nacional, poniendo en entredicho las lógicas del modelo neoliberal, en este caso, mediante la precarización de la salud y su impunidad financiera en la distribución de medicamentos. Más aun, a partir de la farmacia popular de Recoleta miles de chilenos y chilenas en todo el país han podido acceder a medicamentos antes inadmisibles e inescrupulosamente usureros. Después de algunos años, en efecto, se han seguido proliferando otros tipos de dispositivos populares y gestión de servicios y bienes municipales, llenando de contenido la demanda popular en una institucionalidad pública: ópticas, ferreterías, librerías, supermercados, etc.
Recoleta, materialmente, se convirtió en un laboratorio de experiencias y acciones que resignificaron el sentido político del espacio público en que fue pensada la administración municipal neoliberal y sus relaciones políticas con la comunidad local. Se corrió el cerco de lo posible y paulatinamente comenzaron a brotar otras espacialidades que en un pasado reciente habrían sido parte de un esquema sin política: se abrieron espacios escolares reutilizados temporalmente vía talleres, se ampliaron cursos abiertos para la comunidad, se extendieron prácticas deportivas que intensifican la formación de sectores medios y populares, se mejoró la tasa de escolarización pública fomentado co-gobiernos escolares, se fortalecieron las condiciones laborales de los profesores de los establecimientos públicos, se creó una Universidad Abierta y una Librería Popular que nuevamente sobrepasó la demanda y organización comunal, etc. Por supuesto, esto no quiere decir que Recoleta se convierta en el oasis experimental del socialismo ni que el neoliberalismo se vea amenazado en su estatuto más local. El punto de inflexión es que se abrió una gestión política del territorio local disponible para disputar el escenario neoliberalizante de la vida pública y sus tradiciones centralistas y autoritarias. Y ahí está, justamente, su potencial utópico para ser ampliado y socializado desde una estrategia política de izquierda de largo alcance.
Por otro lado, la figura política de Daniel Jadue trasciende a nivel nacional más allá del complejo imaginario del PC, y, tal vez, representa el máximo consenso para un proyecto político de izquierdas verdaderamente amplio y convincente. Jadue, curiosamente, forma parte de un pequeño grupo de políticos que hoy pueden marchar tranquilos por Alameda con Plaza de la Dignidad (Ex Plaza Italia). ¿Una sospecha del legítimo poder comunal construido y su correlato con el malestar de escala nacional? ¿Una guía territorial para la acción constituyente? ¿Una coordenada para repensar el plano político del municipio y sus territorios interiores y más locales? Un dato no menor recorre estas preguntas: entre medio de capuchas, lágrimas y banderas mapuches, en medio de la movilización popular más grande de las últimas décadas, probablemente Daniel Jadue sea el único alcalde de la Región Metropolitana abordado por ancianos, jóvenes o protestantes sólo para compartir un saludo, “-Alcalde, una selfie por favor”. ¿Tiene sentido, entonces, repensar la escala geográfica comunal ante el actual proceso constituyente?
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Sobre el acuerdo y la vía comunal constituyente
Frente al actual escenario constituyente y el reciente “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”, la escala geográfica comunal-vecinal debería ser un horizonte político básico para disputar el proceso constituyente. La dificultad radica en conquistar estratégicamente los términos desiguales de cada realidad comunal y conocer qué tipo de mecanismo y participación popular se podrá ejecutar y defender a través del proceso constituyente. Ahora bien, ¿cuáles son las principales dificultades del acuerdo más allá de la deslegitimación que consolida la división radical entre el poder social fragmentado de las calles y el poder político centralizado de los partidos tradicionales? En líneas generales el acuerdo condiciona y asegura la tutela general del proceso constituyente hacia los partidos políticos tradicionales, pues no se establecen condiciones específicas para asegurar mecanismos de participación efectivos y representativos de la sociedad civil o representantes de las minorías sociales (pueblos indígenas, cuotas de género, discapacitados, etc.).
Por otro lado, el acuerdo establece las condiciones territoriales generales de la elección del órgano constituyente y fija un dispositivo arbitral que permite a los mismos partidos, en proporción paritaria “oposición” y “gobierno”, definir las condiciones técnicas para la ejecución de los procedimientos específicos inconclusos que ameriten la nueva carta magna. Esta situación se explícita en los puntos 4 y 10 del acuerdo. El punto 4 establece que la elección de los delegados constituyentes “se realizará en el mes de octubre de 2020 conjuntamente con las elecciones regionales y municipales bajo sufragio universal con el mismo sistema electoral que rige en las elecciones de Diputados en la proporción correspondiente”. Y el punto 10 señala que “Los partidos que suscriben el presente acuerdo designarán una Comisión Técnica, que se abocará a la determinación de todos los aspectos indispensables para materializar lo antes señalado. La designación de los miembros de esta Comisión será paritaria entre la oposición y el oficialismo”.
Desde una perspectiva territorial, el punto 4 tal vez sea el más complicado a la hora de preparar una estrategia de carácter nacional-comunal con los movimientos sociales organizados. Y tal vez sea ahí donde las fuerzas políticas que no firmaron el acuerdo debiesen desplegarse y renegociar genuinamente otro tipo de condiciones y mecanismos. Una dificultad mayor de los distritos de diputación es que se superpone la elección de los constituyentes a una lógica partidaria de alianzas consolidadas que favorece a los grandes partidos políticos (pactos electorales) y castiga a los sectores independientes. Y en efecto, ¿quiénes comandan los actuales procesos de participación y activación constituyente micro-local? Sin duda son organizaciones espontáneas más o menos informales, en su mayoría independientes que, obviamente, no representan a los partidos tradicionales. Sin embargo, son estos últimos los que cuentan con los principales soportes técnicos ya desplegados en esa escala geográfica de agrupamiento de comunas o distritos de diputados. ¿Por qué no se negoció otra forma de proporcionalidad territorial, que realmente se preocupara de pensar una escala de participación junto con sectores sociales organizados, en las métricas de las redes organizativas actuales existentes?
Hace algunos años atrás, un Fernando Atria otro, más preocupado del mecanismo democrático de participación constituyente, sostenía que una posible vía asamblearia podría estar anidada en la proporcionalidad concebida por la elección de concejales que, eventualmente, podría destinarse para una tarea constituyente. La elección del cuerpo constituyente es un tema fundamental que debe seguir siendo impugnado y renegociado, pues, aquí se definen los contornos políticos del órgano constituyente. No está demás señalar, a su vez, que el acuerdo no es vinculante ni determinante del escenario nacional en curso. Quienes firmaron ese acuerdo se auto-otorgaron la resolución de un mecanismo constituyente que todavía no es institucional (no lo firmó ni el Congreso ni el Ejecutivo, sino un grupo de dirigencias partidarias que escasamente representan a la población total del país) y aun no cuenta con un cuerpo de leyes específicas que puedan clausurar el genuino debate del devenir de una nueva carta magna. Desde luego, sigue siendo un acuerdo abierto al escrutinio político y, por tanto, abierto al posicionamiento de mejores condiciones de deliberación popular que impliquen democratización y politización del país. Por ello debe ser una demanda urgente, abierta y conexa con los procesos políticos territoriales desplegados actualmente. Existen cuatro partidos en el Parlamento que no firmaron el acuerdo y, por tanto, debiesen agudizar su crítica y disposición a renegociar junto con los movimientos sociales, tal esquema constituyente afín al modelo centralizado-neoliberal.
Ahora bien, el doble problema constituyente sigue siendo el mismo que antes de iniciado el proceso: un problema de representación política y un problema de contenido político constituyente. ¿Cómo, entonces, asegurar una fuerza política local, capaz de defender un nuevo poder constituyente y convertirse en un móvil de crítica nacional y de impugnación al comportamiento salvaje del neoliberalismo chileno, particularmente signado por una maquinaria de abusos extendidos en la vida cotidiana? La pregunta nos invita a pensar integralmente el contenido constituyente junto con la forma de organización territorial a problematizar y conquistar: escala y politización. El punto de inflexión es cómo articular ese proceso de lucha política constituyente en un radio territorial ascendente, es decir, cómo entrelazar organizaciones vecinales y grupos micro-locales hacia un nivel comunal, para ir articulando provincias y regiones que puedan, progresivamente, defender una escala nacional del proceso.
La disputa política-social constituyente en sí misma, a nuestro modo de ver, debería disputar prioritariamente la escala comunal-vecinal. ¿Por qué? Porque actualmente los principales núcleos politizados y dispuestos a organizar la lucha constituyente contra el modelo neoliberal están escalados en niveles barriales o micro-comunales. Son cabildos heterogéneos y numerosos, de múltiples alcances geográficos y convicciones, es decir, se localizan fragmentariamente en esta escala comunal donde potencialmente unidos, podrían reorientar favorablemente la demanda social hacia la ciudadanía organizada. De manera que la pregunta es cómo y qué elementos se deben estimular para abrir dicho proceso: un reescalonamiento del poder geográfico comunal.
Lo anterior implica pensar una estrategia política-territorial de distribución, circulación y profundidad de los movimientos sociales en lo político y lo localmente organizado, junto con posibles alianzas con partidos políticos dispuestos a impugnar el neoliberalismo. En ese sentido cinco principios básicos se deberían multiplicar y defender en una lógica de politización de los diferentes territorios y escalas geográficas de organización. Primero, disputar esa falsa incompatibilidad entre la política y el movimiento social. Ante todo, se debe reabrir un proceso de politización en asenso, sin caer en la negación conservadora de que “todos los políticos son una mierda”. Segundo, cada territorio y cabildo debería crear un decidido horizonte de alianzas y actores micro-espaciales, que posibiliten pensar local y políticamente una alternativa al neoliberalismo como fuente de unidad territorial. Tercero, creativamente cada cabildo o asamblea territorial se debiese dar la tarea de una “comisión comunal-vecinal” destinada a monitorear e integrar la situación con los otros cabildos y asambleas territoriales de la comuna, de manera de ir pensando y conociendo qué otros territorios comparten las demandas ciudadanas y puedan estructurar una mayor representación y circulación de decisiones políticas comunales. Cuarto, dichas redes territoriales incipientes y alternativas paulatinamente debiesen ir buscando una centralización política a nivel comunal, que pueda abrir y permitir mayores posibilidades y ventajas organizacionales con otras comunas y territorios más amplios. Quinto, una vez creados los espacios y redes comunales constituyentes se deberían articular y sistematizar múltiples foros y debates constituyentes, en la lógica de ir reconociendo los contenidos políticos de la constituyente y legitimando a los representantes más idóneos para la discusión y elección del proceso nacional.
Ciertamente, no se pueden establecer parámetros homogéneos a situaciones comunales tan radicalmente distintas. No obstante, la ventaja de centralizar la disputa constituyente en la esfera comunal-vecinal es que permite una integración social deliberativa, donde teóricamente se asegura una articulación político-social desde su partida. La pregunta es cómo una disputa aparentemente micro-local representada en cabildos y asambleas territoriales se convierte en un contenido político constituyente a nivel comunal, que incluya las demandas estructurales de la ciudadanía organizada por todo el país. O sea, ¿cómo politizar el proceso constituyente a través de experiencias concretas y de resolución colectiva, insertas en el escenario comunal, abriendo mayores posibilidades al conjunto de intereses populares? Tener una escala geográfica comunal-vecinal de movilización no como un fin, sino un laboratorio flexible y disponible para la articulación política y social en tiempo real y que pueda disputar paridad contra la realpolitik. He ahí el fondo del problema y nudo político que enfrentamos.
Como sosteníamos al inicio, la problemática constitucional actual nos invita a tener mayor conciencia política de las escalas geográficas del poder en pugna, pues, del otro lado, nos enfrentamos a una poderosa red centralizada y autoritaria de la política tradicional que opera desde principios del siglo XIX y se extiende infranqueable durante todo el siglo XX hasta nuestros días. En 1974 Henri Lefebvre se preguntaba tenazmente “¿Cuál es entonces el estatus político del espacio?” y respondía con una asombrosa actualidad: “Apenas comienza a mostrar un carácter político cuando exige su despolitización. El espacio politizado destruye sus condiciones políticas pues la gestión y la apropiación de dicho espacio contrarían al Estado y a los partidos políticos. Ellas requieren otras formas de gestión (lo que llamaremos “autogestión” de las unidades territoriales, ciudades, comunidades urbanas, distritos, regiones, etc.). Así pues, el espacio agrava el conflicto inherente a lo político y al Estado como tal. Introduce con más fuerza la anti-política en la política, es decir, promueve la crítica política que tiende hacia la autodestrucción del momento político” (Lefebvre, 2013, p. 445). Es difícil saber cabalmente que entendía Lefebvre por antipolítica o autodestrucción, sin embargo, es posible suponer una idea fuerza: cuando el espacio social es potencialmente llenado de lo político, la política tradicional tiende a desdibujarse, quedando fuera de las posibilidades de emancipación y conducción, pues, “Una transformación de la sociedad supone la posesión y la gestión colectivas del espacio mediante una intervención constante de los “interesados”, con sus múltiples, diversos y contradictorios intereses. Así pues, mediante la confrontación” (Lefebvre, 2013, pp. 450-451). Hoy día la principal urgencia del momento constituyente, es politizar y defender el proceso en espacios políticos soberanos que puedan proyectarse en los tiempos y escala de la nueva Constitución. Ello implica seguir ocupando y produciendo espacios de protesta, pero, y aquí lo más relevante, espacios cada vez más abiertos al encuentro de la política y la coordinación de sujetos insurrectos y democráticamente colectivos.
Comentarios finales
En esta pequeña divagación comunal pudimos observar tres momentos diferenciados del proceso político comunal (1970-1973/1973-1990/1990-2019). Durante la UP los sectores populares protagonizaron un importante proceso de movilización llevado adelante bajo diferentes repertorios de avanzada y defensa, que se tradujo, en su periodo final, en la emergencia y proliferación de los comandos comunales. En efecto, la brutalidad de la violencia contra las izquierdas instaurada con el régimen autoritario también se debió, entre otros asuntos, porque el hecho de ser pobre, obrero u obrera, en el periodo de la UP, no necesariamente era un impedimento para entrar a la política. ¿No será que éste es uno de los problemas de fondo del actual acuerdo cupular y la fuente primaria de la deslegitimación de la clase política? ¿Deberíamos repensar estos viejos y nuevos repertorios de politización y de participación política en un escenario geográficamente más amplio y diverso de lo territorial? ¿Será contraproducente pensar que una estrategia política centrada en las organizaciones sociales y políticas a nivel comunal permitiría un real avance de la deliberación popular? ¿No será que la estrategia de los comandos comunales de los últimos días de la Unidad Popular debería ser puesta en conexión con el actual momento y proceso constituyente, pero no como una proyección defensiva, sino abierta y permanente de la política que soñamos?
Veámoslo de manera inversa. La pulverización de los comandos comunales y las expresiones partidarias de izquierdas en dictadura permitió que la derecha chilena más conservadora y autoritaria del siglo XX, pudiera tomar posiciones y representaciones del mundo popular, hasta ese momento, inéditas (Valdivia, 2012). La nueva derecha del régimen concibió una estrategia de poder local vía municipios que permitió su desarrollo como fuerza descentralizadora del aparato social y amplió sus márgenes de maniobra en tanto nuevas rutas de contención y fragmentación del campo popular. ¿No sería urgente reinvertir ese contenido político territorial?
Como sostenía el filósofo Rodrigo Karmy en relación al acuerdo, “No se trata de “asumirlo” sino de “disputarlo”: paso a paso, y con la intensidad de la inteligencia común, el camino constitucional propuesto no está dado, ni cerrado de una vez y para siempre”. (…) Como toda máquina de poder, el “Acuerdo” alcanzado también trae “formas de inoperosidad” diría Agamben, fisuras en las que es posible inventar otros derroteros. Porque un dispositivo –y esto lo sabía Foucault- no solo ofrece más ventajas al poder, sino también, nos lega otras condiciones para la invención. En otros términos, la única cuestión que importa, lo poco que nos ha impedido naufragar en este instante es recordar que siempre podemos actuar políticamente porque ningún dispositivo tiene predefinido su uso. Porque, quizás, política signifique aquí, capacidad de usar de otro modo y hacer que aquello que parecía sagrado, incólume o eterno, pueda ser radicalmente transformado” (muro personal de su facebook, noviembre).
La valentía de miles jóvenes que enredan su cuerpo a la protesta, con sus ojos cercenados y pieles desgarradas, conmueve y actualiza la memoria de injusticias. Más aún, disipa todas esas dudas existenciales del sentido racional de lo político, porque actualiza la organización popular en su más genuina condición: la entrega total y desinteresada por un otro colectivo, la negación potencial individual por la búsqueda de una existencia geográficamente mancomunada. Se trata de seguir activos en todos los campos de batalla, pero sobre todo, unidos y comprometidos en la disputa por compartir y politizar un espacio colectivo-cotidiano dispuesto a construir un nivel nacional: calle, peluquería, plaza, cancha, escuela, panadería, almacén, etc. Es el devenir cotidiano donde se fortifica y construye el futuro político. Aún, por algunas circunstancias, podemos seguir desplegándonos por la ciudad y lo mejor, contamos con las energías de una generación de luchadoras y luchadores incombustible, guapa, brava e inteligente, tal vez, la más choriza y creativa camada de insurrectos que se imaginaron nuestros muertos. No eran treinta pesos sino treinta años. Hoy es nuestra lucha por una “otra” morfología urbana-regional basada en lo colectivo y lo solidario, donde invasores e invasoras vuelven a reformular el tejido de la autoridad y la política terriorial invirtiendo sus signos mercantiles y voltandónos hacia un deliberativo y mancomunado derecho a la ciudad.
Perfil del autor/a:
Académico Departamento de Geografía Universidad Alberto Hurtado / Pesquisador Laboratório de Geografia Política e Planejamento Territorial (USP)
Notas:
- En términos regionales actualmente “los gobiernos subnacionales apenas cuentan con medios para generar recursos, las transferencias están mayoritariamente condicionadas –en el sentido de que el destino de los recursos está definido por el gobierno central que es quien los transfiere– y las políticas están definidas a nivel central” (Irarrázaval, 2018, p.2). Recordemos, Chile es el único país en América Latina y la OCDE que no tiene representación democrática de los niveles subnacionales y sus gastos no son descentralizados políticamente.